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Pero luego se agasajó a los presentes con vodka y bocadillos. El rumor referente al champán no se vio confirmado.

A Musia se le acercó un tipo bastante simpático de unos cuarenta años. Se presentó:

—Oleg Vadímovich Lóguinov.

Hablaron de cine. Luego, sobre la vida en general. Oleg Vadímovich se quejó de lo caro que era todo. Dijo que la calidad en América cuesta un ojo de la cara. "Hace poco —comentó— le he dado un ultimátum a mi jefe. O me pagaba más o me iba".

—¿Y cómo acabó la historia? —preguntó Musia.

—Llegamos a un acuerdo. Él no me subía el sueldo, y yo, a cambio, no dejaba el trabajo.

Musia se echó a reír. Oleg Vadímovich le pareció un tipo simpático. Incluso le preguntó:

—¿Por qué hay más gente malhumorada que alegre?

Lóguinov contestó:

—El mal humor es más fácil de simular.

Y luego de pronto dijo:

—¿Podría hacerle una pregunta algo privada?

—¿Es decir?

—Es decir, indiscreta… ¿Cómo es eso, estimada Maria Fiódorovna, que ha aparecido usted en Occidente?

—Por estúpida —contestó Marusia.

—Su papá es una figura de peso. Su madre un alto cargo. Usted tampoco se ganaba mal la vida. Sin contar con la pensión del hijo, que, me perdonará usted, pero eran cien rublos…

—La felicidad no está en el dinero.

—Estoy plenamente de acuerdo… Pero ¿en qué, pregunto? De la política estaba usted lejos. En lo material, no le faltaba nada. Vivía sin problemas… ¿Se le antojó ver a sus primos? Con sus recursos, hubiera podido invitarlos usted a nuestro país…

—No sé… Fui una estúpida…

—Vuelvo a estar plenamente de acuerdo. Pero, en cualquier caso, ¿cuáles son sus planes?

—¿En qué sentido?

—¿Cómo piensa vivir en adelante?

—De alguna manera.

Y en aquel momento Marusia reaccionó:

—No estoy criticando América. Me gusta vivir aquí.

—¡Y a quién no! —La apoyó el camarada Lóguinov—. ¡Es un gran país! Pero aquí nosotros, sean cuales sean nuestras convicciones, todos somos extranjeros.

Marusia asintió educada con la cabeza. Le gustó el generoso "nosotros" con el que Lóguinov metió en el mismo saco a los emigrantes y al diplomático.

—A lo mejor, les pido que me dejen volver. Voy y les digo: perdonen a esta cretina inconsciente…

Lóguinov se quedó pensativo, sonrió y dijo:

—El perdón, Maria Fiódorovna, hay que merecerlo…

Marusia se levantó y se sacudió la falda. Desde el bulevar Queens llegaba el rumor de los coches. Sobre los techos brillaba apagado un sol que se ponía. La sombra que proyectaba las torres de la iglesia presbiteriana se llenó de mosquitos.

También yo me levanté:

—Y bien, ¿cómo acabó la historia?

—Me han llamado.

—¿Quién?

—Dos tipos de la embajada soviética.

Le dije:

—Vamos, me lo cuentas por el camino. Tomamos un café en alguna parte.

Marusia se enfadó.

—¿Por qué no me invitas a un batido?

Nos metimos en un bar de la Setenta. La música retumbaba. Tuvimos que atravesar la calle e ir a un bar mejicano.

Le pregunté:

—¿Y luego qué pasó?

Musia se despidió de Lóguinov en el hall. Pensó que querría acompañarla. E incluso se preparó para un rechazo no muy enérgico. Pero Oleg Vadímovich le dijo:

—Si le parece, la llamo…

Tal vez tiene miedo de sus superiores, pensó Marusia. O no quiere hacerme una faena.

Marusia regresó a casa en metro. Se pasó una hora entera echándose en cara su inútil y estúpido arranque de sinceridad. Hasta la idea de regresar a su país entonces le pareció absurda. ¿Y si de pronto la encierran? ¿Y si la obligan a arrepentirse? A echar barro sobre América, cuando el país nada tenía que ver con el asunto…

Pasaron tres días. Marusia empezó a olvidarse de aquella estúpida conversación. Y más cuando apareció Rafa. Como siempre, contento y feliz. Le dijo que había estado en el Canadá, por un negocio, por nada más. Que hacía poco había creado y, por supuesto, encabezado una corporación dedicada a recoger silencio.

—¿Qué? —preguntó Musia.

—Silencio.

—Vaya —exclamó Musia—. Esto es algo nuevo.

Rafael gritaba:

—¡Millones! ¡Ganaré millones! ¡Ya lo verás!

—Muy a propósito. Justo acaban de llegar los recibos.

—Escúchame. Mira qué idea. En nuestra vida hay demasiado ruido. Y eso es malo para la salud. Influye en la psique. El ruido nos pone a todos nerviosos y de mal humor. Lo que la gente necesita es silencio. Así que nosotros lo vamos a recoger, conservar y vender…

—¿A peso? —preguntó Marusia.

—¿Por qué a peso? En casetes. Y de diferentes tipos. Por ejemplo, silencio número uno: Amanecer en las montañas. Y el silencio, digamos, número cinco será: Tras las delicias amorosas. Número nueve: El silencio de una excavadora rota. Número cuarenta: Silencio tras una catástrofe aérea. Etcétera.

—Habría que pagar el teléfono —dijo Musia. Pero Rafa, que no la llegó a oír, se fue a por cervezas.

Entonces la llamaron. Una voz baja pronunció:

—Le hablan de la embajada soviética…

Pausa.

Allo. ¿Quiere que nos veamos?

—¿Dónde?

—Donde quiera. En el lugar más concurrido. ¿Qué le parece el restaurante Shanghai en el cruce de la Lexington y la Cincuenta y cuatro? El miércoles. A las tres en punto.

—¿Cómo les reconoceré?

—De ninguna manera. Nosotros daremos con usted. Oleg Vadímovich ya nos ha informado. No se preocupe. Y por favor, no se retrase. Vendremos de Washington especialmente para verla, hágase cargo.

—Ahí estaré —dijo Marusia.

Y pensó: "Aquí a algunos caballeros les cuesta gastar un dólar en el metro. Y estos vienen volando especialmente desde Washington. Es una miseria, pero resulta agradable…".

A las tres en punto estaba en la Lexington. Dos individuos la esperaban junto al restaurante. Uno bastante joven y con chaqueta deportiva. Y el segundo, en corbata y unos diez años mayor. Este fue el primero en presentarse: Balíev. El joven dijo alargando la mano: Zhora.

El restaurante estaba lleno, aunque la hora de comer hacía rato que había pasado. Zumbaba el aire acondicionado. Una joven china los acompañó hasta una mesa junto a la ventana. Les entregó a cada uno una carta de menú con dragones grabados sobre unas cubiertas violetas. Zhora se sumergió en la lectura. Balíev dijo indiferente:

—Para mí lo de siempre.

Marusia se apresuró a declarar:

—Yo no voy a comer.

—Como quiera —reaccionó Balíev.

Zhora se soliviantó:

—¡Nos ofendes, muñeca! ¡Esto son ganas de provocar! ¡Y de crear, por tanto, un foco de tensión internacional! ¿A qué viene esto? Hemos venido a charlar en una atmósfera constructiva y favorable.

En este momento Balíev lanzó irritado:

—¡Quédese callado!

Marusia tuvo la repentina impresión de que aquello era teatro, un montaje escénico para dos personajes. Zhora era el tipo alegre, deslenguado y sincero. En cambio Balíev representaba al personaje opuesto: a un tipo osco, severo y poco hablador.

Y además entre ambos se percibía cierta coordinación, como en el circo.

Zhora decía:

—No te musties, muñeca. ¡Todo irá perfecto! ¡Los bajos fondos vendrán en nuestra ayuda! ¡Occidente está condenado!

Balíev fruncía el ceño disgustado:

—No sabría decirle qué se puede hacer, Maria Fiódorovna. Las decisiones en asuntos como este se toman, por supuesto, en Moscú. Aunque en gran medida, claro está, mucho depende de nuestras, digamos, recomendaciones…

La china les trajo un té. Y entre breves reverencias se alejó en silencio. Zhora le gritó a la espalda.