Los años ochenta se dibujan como el período estelar de Dovlátov. Aparecen en ruso y en inglés —así como en otras lenguas— la mayoría de sus obras. Tras El libro invisible, se publicarán entre otras, El compromiso en 1981, la citada Zona y Los nuestros en 1983, El oficio en 1985, La maleta y La extranjera en 1986, Filial en 1990. Algunos de sus relatos aparecerán en el New Yorker, hecho que marcará la consagración definitiva de Dovlátov ante el lector norteamericano.
Hasta aquí algunos datos biográficos del autor, pálidas fechas y títulos de una vida, como hemos dicho, breve y agitada, de una existencia empapada de alcohol y de amor por la literatura. Una vida que, además, se erige en el material primero de su obra, en el escenario para el que el propio autor ha reescrito el guión. Y es que la obra de Dovlátov puede definirse como una tenaz búsqueda de las palabras que traduzcan su vida: palabras, frases, secuencias que el artista recoge y esculpe en una obra marcada por el testimonio propio. Autor y narrador, protagonistas y referentes reales se entrecruzan en la obra de Dovlátov.
La extranjera la escribe un escritor maduro que inicia una nueva etapa; en ella el autor fija su mirada en un nuevo mundo, en los emigrantes rusos de Nueva York, aunque, de hecho, como ocurre en el resto de su obra, lo que nos muestra es el fruto de su irónica —amarga y cálida— reflexión sobre su propia vida, sobre los "suyos". En este sentido, sin dejar de ser algo novedoso en la obra de Dovlátov, en La extranjera se consolida el modo de hacer del autor, se asienta un estilo.
Ya en su primera obra, Zona, construida en ciclos de relatos que giran en torno a un tema, Dovlátov desvela su manera de escribir, en la que domina un afán composicional. La idea central —ya sea el mundo "concentracionario", las peripecias del autor y narrador en Tallin, los pasos perplejos de una emigrante en Nueva York o la vida soviética vista a través de los objetos que el narrador se lleva consigo al abandonar el país—, esta idea se despliega en fragmentos/relatos que articulan el ciclo. Más aún: cada relato es el desarrollo de un motivo argumental o de una anécdota que a su vez se plasma en parágrafos cuidadosamente estructurados, y cada frase, cada réplica parecen ocupar su lugar y adquirir una tonalidad precisa. Esta fragmentariedad que horada el tiempo, el carácter composicional que reconstruye en el texto un mundo caleidoscópico, el esmero formal casi escultórico de las secuencias —a la vez naturales, fluidas y rayanas al rigor poético—, por un lado, nos remiten a la obra entendida como algo redondo, articulado por secuencias y variaciones melódicas que en su conjunto crean una composición musical superior, y por otro, si hablamos de autores, nos evoca a Faulkner o Hemingway, maestros reconocidos de Dovlátov en el modo de narrar, y a Bábel y Platónov, para no citar una vez más a Pushkin y Chéjov, los clásicos rusos que "modelan" la lengua y los géneros en un afán de extraerles nuevos sentidos y sonidos, de dar voces nuevas a sus impresiones e ideas.
Otro símil musical citado por los conocedores de Dovlátov es el del jazz. Los temas —o el tema de Dovlátov: la lógica del absurdo— se repiten sin parar. Y su obra se nos presenta como una sucesión de variaciones, como diversas aproximaciones y divertimentos sobre la eterna melodía, compacta e indescifrable, de la vida. Tal vez así se podría perfilar el arte de Dovlátov, "variaciones literarias sobre la vida" escritas e interpretadas por el autor.
La aproximación jazzística a la obra de Dovlátov puede extenderse a su modo de vida, que algunos comparan con la de su admirado Charlie Parker, aunque a Dovlátov, a modo de poderoso y aturdidor estupefaciente, le bastara el vodka. Pero en lo que se refiere al arte, esta imagen se extiende hasta a su modo de hacer. Los relatos de Dovlátov nacen primero en forma oral, en una tertulia, en la que el autor interviene como narrador oral. Son muchos los amigos que han asistido a los "partos" del escritor (y los que se han convertido en los héroes y víctimas por tanto de sus historias). Superada la fase oral, el escritor modela su relato en el papel, esculpe las expresiones y giros, elimina las excrecencias y excesos verbales, tensa los hilos de la trama narrativa… Y de todo este proceso surge un texto, una historia narrada en frases breves, precisas, lacerantes en su exactitud literaria, un relato en el que destacan el laconismo y la expresión lapidaria —en palabras de Brodsky—. La frase, en su pluma, se convierte en frase hecha, casi en sentencia que, engarzada en la narración, arranca de la vida uno de los cuadros que conforman el caleidoscopio de sus ciclos.
Joseph Brodsky, por cierto, en un artículo que no alcanzó a escribir hasta pasado un año de la muerte de su amigo —sobre Seriozha[1] Dovlátov ("El mundo es horroroso, y los hombres, tristes")— además de martillear en el texto su admiración por Dovlátov, nos ofrece tal vez la aproximación más precisa a su arte:
"…Seriozha era ante todo un magnífico estilista. Sus relatos se mantienen más que nada sobre el ritmo de la frase, sobre la cadencia de la voz del escritor. Están escritos como versos: el argumento tiene una valor secundario, es sólo el pretexto para narrar. Es más un canto que una narración. (…)
El escritor es un creador en el sentido de que crea un tipo de conciencia, de visión del mundo como antes no ha existido o no se ha descrito. Este refleja la realidad no como un espejo, sino como un objeto sobre el que la realidad se abalanza, y a Seriozha aún le quedaban ganas de sonreír. La imagen del hombre que surge de sus relatos no coincide con la tradición literaria rusa y, claro está, es muy autobiográfica. Se trata de un ser que ni justifica la realidad ni a sí mismo; es un hombre que intenta desprenderse de ella como de una nube de moscas, que quiere abandonar el lugar, o si no, poner en él cierto orden o descubrir entre la suciedad cierto sentido, la mano de la providencia…
Dovlátov es notable, en primer lugar, precisamente por renunciar a la tradición trágica de la literatura rusa (que es siempre la denominación de la inercia) y, en la misma medida, a su autocomplaciente patetismo. La tonalidad de su prosa es de una burlonería contenida, a pesar de lo desesperado de la existencia que el autor describe. Hablar de sus raíces literarias y demás es un sinsentido, pues el escritor es aquel árbol que se despega de su tierra nutricia. Diré sólo que uno de sus autores preferidos siempre fue Sherwood Anderson, cuya A Story-Teller’s Story Seriozha apreciaba más que nada en el mundo".
Hasta aquí la cita, en la que he querido subrayar en palabras de Brodsky la tradición estética de Dovlátov, su laconismo y el trabajo sobre el texto que lo identifica con la prosa tensa y labrada de Platónov, Bábel y la narrativa norteamericana.
Construida como el resto, La extranjera es de las últimas creaciones acabadas de Dovlátov. El autor tiene otros relatos y una novela posteriores —como Filial (1990), que narra la época en que trabajó para Radio Liberty, durante la cual tuvo oportunidad de conocer a las "fuerzas vivas" de la emigración—, pero La extranjera quizá sea la más significativa del último período.
Ambientada en el barrio neoyorquino donde viven los emigrantes rusos de la última ola —Brighton Beach; de hecho, la novela empieza con una serie de retratos de sus habitantes—, la obra narra la vida de una joven que un día, sin causa aparente, decide emigrar y se instala en EEUU. Después de lo dicho sobre el autor, no es difícil intuir que tras la mirada de Marusia, la heroína, está el narrador.