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Le dije a Marusia:

—Debéis hacer las paces.

Y añadí:

—Ofrécele una taza de café.

—Preferiría un vasito de ron.

—¡¿Y qué más?! —dijo Musia.

No obstante sacó de la nevera una botella plana.

Se formó un grupo bastante extraño. Una mujer con un ojo morado. Un latinoamericano al que la mujer había lisiado. Y yo, que me encontraba allí no se sabía muy bien por qué. Y en el centro una botella de ron empezada.

Marusia le decía a Rafaeclass="underline"

—Fíjate en Sergio. Es un gran escritor. Tiene, como es lógico, problemas; me refiero a que no tiene dinero… ¿En cambio tú qué eres? ¡Un cero eres! Zero! ¡Si al menos te ganaras la vida como es debido!

En respuesta a sus palabras Rafael rezongaba sin ira:

Oh, fucking Russia! Crazy Russian woman!

Y yo le decía a Marusia:

—Rafa me cae bien. Déjalo en paz. Y además, algo de provecho le estás sacando. Mira cómo te has puesto a hablar el inglés.

Marusia replicaba:

—Para eso he aprendido esta maldita lengua, para soltarle la peor de las barbaridades…

Tomamos unos tragos. Marusia puso al fuego la tetera. Rafael no cabía en sí de gozo. Incluso cuando yo tropezaba con su pierna estirada.

Olvidadas todas sus heridas, el latinoamericano no ansiaba otra cosa que obtener el perdón. Miraba a Musia con ojos sumisos y encendidos. Y no paraba de alargar su mano hasta el vestido de Marusia.

Y cuál no sería mi sorpresa, cuando me enteré, realmente aturdido, de que Rafael era marxista. Hasta entonces había estado convencido de que el celo amoroso y la política eran incompatibles.

Pero Rafael exclamó:

—Tengo mucho respeto por los rusos. Son una gente maravillosa. Son como los polacos, pero hablan en yiddish. Los respeto porque han conquistado la justicia. Porque han expropiado el dinero a los millonarios y se lo han dado a los pobres. Ahora los millonarios se pasan el día trabajando, mientras que los pobres mandan y beben. Es lo justo. La revolución de Octubre la dirigió el famoso guerrillero Tolstói. El mismo que luego escribió Archipiélago Gulag…

—¡Por Dios! —dijo Marusia.

El latinoamericano seguía su discurso:

—En América no hay justicia. A los millonarios les tocan las estrellas de cine, mientras que a los pobres, las obreras de las fábricas. ¿Dónde está aquí la justicia? Todo debe ser de todos. Los coches, el dinero, las mujeres…

—¡Míralo, el soñador! —Logró meter baza Marusia.

—Ya me dirá qué hay de bueno en que uno tenga todos los millones y otro cuente hasta el último céntimo. Se debe repartir todo, es lo justo.

Lo interrumpí:

—Pues yo creo que es inútil. Unos nacen millonarios y otros pobres. Pongamos que lo repartimos todo por igual, ¿qué cambiaría? Al cabo de unos cinco años a los millonarios les volvería todo el dinero y a los pobres, por lo mismo, los problemas y las desgracias.

—Puede que tengas razón. Y más cuando la revolución tardará mucho en llegar a América. Aquí hay demasiados ricos y policías. Pero en el futuro me temo que no la podrán evitar. Entonces haremos que los médicos y los abogados trabajen todo el día. Y la gente sencilla que escuche jazz, fume marihuana y se dedique a las mujeres.

—¿Has visto qué elemento? —dijo Marusia—. ¡Vaya pájaro!

—Déjalo en paz —le dije—. En principio parece un buen tipo. Y razona en realidad a la altura de un Plejánov e incluso, digamos, de Chernyshevski[24]

Tomamos otro trago. Empecé a notar que a Rafa se le hacía pesada mi presencia. Aunque no paraba de agarrar de la mano a Marusia y le decía:

—Que Sergio se quede un rato. ¿Qué prisa tiene? Quedémonos tres minutos más. Sólo tres minutos.

Pero les dije que tenía que irme. Nos despedimos. Rafa irradiaba felicidad. Me dio un golpe amistoso en el estómago con su brazo de yeso.

Marusia salió tras de mí al rellano.

—Toma —me dijo—, por los cigarrillos.

—Bobadas —le contesté.

—¡Faltaría más! Si vivieras conmigo sería distinto.

Y en aquel instante de pronto la besé. Al momento se abrieron las puertas del ascensor.

—Chao —oí…

Iba para casa y no sé por qué me sentí desgraciado. Quise beber, pero hacerlo como es debido.

En cuanto vi a mi hija se me pasó todo.

EN LA CALLE Y EN CASA

En nuestro barrio los rumores vuelan. Si les interesan las noticias frescas quédense junto a una tienda rusa. El mejor lugar es la tienda Dnepr.

Es nuestro club. Nuestro fórum. Nuestra asamblea. Nuestra agencia de información.

Aquí pueden resolver cualquier género de duda. Discutir el último artículo de prensa. Conseguir los servicios de un guardaespaldas, un chófer o, digamos, un asesino a sueldo. Adquirir un automóvil por cien dólares. Comprar Valocardín de producción nacional. Trabar amistad con una dama alegre y sin remilgos.

Dicen que aquí se vende marihuana y armas. Se cambian divisas. Se conciertan tratos poco claros.

Aquí se sabe todo sobre la gente de nuestro barrio.

Se sabe que Ziama Pivovárov ha tenido un nieto al que le han dado el nombre de Benji. Que el defensor de los derechos humanos Karaváyev ha escrito un artículo en defensa de la hija de Brézhnev[25], Galina, víctima del totalitarismo. Que el propietario de El Libro Ruso, Fima Drúker, reedita el álbum Erotismo japonés. Que Baránov, Yeselevski y Pertsóvich se han comprado entre los tres un bar.

Todos sabían que el dueño de la tienda de fotografía, Yevséi Rubínchik, seguía sin haberle comprado a su mujer un abrigo de mouton. Que Grigori Lemkus había apareado a su perra Afrodita. Que el afortunado Lérner se había convertido en el visitante un millón de la galería de cuadros Rodos, por lo que le habían hecho entrega de trescientos dólares. Tampoco se ignoraba que hasta entonces Lérner nunca había puesto los pies en una galería de arte.

Se sabía, por cierto, que Zaretski había viajado en secreto a visitar a Solzhenitsyn. Que se le concedió una entrevista y que la conversación se prolongó durante dos minutos. El estudioso se interesó por la opinión de Aleksandr Isáyevich[26] sobre el sexo. A lo cual recibió por respuesta la afirmación de que "tamaños usos son veleidades de tierras extrañas y patrañas del maligno…".

En suma, aquí se sabe todo. Y sobre todo el mundo. Por fin, también corrieron voces sobre Marusia y Rafael. De este tenor, más o menos:

—A esa que vive en el edificio de la esquina la visita un hispano. Uno que además lo hace sin tapujos. ¡¿Cómo se puede tener tan poco respeto por uno mismo?!

Los hombres al tratar el tema se hacían guiños alegres. Las mujeres alzaban con gesto grave las cejas.

Los hombres decían:

—Esta pelirroja no pierde el tiempo.

Las mujeres se expresaban con más severidad.

—¡Si al menos tuviera una gota de vergüenza!

Las mujeres por regla general criticaban a Marusia. Los hombres por lo común se compadecían de ella.

Rafa, a decir de los hombres, era un gángster, incluso un terrorista. Las mujeres lo tomaban por un simple borracho.

Frida la bizca lo expresaba así:

—¡El típico gentil colgado de Zhmérinka[27]!

Nuestras mujeres tienen la siguiente filosofía:

"Si eres una mujer sola, con un crío y además sin un céntimo, que se te bajen los humos. Compórtate con más sencillez".

Creían que en la difícil situación en que se encontraba, Marusia debía adoptar el aspecto de una mujer cansada, digna de lástima y necesitada de ayuda. Y aún mejor: enferma y con los nervios deshechos. En tal caso nuestras mujeres se habrían compadecido de ella. Y, estoy seguro, la habrían ayudado.