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Y añadió:

—¡Y ahora, todos a la mesa!

Al cabo de un minuto sonaron las copas, las tazas, los vasos. Se brindaba por cualquier cosa. Lérner gritó con fuerza:

—¡Feliz cumpleaños!

Marusia de la emoción dijo:

—Igualmente…

Nos fuimos hacia la una de la noche. Íbamos y discutíamos los problemas de Marusia. Zaretski dijo:

—Ahí la tienen. Una tía, con perdón, sana, que no trabaja, que vive con algo parecido a un salvaje… No hace nada en todo el día. Se viste con pieles y ante. Bebe a vasos llenos. Y le importa todo un bledo… ¡En Afganistán, por cierto, corre la sangre; aquí, en cambio, corre a mares el champán! ¡En el Nepal los niños se mueren de hambre, en cambio aquí un asqueroso loro come sardinas! ¡Y díganme ahora, ¿dónde está la justicia?!

En este punto yo tuve la indelicadeza de echarme a reír.

—¡Es usted un cínico! —exclamó Zaretski.

Me vi obligado a decirle:

—¡Hay cosas que están por encima de la justicia!

—¡Vaya! —dijo Zaretski—. ¡Interesante! Dígame qué. Lo escucho con gusto. ¡Presten atención, señores! ¿A ver, qué hay por encima de la justicia?

—Pues lo que quiera —le respondí.

—¿No podría ser más concreto?

—Pues, más concreto, la compasión…

QUIERO VOLVER A CASA

Llegó el otoño. Nuestro barrio se despertaba a duras penas del largo y bochornoso verano. Se apagaron los acondicionadores de aire. Los gordos se cambiaron los repugnantes shorts por los decentes pantalones de tergal. Las mujeres, algo más tapadas, recobraron su habitual misterio. El pesado olor a humo y gasolina se disolvió en el aroma de la hojarasca podrida.

Yo me veía con Marusia bastante a menudo. A veces tomábamos algo en un bar. Marusia se quejaba.

—¡No te lo puedes ni imaginar! Rafa y Lolo son como gemelos. En lo que se refiere a responsabilidad: cero. Hasta su léxico es casi el mismo.

—¿Sigue sin trabajar?

—¿Lolo?

—¿Cómo Lolo? Me refiero a Rafa.

Musia se echó a reír.

—Debes confundirlo con otro. Antes me imagino trabajando a Lolo que a él. Aunque, la verdad, tampoco esto es muy probable.

A Marusia le trajeron un cóctel —ginebra con limonada—, a mí un doble de vodka.

Nos sentamos en una mesa. Le pregunté a Marusia:

—¿Entonces, de qué vivís?

—No lo sé… Trabajé un mes en una oficina. Contestando a las llamadas. El dueño, naturalmente, no me dejaba en paz. Al final le propuse: "Vamos a un motel. El capricho te costará cien dólares". Y él que me contesta: "Pensaba que era usted una mujer decente". Así que le dije: "Contigo una decente no lo hace ni por un millón".

La interrumpí.

—¡Marusia, ¿sabes lo que dices?! Tú no eres una prostituta. ¿Pero de qué me hablas?

—¿Y qué me aconsejas? ¿Lavar platos en un maldito restaurante? ¿Estudiar para programadora? ¿Vender peladillas en la Ciento ocho? ¡Antes me vuelvo a casa!

—¿Adonde? ¿A Moscú?

—¡Aunque sea a Moscú! ¿Qué tiene de particular? ¿No me irán a meter en chirona? Yo no tengo nada que ver con la política…

—¿Y la libertad?

—¡Me importa un bledo la libertad! Lo que quiero es vivir en paz… Y la verdad, ¿para qué quiero la libertad si tengo a mi padre?

—Te estás pasando.

—Una persona normal es libre incluso en Moscú.

—A muchos normales has visto tú.

—Afuera tampoco abundan.

—Lo que pasa es que te has olvidado de todo. Las groserías, las mentiras…

—En Moscú al menos te las sueltan en ruso.

—¡Pues eso es lo terrible!

—En una palabra, esto no es vida. Es tonto contar con Rafa. Él es así: hoy es capaz de andar de rodillas y mañana de pronto desaparece. Se pierde Dios sabe dónde una o dos semanas. Y luego vuelve a llamar. Un día se presenta, se quita los pantalones y ¿qué veo?: los calzoncillos llenos de pomada. ¡Te lo juro! Y lo grave es que hasta los celos son inútiles. No lo comprendería. En cuanto a la moral, Lolo comparado con él es el académico Sájarov. Al menos Lolo no se va de mujeres…

Le pregunté:

—¿Y Liova?

—Liova aún es joven para ir de mujeres.

—Te he preguntado cómo le va a Liova.

—Ah, ah…. Perfecto. Todo le va fantásticamente bien. Con Rafa le va perfecto. Hasta con el papagayo, si el pajarraco está de buen humor… Como quien dice, tres almas gemelas…

Saludé con la mano a un pintor conocido. Su mujer se quedó mirando a Marusia. Se la miró como si me hubiera descubierto en dudosa compañía. Ahora empezarán las habladurías. Aunque la verdad es que lo rumores corrían ya desde hacía tiempo.

Y sin embargo aquello me estropeó el humor. Pagué y nos fuimos…

Pasó una semana. En alguna parte oí que Musia había ido a la embajada soviética. Al parecer había pedido que le dejaran regresar a casa.

Al principio, claro está, no lo creí. Pero el rumor era cada vez más insistente. Y se adornaba de todo género de detalles. En concreto, Rubínchik decía:

—Del caso se ocupa Balíev, el tercer secretario de la embajada.

Llamé a Marusia. Y le pregunto:

—¿Qué es lo que pasa?

Y ella me contesta en un tono bastante extraño:

—Si quieres, nos vemos.

—¿Dónde?

—Donde quieras, menos junto a la tienda Dnepr.

Nos encontramos en la Austin Street, compramos una libra de cerezas. Nos sentamos en la hierba junto a la iglesia presbiteriana.

Musia me dice:

—Si te ven conmigo tendrás disgustos.

—¿Te refieres a que se enterará mi mujer?

—No me refiero a tu mujer, sino a la colonia, con perdón.

—Me importa un bledo… Dime ¿es cierto que has ido a la embajada?

—Sí. ¿Y qué?

—Eso mismo, ¿y qué?

—Pues nada. Me han dicho: "Maria Fiódorovna, debe usted ganarse el perdón".

—¿Y cómo ha acabado la historia?

—Pues de ninguna manera.

—¿Qué va a venir luego?

—No lo sé. Sólo sé que quiero volver a casa. Quiero que alguien me cuide. Quiero volver con mis padres… ¿Y aquí qué tengo? Un hispano, un papagayo y la maldita libertad… A lo mejor lo que me apetece es un chucho y no un papagayo…

—El chucho —comenté— también lo tienes.

Marusia se quedó callada, me dio la espalda. Se instaló un pesado silencio. Le dije:

—¿Te has enfadado?

—¿Por qué me he de enfadar? Si te hubiera encontrado quince años antes…

—Tampoco soy tan viejo.

—Tienes mujer, un crío… Todo está claro. Y así porque sí no quiero.

—Ni yo.

—Pues más aún a mi razón. ¡Y basta sobre este tema!

—Basta.

Nos comimos las cerezas. Tiramos los huesos a la hierba.

Para romper el silencio le pregunté:

—¿Quieres contarme la historia?

Y he aquí lo que oí.

En agosto Marusia tuvo una depresión. Las causas, como suele ocurrir, eran nimias. Es sabido que la gente sufre de verdad sólo por pequeños contratiempos.

Se juntó todo. A Liova le produjo una alergia el chocolate. Rafael no aparecía desde el jueves. Lolo destrozó la jaula de turno, hecha esta vez de un alambre de cobre grueso. La factura del teléfono estaba sin pagar.

Fue entonces cuando tuvo que aparecer aquel anuncio en los periódicos. Se invitaba a todos quienes lo desearan a ver la película soviética Daúria. Patrocinaba la función nuestra misión ante la ONU. La entrada era libre. Según rumores, habría champán y bocadillos.

Musia de pronto decidió ir. Dejaría a Liova con su prima.

La sala no era grande, se estaba fresco. La película no produjo gran impresión. Cuesta asombrar a un espectador americano con un film de tiros y persecuciones.