¿Qué quería decir "las de Jarbín abstenerse"?, pensaba asombrada Marusia. ¿Cómo entenderlo? ¿A lo mejor él mismo era de Jarbín? ¿Puede que todo Jarbín lo conociera como el mayor de los mangantes y estafadores?
Gentleman acomodado ansia conocer a una mujer culta de cualquier edad… Se ruega mandar foto…
¿Para qué querrá la foto?, pensaba Marusia. ¿Para llevarse un disgusto?
Por la mañana iba a la tienda, lavaba y hacía lo posible por aprender inglés. Alas tres recogía a Liova. Fima y Lora regresaban a las seis. Y el resto del día transcurría frente a la televisión con una copa.
Los sábados iban a la ciudad. Paseaban por los museos. Comían en restaurantes japoneses. Vieron un musical con Yul Brynner.
Pasó septiembre, llegó el otoño. Y sin embargo en los parques verdeaba el césped y durante el día hacía calor, como en mayo…
Marusia pensaba cada vez más a menudo en el futuro.
¿Cuánto tiempo más podía depender de Lora? ¿Cuánto se podía vivir a costa de los demás? ¿Bajo techo ajeno? En una palabra, ¿hasta cuándo podía durar todo aquello?
Marusia se sentía como en una casa de campo de unos parientes. Tarde o temprano había que ir a casa.
Pero ¿adonde?
De momento Marusia tenía qué comer, buena salud. Ropa no le faltaba. El dinero para sus gastos estaba en una caja de pasteles. Aquello, más que vida, era como descansar en un sanatorio para jerarcas del partido. ¿Y para esto había valido la pena viajar a la otra punta del mundo?
Lo cierto es que el sentimiento de alarma crecía de día en día…
En una ocasión Marusia escribió la siguiente carta a sus padres:
"Queridos mamá y papá:
Me imagino cómo me estaréis riñendo, aunque no vale la pena. Lo cierto es que no tengo nada que contaros. Absolutamente nada.
Lazar voló a su patria histórica, donde, con perdón, sólo hay judíos. Pero él dice que no pasa nada, que ya se las arreglará.
¿Qué más os puedo decir?
Viena es una ciudad tranquila junto a un río. La gente no paraba de decir: Donau, Donau… Resulta que no era más que el Danubio.
Dicen que tiene un teatro de ópera. Aunque yo no lo he visto.
La gente se viste peor que en nuestro teatro, pero mejor que en la calle.
En Austria pasamos tres semanas. Casi no salimos del hotel. Junto a la puerta hacían guardia esas: las que no lo hacen porque sí, sino por dinero. Espero que me entendáis. Una llevaba todo el c… al aire. Papá se hubiera quedado de piedra. En este sentido, libertad hay más que bastante.
A Liova le compré unos calcetines de lana y una chaqueta. Para mí nada.
El vuelo a América duró cerca de siete horas. En el avión nos pasaron una película. ¿Cuál?, os preguntaréis. Nunca lo adivinaríais: Los siete magníficos. ¿Valía la pena haberse ido tan lejos?
Me he instalado en casa de Lora y Fima. Liova va al jardín infantil. Y yo no paro de pensar en qué hacer.
Aquí hay aún más libertad que en Austria. En unas tiendas especiales venden órganos de caucho. ¿Comprendéis? Mamá seguro que se hubiera desmayado.
En América hace ya tiempo que no linchan a los negros. Ahora las cosas son al revés. En una palabra, todavía no me he orientado. Escribiré pronto. También vosotros escribid.
Os abraza vuestra inconsciente hija Maria".
TALENTOS Y ADMIRADORES
Cierto día se presentó Zaretski. Al descubrir que los dueños no estaban en casa, expresó confusión:
—Perdóneme por irrumpir sin previo aviso.
—No se preocupe —le dijo Marusia—, sólo que estoy en bata… Al cabo de un minuto ya estaba tomando café con jalea. El azúcar en polvo cubría sus pantalones de tergal escrupulosamente planchados…
Zaretski amaba la cultura y a las mujeres. La cultura era para él una fuente de ingresos, en cambio las mujeres se erigían en el objeto de su inspiración. Es decir, a la cultura se dedicaba por consideraciones pragmáticas, y a las mujeres, de forma altruista. Lo desinteresado de su empeño quedaba subrayado por sus rotundos fracasos en materia de sexo.
La cosa es que Zaretski se veía desgarrado entre dos pasiones contradictorias. Trataba de conquistar a la mujeres, pero al hacerlo las humillaba por todos los medios. Sus alambicados piropos rayaban la ofensa. Los traviesos cortejos se trocaban en emocionados y edificantes sermones. Zaretski lanzaba ardientes loas a la moral, al tiempo que incitaba a transgredirla. Además no era joven. A los aviones los llamaba aeroplanos, como antes de la guerra.
Zaretski se estaba tomando la jalea y el café y contemplaba las piernas de Marusia. Las alas de su bata volaban agitadas. Los dos botones superiores de la camisa de dormir estaba desabrochados.
Zaretski preguntó con interés:
—¿Cómo se gana usted el sustento?
—Aún no trabajo —respondió Marusia.
—¿Y qué planes tiene usted, si no es un secreto, para el futuro?
—Ninguno. De hecho soy especialista en música.
—Con semejantes dotes, yo de usted pensaría en Hollywood.
—Allí con los suyos les basta. Y lo principal es que las quieren muy delgadas.
—Hablaré con los amigos —le prometió Zaretski.
Luego le dijo:
—Verá: he venido por un asunto. Estoy acabando un trabajo sobre el tema "El sexo en el totalitarismo". He encuestado al respecto a más de cuatrocientas mujeres. Su edad oscila entre los dieciséis y los sesenta años. Los datos se han analizado y sistematizado. En una palabra, le voy a hacer algunas preguntas. Espero que comprenda que se trata de una investigación rigurosamente científica. Aquí los prejuicios pequeño burgueses están fuera de lugar. Siéntese.
Zaretski se acercó la cartera. Extrajo de ella un magnetófono, una libreta y una pluma. El magnetófono estaba envuelto en una cinta aislante.
—Atentos —dijo Zaretski—, empezamos.
Como una letanía se dirigió al magnetófono:
—Sujeto cuatrocientos treinta y nueve. Dieciséis de abril del ochenta y cinco, Forest Hills, Nueva York, Estados Unidos de América. Realiza la entrevista Natán Zaretski.
Y acto seguido, dirigiéndose a Marusia:
—¿Cuántos años tiene?
—Treinta y cuatro.
—¿Casada?
—Divorciada.
—¿Ha tenido relaciones sexuales antes del matrimonio?
—¿Antes del matrimonio?
—En otras palabras, ¿cuándo se produjo la desfloración?
—¿Des… qué?
—¿Cuándo perdió la virginidad?
—Ah, ah… Me pareció oír declaración…
Marusia se ruborizó levemente. Zaretski le infundía temor y respeto. ¿Y si la tomaba por una mojigata?
—No me acuerdo —contestó Marusia.
—¿Antes o después? Más bien antes, ¿no?
—¿Antes o después de qué?
—La pregunta es: antes o después del matrimonio. De modo que ¿antes o después?
—Creo que antes.
—¿Antes o después de los sucesos de Hungría[18]?
—¿Qué sucesos dice?
—¿Antes o después de desvelarse el culto a la personalidad[19]?
—Diría que después.
—Muy bien. ¿Practica usted la masturbación?
—Una vez al mes, como debe ser.
—Le pregunto por la masturbación.
—¡Por Dios! —dijo Marusia.
Algo le impedía hacer callar e incluso echar a la calle a Zaretski. Algo la obligaba a balbucear confusa:
—No sé… Tal vez… A lo mejor…
Zaretski hablaba cada vez más animado:
—¡Despréndase de la falsa vergüenza! ¡Olvídese de la hipócrita moralina! ¡El cuerpo humano es sagrado! ¡El poder soviético priva a la persona de sus gozos naturales! ¡En el totalitarismo el clímax sobreviene muchísimo antes que en los países democráticos!