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Marusia decía:

—Si usted lo dice…

De pronto Zaretski se transmutó por completo. Se puso a menear de forma extraña los hombros cubiertos con un chaleco lila. Y de improviso se puso a susurrar ruidosamente. Decía perdiendo el aliento:

—¡Oh, Masha! ¡Eres la imagen misma de Rusia! ¡Mancillada por los mongoles, violada por los bolcheviques, has conservado por un milagro la virginidad! ¡Oh, déjame entrar en tu verde valle!

Zaretski inició el ataque. Sus pantalones de tergal echaban chispas. Sus ojos refulgían como los focos de un quirófano. El magnetófono se detuvo tras un sordo chasquido.

—¡Oh, si tu quisieras —susurraba Zaretski— te glorificaría! Marusia reflexionó un instante. Poco provecho podía sacar de aquel viejo charlatán. Más bien, disgustos. Y además era hora de ir a por el crío.

Zaretski colocó sus manos en la cintura de Marusia. El gesto se parecía a una invitación a un baile de otros tiempos.

Marusia se apartó. Un hombre de ciencia, y hay que ver cómo se porta. Pero lo principal era que debía ir a por Liova…

Zaretski era un seductor experimentado. Sus maniobras tácticas consistían en lo siguiente. Lo primero era quedarse en una casa hasta bien entrada la noche. Comprobar que los autobuses ya no circulaban. Tomar un taxi resultaba caro… Luego: "¿Me permite que me quede en este sillón?". O: "¿Puedo tenderme a su lado? Como un buen amigo, por supuesto". Luego se ponía a temblar y a exhalar gemidos. En semejante trance las mujeres sencillamente no se veían capaces de rechazarlo. Las pasiones insatisfechas podían convertirse en un desarreglo psíquico. O peor, producirle un ataque al corazón.

Zaretski lloraba y pataleaba. Amenazaba y exigía. Les juraba amor eterno. Y les proponía además hacer algún trabajo científico conjunto. A veces cedían hasta las más recalcitrantes.

Esto era por las noches. A la luz del día la táctica rara vez surtía efecto.

Marusia dijo:

—Ahora vuelvo.

Al minuto apareció vestida de un riguroso traje color crema.

Zaretski frunciendo el entrecejo guardaba el magnetófono en la cartera. Y acto seguido con voz lúgubre y enigmática pronunció:

—¡Eres una esfinge, Maria!

—¡¿Por qué me ha de insultar?! —Se enfadó Musia—. ¿A qué viene esto? ¿Y si amo a otro?

Zaretski lanzó una carcajada sarcástica, tomó una ficha para el metro y se fue.

A partir de aquel día se acabó la paz para Marusia. Los novios y los pretendientes se sucedieron en una interminable cola.

Al parecer una mujer sin compromiso despide ciertos efluvios misteriosos. Y si es guapa, más.

Los hombres pegaban la hebra con ella en cualquier lugar donde ella apareciera. En las tiendas, en la parada de autobús, delante de la casa, en el quiosco de los periódicos. A veces eran americanos, más a menudo, compatriotas.

La llamaban por teléfono. Se presentaban en la casa con proposiciones confusas e incomprensibles. Hasta le mandaban postales con versos. Por ejemplo, el disidente Karaváyev le mandó la siguiente poesía: "¡Marusia! ¡¿Ama a Rusia?!".

A Karaváyev lo conoció en la farmacia. Este la invitó a una manifestación en defensa de Sájarov. Marusia le dijo:

—¿Y con quién voy a dejar al niño?

Karaváyev se enfadó:

—Si cada uno se cuida sólo de sus hijos, Rusia estará perdida.

Marusia le replicó:

—Al contrario, si cada uno se cuidara de sus hijos todo iría bien.

Karaváyev le contestó:

—Es usted una típica emigrante corrompida por Occidente. Sólo piensa en sí misma.

Marusia se quedó pensativa. Uno me llama Rusia, a la que han violado los bolcheviques. El otro, emigrante, corrompida por Occidente. ¿Y quién soy yo en realidad?

Karaváyev le propuso unir sus fuerzas para luchar por una nueva Rusia. Marusia rechazó la propuesta.

El editor Drúker también la animaba a luchar. Pero en esta ocasión en favor de la unidad de la emigración.

Le decía:

—Somos pocos. Estamos desunidos y solos. Debemos unirnos sobre la base común de la cultura rusa.

Drúker invitó a Marusia a su destartalado habitáculo. Le enseñó decenas de libros raros con autógrafos de Gueorgui Ivánov, Nabókov, Jodasévich. Le hizo entrega del desdichado Feuchtwagner. Y de nuevo se puso a perorar sobre la unidad:

—Son muchas las cosas que nos unen. La lengua, la cultura, la manera de pensar, el pasado histórico…

Marusia no estaba para discursos. Su unión con Drúker no le resolvía el problema de su vida. A Marusia le interesaba fundamentalmente, no el pasado, sino el futuro. De modo que le propuso:

—Seamos amigos.

Drúker hizo una mueca a modo de sonrisa y aceptó.

En cambio, los taxistas actuaban de modo más decidido. Pertsóvich le decía:

—Cogemos un avión para Florida, ¿OK? Yo cargo con el viaje, el hotel y las diversiones, ¿OK? Te compro unos zapatos de marca, ¿OK?

—Pero tengo un hijo.

—No es mi problema, ¿OK?

—Lo pensaré…

Yeselevski se comportaba más modosamente. Actuaba con menos ímpetu. Le propuso un motel barato en Long Island. Y en lugar de zapatos, chocolate a granel de la tienda de delicatessen.

Yeselevski recibió el no sin enojarse. Incluso suspiró, al parecer, con alivio…

Quien mejor se portó fue Baránov. Resultó ser el más noble. Le dijo:

—Gano unos setecientos dólares a la semana. Doscientos me los gasto sistemáticamente en bebida. Si quiere, le daré cien. Sin más. Hasta me sale a cuenta. Beberé menos.

—Me resulta incómodo —dijo Marusia.

—¿Qué tiene de incómodo? —se asombraba Baránov—. Dinero no me falta. Y no piense usted en nada raro. Las mujeres hace tiempo que no me dicen nada. Veinte años atrás todavía dudaba entre las mujeres y el alcohol. Pero eso acabó. En aquella guerra venció el alcohol.

—Lo pensaré —dijo Marusia.

Yevséi Rubínchik también le ofreció su ayuda. Y también desinteresadamente. Le propuso un trabajo temporal. Le preguntó:

—¿Dibuja usted?

—Depende qué —dijo Marusia.

Rubínchik le aclaró:

—Hay que retocar algunas fotografías en color.

—¿Cómo retocarlas?

—Pintar los labios, las mejillas… En fin, para que los clientes queden contentos.

Marusia cayó en la cuenta; sabía de qué se trataba.

—¿Y cuánto me pagarán?

—Tres dólares la hora.

Rubínchik prometió llamarla.

El religioso Lemkus también se interesó por Marusia. Primero le regaló una Biblia en inglés. Luego dijo que Dios está de parte de los desamparados y solitarios. Y finalmente le prometió una vida mejor, pero en la otra, en el más allá.

—¿Y cuándo será eso?

—Cuando Dios quiera —contestó dejando caer las pestañas Lemkus.

A Lemkus le gustaba repetir que el dinero trae el mal.

—Sobre todo cuando no lo tienes —admitía Marusia.

El dueño de la tienda Dnepr, Ziama Pivovárov, a veces le susurraba al oído:

—Hemos recibido unos bollitos calentitos. Igualitos a usted…

El agente inmobiliario Lérner le proponía:

—Nos vamos a alguna parte de Atlantic City. Te sacarás veinte de los grandes.

Lérner no conseguía llevar a cabo su idea. Le daba pereza hasta apuntarse el teléfono de Marusia.

Así pasaron en un suspiro cuatro meses. Los días se sucedían idénticos el uno al otro, como las bolsas del supermercado.

LOS MISMOS, MÁS GONZÁLEZ