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A Marusia le venían a la memoria tan sólo los rasgos de su vieja presencia. Ciertas sonrisas en la escalera (seguramente tomaba a Rafael por el encargado de la limpieza de la casa). Unas rosas lanzadas en su dirección desde un desvencijado automóvil. Unos caramelos de cuatro cents alargados a Liova.

El olor de una colonia cara en el ascensor. Las estrecheces al atravesar las puertas. Un sombrero levantado. Una americana de terciopelo, un puro, pantalones de color crema. Un anillo con brillante falso. Y una corbata a tono con las esperanzas derrumbadas.

Al principio Rafael era para Marusia la calle, un accidente del paisaje. Un accesorio del lugar, junto con la vitrina de la casa Rainbow, con las freidurías griegas y con la voz rasgada de Adriano Celentano.

Al principio Rafael era una circunstancia del tiempo y del espacio.

Luego resultó que Marusia iba sentada en su destartalado cacharro. Que van de regreso del restaurante Del Monico. Que Liova se ha dormido en el coche. Y que la mano con el falso anillo acaricia la mano de Marusia.

—No —dijo Marusia.

Y trasladó una mano desconocida sobre el caldeado asiento.

Why not? —preguntó el latinoamericano.

Y acarició suavemente su redonda rodilla.

—No —dijo Marusia.

Y cubrió con su mano la palma del hombre.

Why not? —preguntó el latinoamericano.

Y alargó la mano hacia el corte en su blusa.

—No.

Ella trasladó su mano a la rodilla.

Why not?

Él colocó su mano sobre la cadera.

—No.

Marusia estiró para arriba su mano.

Why not?

Una de las manos del hombre se empeñaba en desabrocharle la blusa. La otra con cierta obstinación le abría las rodillas.

Marusia tuvo tiempo de pensar: "¿Cómo conduce el coche? O mejor dicho, ¿con qué?".

El automóvil, no obstante, seguía su marcha regular. Sólo una vez rozaron el flanco de un Mercedes.

Y sin embargo el latinoamericano no retiró sus manos. Tan sólo movió ligeramente las rodillas.

—No eres normal —se esforzó por pronunciar en voz alta—. Crazy!

Rafael sin detener la marcha sacó de un bolsillo un rotulador azul. Lo colocó sobre su abultado pecho cubierto con una chaqueta de nylon. Dibujó con trazo rápido un corazón de enormes dimensiones. Y acto seguido se abalanzó a besarla.

Ahora estaba girado por completo hacia Musia. Y movía el volante (como afirma Musia) con su nada delgado trasero.

Marusia no quería invitarlo a casa. Le daba vergüenza su piso vacío. Liova dormía sobre un sillón desfondado de cuero sintético. Marusia, sobre un camastro doblado. Todo lo habíamos recogido de la calle.

En la nevera había unas azules patas de pollo. Y nada más. ¿Cómo podía invitar a nadie?

Luego pasó lo siguiente. Rafael abrió el maletero. Sacó de allí hecho una rueda un colchón envuelto en un saco de plástico. Tras el colchón, una botella de ron, un manojo de pepsi-colas, cuatro naranjas y galletas.

El colchón estaba completamente nuevo, llevaba el envoltorio.

Para entonces Marusia ya había dejado de asombrarse. Le preguntó:

—¿Cómo te llamas? What’s your name?

En respuesta sonó:

—Rafael José Belinda Chicorillo González.

—Corto y claro —dijo Marusia—. Te llamaré Rafa.

—Rafa —confirmó el latinoamericano.

Y acto seguido añadió:

—¡Musia!

La comida y la bebida se la metió rápido en los bolsillos. A Liova lo cargó al hombro. El colchón (¡y lo que es yo, me lo creo!) rodaba solo.

Además con la mano libre el latinoamericano acariciaba a Musia. Y por si fuera poco, fumaba y abría galante las puertas.

De pronto Marusia oyó un extraño crujido. Prestó atención. Como se comprobó, los pantalones del latinoamericano crujían bajo la presión de sus enfurecidas carnes.

Conviene señalar también el siguiente detalle. Cuando salían del ascensor, el muchacho de pronto se despertó. Miró a Rafael con ojos enloquecidos, como los de un cachorro de un mes, y preguntó:

—¿Quién eres? ¿Mi papá?

¿Y qué creen que contestó el latinoamericano? El latinoamericano contestó:

Why not?

RUMORES

Me subí al coche. Recorrí tres manzanas. Me acordé de que Marusia me había pedido que le comprara cigarrillos. Di la vuelta.

Finalmente frené junto a su portal. "¿Me llevo por si acaso la llave inglesa? —pensé—. Con algo me he de defender. ¿Y si Rafael se pone peleón?".

No soy cobarde. Pero no estamos en nuestro país. Prácticamente desconocemos la lengua. En cuestión de leyes andamos casi a ciegas. No estamos acostumbrados a las armas. Y aquí uno de cada dos lleva pistola. Si no es una bomba…

Además, los latinoamericanos, dicen, son más temibles que los negros. Estos al menos han sido esclavos durante doscientos años, lo cual, quiérase o no, se ha reflejado en su mentalidad. ¿Pero los otros? Todos son a cuál más grande, insolente y agresivo…

En Leningrado también solía haber peleas, claro. Pero acababan siempre sin graves consecuencias.

Un día, recuerdo, estábamos en casa un grupo de amigos, y el novelista Stukalin le dice al crítico literario Záitsev:

—Ahora mismo te voy a partir la cara.

Y el otro le contesta:

—No lo harás, porque yo soy tolstoísta. Rechazo todo género de violencia y si me pegas te pondré la otra mejilla.

Stukalin se queda pensativo y al fin dice:

—¡Pues que te parta un rayo!

Nos tranquilizamos. Decidimos que no habría pelea y salimos al balcón.

De pronto oímos un estruendo. Entramos corriendo en la habitación y vemos a Stukalin tumbado en el suelo. Mientras, el tolstoísta Záitsev le arrea en medio de la cara con sus enormes puños…

Pero en casa todo esto pasaba se diría que sin dejar huella. En cambio aquí…

"Bueno —pensé—, es hora de ir". Llamé a la puerta.

Me abre Musia Tataróvich. En efecto, lleva un cardenal debajo de un ojo. Tiene además partido el labio inferior y un rasguño en la frente.

—No mires —me dice.

—No miro. ¿Y él dónde está?

—¿Rafa? Se ha ido corriendo tras su alma destrozada.

—¿No quieres que te lleve al hospital? —le pregunto.

—No vale la pena. Me lo taparé con cremas.

—Entonces llama a la policía.

—¿Para qué? Vaya cosa: un hispano le ha hinchado un ojo a alguien. Si me hubiera rajado o pegado un tiro…

—Entonces sí que no valdría la pena —le digo.

—Es inútil repitió Marusia.

—Puede que lo encierren unos días. Para que aprenda.

—¿Por qué? ¿Por una pelea? ¡¿En Nueva York?! Si en este cotolengo es más difícil ir a parar a la cárcel que llegar a Marte o Júpiter. Para que te encierren haría falta liquidar al menos a cien personas. Y a ser posible altos ejecutivos. Aquí para el talego debe de haber una lista de espera de cuarenta años, diría. Y tú dices que lo encierren… Hazme un favor, no le des más vueltas. Ahora mismo me arreglo todo esto…

Miré a mi alrededor. La vivienda de Marusia ya no parecía tan vacía y abandonada. En un rincón vi un aparato estéreo. A ambos lados se encontraban dos sillones de raso. Enfrente, un sofá. Junto a la pared, una bici de tres ruedas. Cortinas en la ventana…

Le dije a Marusia:

—Cierra la puerta como es debido.

—Es inútil. Tiene llave.