Vaya lío, pensé.
—¿Al menos te ayuda materialmente?
—Más o menos. La verdad es que no es un mal tipo. Trasto que ve, trasto que compra. Sobre todo si es para Liova. Los hispanos parece que tienen debilidad por los niños.
—Y por las rubias.
—En eso has dado en el clavo. ¡Rafa en este sentido es un auténtico pionero[21]!
—No entiendo.
—Es como Pávlik Morózov[22]. ¡Siempre a punto[23]! Tiene una idea fija: ¡tomarse un pelotazo y al catre! ¡A veces pienso que no estaría mal enchufarlo a una turbina! Al menos se sacaría provecho de tanto derroche inútil de energía… En cuanto a lo del dinero, no es tacaño. Cines, teatros, restaurantes… eso cuando quieras. Lo malo es que para la casa le cuesta soltar un billete. O simplemente no se le ocurre. Pero entretanto, de alguna manera hay que pagar el alquiler…
Marusia se fue a cambiar tras la puerta entornada de la cocina.
—¿Quieres un café?
—No, gracias… ¿A qué se dedica? —pregunté.
—No tengo ni idea.
—Pero aproximadamente.
—Vende alguna cosa. O puede que compre. Parece que ha estudiado en alguna parte un par de meses… En una palabra, no es Spinoza. Por ejemplo me pregunta: "¿De dónde eres?". "De Leningrado". "Ah, ah, ah… —me dice—, ya sé, esto está en Polonia…". Un día lo vi leyendo el periódico. Hasta me sorprendí. Al menos sabe leer, que ya es mucho…
Marusia se llenó una taza de café y prosiguió:
—Son todo un clan: la mamá, hermanos y hermanas. Y todos son gente más o menos acomodada, salvo Rafa. La mamá tiene cuatro casas en Brooklyn. Un hermano tiene un negocio de taxis. Otro, una lavandería. En cuanto a Rafa, no es lo que se dice un hombre de negocios. El dinero tampoco le quita el sueño. Él, con tal de no ponerse los pantalones…
—Muy bien —le digo—, pero, de todos modos, ¿ahora qué vas a hacer?
—¿En qué sentido?
—¿Qué perspectivas tienes para el futuro? ¿Quiere casarse contigo?
—Ya te he dicho lo que quiere. Y nada más. El resto son gastos de peaje.
—¿De modo que no te ofrece ninguna garantía?
—¿De qué garantías me hablas? ¿Qué sentido tiene hablar aquí de futuro? Eso era en la URSS, donde no se hablaba de otra cosa que del futuro. Aquí, en cambio, sigues vivo y gracias…
—Pero hay que pensar en Liova.
—Sí, hay que pensar. Y sobre mi vida tengo que pensar. Pero eso no tiene nada que ver con el matrimonio. Me he casado dos veces ¿y qué he sacado de bueno? Pero sí te diré una cosa. Cuando viajábamos de gira con mi cantante, en los hoteles he conocido a gente que subsistía de sus dietas. Les pagaban dos cuarenta. Al día. Y con esa mísera calderilla tenían que vivir. Eso quiere decir, comer tres veces al día. Más cigarrillos, transporte, pequeños gastos. Más, sin falta, un trago. Y además, apartar algo para un regalito a la mujer. Y, a ser posible, tirarse a una tía. Y todo esto lo tenían que hacer con, perdón, dos rublos y cuarenta copecs…
—¿Para qué me cuentas todo esto?
—Desde entonces odio con toda mi alma a este tipo de gente. O mejor dicho, los desprecio hasta la muerte.
Marusia entornó los ojos llenos de ira.
—Mira a tu alrededor. Me refiero a nuestros emigrantes. Todos son como aquella gente del hotel. Cada uno tiene sus dos cuarenta. Por eso prefiero a Rafael con eso que él llama amor.
—¿Yo también tengo dos cuarenta en la mano?
—Pongamos que tú tienes cuatro ochenta… A propósito, te debo el tabaco… Pero la mayoría tiene dos cuarenta. Anda por aquí uno de Chernóvits que es dueño de un garaje. Su mujer tiene algo que ver con la medicina. Juntos ganarán unos sesenta mil. ¿Sabes cómo se pasa las tardes ese tipo? Se mete en su Oldsmobile negro y escucha casetes de Tomka Mianásova. Y esto cada tarde. Te lo juro. La mujer se sienta en un banco y lee Panorama, se traga la revista de principio a fin, y Félix escucha casetes. ¿Esto es vida? Mil veces mejor el loco de Rafa que esta cloaca rusa.
—El dueño del garaje, se me ocurre, no le sacude a su mujer.
—Por supuesto. Con tal de no tocarla…
Después de vestirse y pintarse Marusia recobró la valentía. Aunque el morado seguía asomando bajo la capa de pomada y colorete. El arañazo sobre la ceja producía una impresión poco halagüeña. En cambio el labio partido desapareció bajo el color violeta del lápiz…
Llamaron desde abajo. Marusia apretó un botón rosa y dijo:
—El regreso de Fantomas…
Y seguidamente añadió con calma:
—A lo mejor se mete contigo. Si te sacude, dale como es debido.
—Vaya —repliqué—, ¡esto me gusta! ¿Y yo qué tengo que ver con el asunto? Oye, dime, ¿es fuerte?
—Como un gorila. ¿Ves esta lámpara?
Vi una lámpara que colgaba de un cordón en espiral.
—¿Y?
—No para de darle —dijo Marusia.
—Vaya cosa —repliqué—. Yo también llego.
—Sí, tú con la cabeza, él con el hombro…
Volvieron a llamar. Esta vez, desde el rellano de la escalera. Al mismo tiempo se oyó girar la llave en el cerrojo.
Acto seguido por la rendija formada por la puerta se abrió paso una figura voluminosa y extraña.
Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, con un chándal marrón en el que se leía Hello! y unos estrechos pantalones de gimnasia. Sobre la cabeza llevaba un vendaje blanco. La mano derecha estaba enyesada. Y arrastraba una pierna como una vieja escopeta.
Suspiré con cierto alivio. El hombre tenía más aspecto de víctima que de fiera salvaje. En su rostro se había petrificado una expresión de pánico, amargura y reproche. La habitación se llenó de olor a yodo.
—Mira bien a este espantapájaros —dijo Marusia.
Al verme Rafa se animó un poco y empezó a hablar:
—¡Señor, me ha pegado! ¿Por qué? Primero me ha arreado con un colgador. Pero el colgador se ha roto. Luego se puso a sacudirme con el paraguas. Pero también el paraguas se ha roto. Luego ha agarrado una raqueta de tenis. Pero al cabo de un rato también ha partido la raqueta. Entonces me mordió. Me ha mordido, además, con mis propios dientes. Con los dientes que se ha arreglado con mi dinero. ¿Le parece justo?
Rafa prosiguió en tono de responso:
—He ido al hospital, me ha visto un cirujano. El médico se ha creído que he escapado de las garras de unos terroristas. Le he dicho: "¡Doctor, los terroristas no muerden! Ha sido una mujer rusa…".
—Y dale —dijo Marusia.
Rafa prosiguió:
—Yo la quiero. Le regalo flores. Le digo cosas bonitas. La llevo a restaurantes. ¿Y qué oigo en respuesta? Me dice que soy un maldito viejo "negrito". Me pide dinero. Me ha… Me duele decirlo, pero se lo voy a confesar. Esta mañana le ha escupido a mi tigrillo…
Alcé las cejas.
—A mi alegre amiguito…
No lo entendía.
—Quiero decir que me ha escupido en mi miembro levantado. No sé, a lo mejor en Rusia esto es normal. Pero a mí me ha dolido…
Me dirigí a Musia:
—Pero, vamos a ver, ¿qué ha pasado?
—Nada de particular. Necesitaba dinero para pagar la casa. Y él me responde que no hay. Siempre estás pidiendo dinero, me ha dicho. Y yo le he contestado que era un don nadie. Durante diez años he sido la mujer de un gran artista, del Sinatra ruso. Tú no le llegas ni a la suela de los zapatos. Eres, le he dicho, un maldito negro sifilítico. Y él en cambio me contesta: te quiero. Mira cómo te quiero. Y de pronto, comprendes, va y se quita los pantalones. Yo le he dicho que me importaba un bledo su tesoro. Y le he escupido en esa parte. Y él va y me dice: eres una perra. De modo que he agarrado el colgador de plástico y… luego viene la pelea…
—Y tenga en cuenta —aclaró Rafael— que no me he resistido. Sólo me he cubierto la cara. En cambio ella me ha acorralado en un rincón; hasta que me he visto obligado a darle un empujón…
Rafael producía la impresión de una persona sencilla y nada rencorosa. Y provocaba, si no lástima, sí cierta compasión. El hombre se sentó cohibido en el borde del sofá.