Sonó el timbre de abajo.
—Es Rafa.
Al cabo de un minuto apareció Rafaeclass="underline" educado, moreno y despidiendo olor a colonia. Expresó su deseo de tomarse un ron con pepsi-cola. Nos informó que en la calle hacía más calor que en el infierno.
Marusia se echó a reír:
—Este Rafa ha estado en todas partes…
Y acto seguido preguntó:
—¿Dónde está el niño? ¿En el patio?
—Ahora te lo cuento.
Marusia empezó a levantarse:
—¿Dónde está Liova?
—No te inquietes. Todo va bien.
Rafa se tomó otro vaso. Lo dejó sobre la mesa. Se cubrió con mi cuerpo y con voz fina pronunció:
—Me parece que lo he perdido.
—¡¿Qué?!
—Creo que se me ha caído del coche. Pero no te preocupes…
Pero ya estábamos bajando a toda prisa por la escalera.
Marusia, la primera. Yo detrás. Después mi mujer. Y mucho más atrás, Rafael, que aseguraba sobre la marcha:
—Íbamos por el Grand Central. Doblamos hacia el puente. Leo se pasó al asiento de atrás. Allí estaban los nuevos juguetes. Y luego oigo: ¡bang! Pensé que era una bomba de juguete.
—¡Te mataré! —gritaba Marusia sin reducir el paso. Corríamos hacia el cruce. Rafa fumaba sobre la marcha un cigarrillo. Mi mujer, que había salido en zapatillas, empezó a rezagarse. Yo intentaba convencer a Marusia de que actuara con sensatez. La gente nos cedía el paso.
El día era soleado y caluroso. Sobre el asfalto se alzaban los vapores de la gasolina. Desde el aeropuerto llegaba el estruendo de las turbinas. La calle Ciento ocho parecía una foto velada.
A la izquierda del viaducto descubrimos una muchedumbre que rodeaba a un policía. Marusia se lanzó entre gritos hacia el lugar. Un segundo más y ante sus ojos aparecería extendido sobre el descolorido asfalto el cuerpo.
La gente se apartó. Vimos a Liova cubierto de lágrimas con una granada de juguete en un puño. Tenía las rodillas llenas de rasguños. No descubrí más heridas.
—¿De modo que es su hijo? —dijo con cara de pocos amigos el policía.
Marusia abrazó a Liova y lo levantó.
Uno de entre el gentío dijo:
—Pues ha salido bien parado.
Otro añadió:
—A padres así habría que llevarles a juicio.
Llegaron más mirones:
—¿Qué ha pasado?
—Que se ha caído de un coche…
—Menos mal que no ha sido de un avión…
Nos dirigimos hacia casa. Rafael se mantenía a distancia. Luego de pronto dijo:
—Creo que esto hay que celebrarlo.
Dio un paso en dirección al restaurante Lotos.
Y sólo entonces Marusia lo agasajó con un sonoro, un ensordecedor bofetón. Sonó el ruido de como si mil admiradores, de pongamos Adriano Celentano, hubieran aplaudido al unísono.
Rafa ni siquiera se inmutó. Sólo levantó los brazos y dijo:
—Me rindo…
En julio Musia celebró su cumpleaños. Se reunieron en su casa unos doce invitados.
En primer lugar sus familiares, Fima y Lora. Después Zaretski, a modo de algo similar a un invitado de honor. Lérner, en el papel de maestro de ceremonias. Rubínchik, como representante del mundo de los negocios. El editor Drúker, cual encarnación de la cultura. Pivovárov, sin el que no puede haber ninguna celebración. Baránov, Yeselevski y Pertsóvich, en calidad de pueblo. Karaváyev, representando la disidencia local. Y finalmente Lemkus, que se presentó sin que lo invitaran, pero con sus hijos.
Zaretski le regaló a Marusia una rosa a punto de marchitarse. Lérner una docena de botellas de champán. El dueño de El Libro Ruso, Drúker, un tomo de cuentos licenciosos árabes. Karaváyev, una foto de Belotserkovski[30] con un autógrafo: "¡La tolerancia es nuestra arma más temible!". Rubínchik le regaló un cheque por una cantidad enigmática: treinta y ocho dólares y sesenta y cuatro cents. Los parientes, Lora y Fima, un ventilador. Pivovárov, un carro entero lleno de todo género de productos de la tienda. Baránov, Yeselevski y Pertsóvich, entre los tres, un nuevo televisor. Lemkus la agasajó con su buena disposición. Y mi mujer y yo salimos del compromiso con una banal cafetera.
Esperábamos a Rafa. Este se retrasaba. Marusia aclaró:
—Ha llamado. Primero de Manhattan. Luego de Long Island. Y hace media hora de Jackson Heights. Me ha dicho entre gritos que llegará pronto. A lo mejor ha ido a pedir dinero a sus hermanos. Según parece, me está buscando un regalo especial. Aunque todo esto no hacía falta. Lo importante es la voluntad…
Decidimos esperarlo. Aunque Arkasha Lérner no quitaba los ojos de la bebida. Lo cierto es que también los demás mostraban cierto nerviosismo. En particular, Rubínchik decía:
—De todos modos en invierno se come mejor. A decir verdad, tampoco en verano se come mal, pero peor…
En respuesta al comentario, Arkasha Lérner pronunció con aire sombrío:
—¡Supongo que no nos quedaremos esperando hasta el invierno!
Y tomó con cuidado una aceituna del plato.
—Bueno, entonces, a la mesa —decidió Marusia.
Los invitados se empezaron a sentar ruidosamente.
—Yo, cerca de usted, Maria Fiódorovna —dijo Zaretski.
—Pues yo cerca del salmón —replicó Lérner.
Sonó el timbre. Marusia salió al rellano. Al poco apareció Rafael. Tenía un aire orgulloso y triunfal. Llevaba un gran paquete marrón. En el envoltorio algo crujía, silbaba y arañaba. Y nos llegaban además unos pesados suspiros.
Rafael esperó a que todos se callaran y dejó caer el contenido del paquete sobre el sillón. De ahí se precipitó, batiendo entre chasquidos las alas, un gran papagayo verde.
—¡Por Dios! —dijo Musia— ¡¿Pero esto qué es?!
Rafa recorrió con una mirada triunfal el público:
—¡Se llama Lolo! ¡He pagado por él trescientos dólares! ¿Estás contenta?
—¡Qué horror! —dijo Musia.
—Para ser exactos, doscientos sesenta. Valía trescientos, pero lo he comprado por doscientos sesenta. Más el taxi…
Lolo era del tamaño de una gallina. Era verde, con una cresta pelirroja, patillas anaranjadas y un negro pico de halcón. Su perfil semítico expresaba una aire desolado. Inclinando ligeramente la cabeza se movía con andares patosos abriendo las alas.
Del sillón se trasladó a la estantería. De los estantes a una lámpara de pie. De ahí voló pesadamente sobre la lucerna y de la lucerna a la barra de la cortina. Seguidamente, boca abajo, descendió por la cortina de la ventana hasta aposentarse sobre el aparato de la televisión. Se quedó quieto, y sobre la superficie laqueada del aparato surgió un montoncito de aspecto convincente.
Tras regalarnos con semejante tesoro, Lolo lanzó un ufano grito y luego soltó con aire insatisfecho:
—Shit, shit, shit, shit, shit, fuck, fuck, fuck, fuck, fuck…
—En buenas manos ha estado, como se ve —dijo Musia.
—Ya me gustaría a mí dominar así el inglés —exclamó asombrado Drúker.
Entretanto el papagayo alcanzó la mesa. Se paseó por los entremeses. Se untó las patas en la mayonesa, agarró con fuerza por la cola una sardina y voló de nuevo a la lucerna.
Musia se dirigió a Rafaeclass="underline"
—¿Y la jaula?
—No me ha alcanzado el dinero —se excusó con cara de culpable Rafael.
—¡¿Pero no ves que va cagarse en todas partes?!
—No está excluido. Es más que probable —confirmó Zaretski.
—¡¿Qué vamos a hacer?!
Rafa no paraba de preguntarle a Marusia:
—¿No estás contenta?
—¿Yo? ¡Feliz es lo que estoy! ¡Es lo único que me faltaba!
En un esfuerzo colectivo metimos al papagayo en el armario.
A Lolo esto no le gustó. Juraba como un peón ruso reclamando la última copa. Arañaba la fina chapa de madera y la sacudía con su poderoso pico.
Luego se quedó callado y, al parecer, se durmió.
El armario era barato. Las ranuras dejaban pasar el aire.
—Mañana ya se nos ocurrirá algo —dijo Marusia.