Cada grupo tenía su maestro. A Marusia le tocó pan Wenceslav Glinski, un fugitivo de Cracovia. El hombre no paraba de fumar en todo el día, dejando caer la ceniza sobre los pantalones.
De hecho no se daban clases. Cada cual hacía lo que quería. Unos soldaban, otros perforaban y unos terceros recortaban figurillas de hojalata.
Entre los aprendices había varios negros. Estos se pasaban las horas escuchando música sin dejar de balancearse sobre los taburetes. Junto a cada uno de ellos se encontraba un transistor. De vez en cuando a Marusia le llegaba un extraño olor. El traductor Lionia le explicó que era marihuana.
El vecino de Marusia era un chino callado y afable. El hombre hacía una delgada trenza con unos cables de cobre. Marusia se dedicó a lo mismo.
Luego recortó una letra "M". Pulió las esquinas con una lima y le hizo un agujero especial para poder pasar la cadenilla. En suma, le salió un colgante. El chino lo miró y meneó con aprobación la mano.
A espaldas de Marusia se detuvo pan Wenceslav. Se quedó varios segundos callado, luego pronunció:
—¡Genial!
Y dejó caer sobre la manga de Marusia una gris columna de ceniza…
El jueves Marusia recibió 73 dólares. Algo parecido a una beca de estudios. Con el dinero le compró a Liova una moto de cuerda; a su prima, flores, y a Fima medio galón de whisky. Los restantes cuarenta dólares los quiso destinar a los gastos de la casa.
Lora no quería aceptar el dinero. Marusia insistía:
—Igualmente os debo mucho dinero.
—Cuando trabajes —decía Fima— nos lo devolverás con intereses…
Temprano por la mañana Marusia salía corriendo hacia la estación del metro. Luego transcurría cerca de una hora de retumbante y pavoroso viaje subterráneo por Nueva York. Su porción diaria de pánico.
Nueva York era para Marusia un suceso, un concierto y un espectáculo. Se convirtió en una ciudad tan sólo al cabo de un mes o dos. Paulatinamente, de entre el caos empezaron a destacar figuras, colores, sonidos. El ruidoso cruce comercial de pronto se descompuso en un puesto de verduras, una cafetería, una agencia de seguros y una tienda de delicatessen. La cola de automóviles en el bulevar se convirtió en una parada de taxis. El olor a pan caliente se fundió para siempre con el abigarrado anuncio Bakery. Se estableció una conexión entre el tropel de niños y el edificio de dos pisos de ladrillo de la escuela…
Nueva York le producía un sentimiento de irritación y miedo. Marusia tenía ganas de aparecer tan descuidada, segura y ágil como los jóvenes de color con sus camisetas rotas y las ancianas bajo sus paraguas. Quería recibir con indiferencia el estruendo de los transistores y el hedor amoniacal del subzvay. Quería odiar esta ciudad con tanta sencillez y convencimiento como uno se puede odiar a sí mismo…
Marusia envidiaba a los niños, a los pordioseros, a los policías, a todos los que se sentían parte de la ciudad. Envidiaba incluso a pan Glinski, que dormía mientras viajaba en el metro y no temía a los gamberros negros. El hombre decía que los comunistas daban diez veces más miedo…
Del metro a las clases de joyería la separaban trescientos ochenta y cinco pasos. A veces, si corría, eran trescientos ochenta. Trescientos ochenta pasos por entre una multicolor, festiva y aullante multitud. Entre nubes de hedor a gasolina, humo de cigarrillos y olor de freidurías callejeras. A lo largo de aceras llenas de desechos y de vitrinas rutilantes e insulsas. Bajo los gritos de los vendedores ambulantes, el ulular de las sirenas y el inacabable retumbar de tambores…
La dosis diaria de miedo e inseguridad…
Las clases de joyería se acabaron el miércoles.
Al principio todo iba normal. Musia puso al rojo sobre el fuego una placa de latón. Sujetándola con unas pinzas alargó la mano para tomar la resina. La placa se escurrió, dibujó en el aire una parábola y seguidamente desapareció sin dejar huella. Al poco, de la caña de la bota laqueada de Marusia empezó a subir un humillo.
Al siguiente segundo el grito de Marusia ahogó los penetrantes aullidos de los transistores. La cremallera, como es natural, no cedía. Los que la rodeaban no entendían qué pasaba.
La historia podía haber acabado bastante mal, de no ser por Schuster.
En los cursos Schuster se encargaba de la limpieza. Antes de emigrar había entrenado en Riga a la selección juvenil de boxeo. A sus cincuenta años conservaba su dinamismo, su abultada musculatura y cierta agresividad. Los negros lo irritaban.
Schuster se dedicaba todo el día a limpiar. Barría el suelo, llenaba la tetera, movía las sillas. Cuando se acercaba con la fregona, los alumnos se levantaban para no molestar. Todos, menos los negros.
Los jóvenes de color seguían fumando y balanceándose sobre los taburetes. Eran orgánicamente insensibles a cualquier llamada del deber.
Schuster esperaba el momento. Acto seguido se acercaba más, dejaba a un lado la fregona y en una lengua extraña y amenazadora lanzaba:
—¡Up, coño!
Su rostro se cubría de un delicado y pavoroso rubor:
—¡Que estoy hablando con vosotros! ¡Up, coño!
Y al cabo de otro segundo:
—¡No quiero tener que repetirlo! ¡¿Up?! ¡¿O no up?!
Los muchachos negros se levantaban con desgana murmurando:
—¡OK, OK!
—Comprenden —rezongaba contento Schuster—, aunque sean del sur…
De modo que cuando Marusia se puso a gritar apareció Schuster. Dándose cuenta al instante de lo que pasaba, sacó del bolsillo posterior una petaca de brandy. Y luego, sin dudarlo un instante, la vació dentro de la bota de Marusia. Todos oyeron, cada vez más apagado, el silbido.
Acto seguido Schuster desgarró la cremallera atrancada. Marusia lloraba en silencio.
—Enséñele la pierna a un médico —le dijo Schuster—. Aquí mismo, al lado, hay una clínica.
—Enséñemela a mí —propuso interesado pan Glinski, que surgió de no se sabe dónde.
Pero Schuster lo apartó con el hombro.
El médico, tras examinar la herida, le dio permiso para abandonar la clase. Marusia, coja, se fue a casa y decidió no volver…
Ante la decisión de Marusia, Fima y Lora reaccionaron con normalidad, incluso con nobleza.
Lora le dijo:
—Techo tienes. Hambre no pasarás. De modo que no pierdas los nervios y dedícate al inglés. Algo saldrá.
Y Fima añadió:
—Pero ¿cómo vas a ser joyera, si tú misma eres una joya?
—¡Lástima que nadie la quiera! —se rio Marusia…
Así se convirtió en ama de casa.
Por la mañana Lora y Fima salían corriendo al trabajo. Fima se marchaba en su coche. Lora corría a la parada de autobús.
Al principio Marusia se propuso prepararles el desayuno. Pero pronto se vio claro que era inútil. Fima tomaba una taza de café soluble y Lora se comía una manzana sobre la marcha.
De modo que se despertaba pasadas las nueve. Liova ya estaba sentado viendo la tele. Para desayunar se tomaba un puñado de copos de maíz con leche.
Luego se iban a la guardería. De regreso a casa, Marusia hojeaba largo rato un periódico ruso. Leía atentamente los anuncios.
En Manhattan se abrían unos cursos para peluqueras. Una compañía de seguros pedía agentes jóvenes y agresivos. Un club nocturno ruso necesitaba camareras, preferentemente hombres. Así estaba escrito: "camareras, preferentemente hombres".
Todo esto era real, pero poco atrayente. ¿Cortar el pelo a alguien? ¿Asegurar a Dios sabe quién? ¿Servir entremeses a cualquiera?
Aparecían anuncios como el siguiente:
"Gentleman acomodado ansia conocer a una mujer culta de cualquier edad. Se ruega mandar foto".
Y abajo, con letra más pequeña, una nota: "Abstenerse las de Jarbín[17]".