—Más garbo, niña. ¡Más firme ese paso y ojo!
Por fin Balíev meneó asintiendo la cabeza:
—A ver, cuente.
—¿Qué?
—Pues todo.
—¿Qué quiere que le cuente? En casa vivía bien, en cuanto a lo material y todo lo demás. Me marché por una bobada. Y quiero, como se dice, pagar mi error… Incluso al precio de perder la libertad…
Zhora se soliviantó de nuevo:
—¡Pero ¿qué dices, muñeca?! ¿A quién meten hoy en el trullo? Ahora para que te encierren se necesitan unos méritos especiales. Digamos espionaje o algo parecido…
En este momento Balíev precisó con aire severo:
—Hay excepciones.
—¡Para los delitos de sangre! Pero Maria Fiódorovna es sencillamente una inconsciente.
—De hecho —aceptó con desgana Balíev— así es. Y no obstante, el perdón hay que merecerlo. ¿Cómo? Esto es algo de lo que hablaremos en la embajada.
—¿He de ir a la embajada?
—Y cuanto antes mejor. La esperamos todos los lunes. De una a seis. Apunte la dirección.
—Y ahora —le dijo Zhora—, ¿puedo inmortalizarla? Como quien dice, un recuerdo.
Sacó del bolsillo una máquina. Balíev se acercó un poco a Marusia. Un camarero con una bandeja humeante se quedó inmóvil a unos pasos.
¿Para que querrán la fotografía?, pensaba Marusia. ¿Como prueba? ¿Como muestra de que la operación se ha llevado a cabo con éxito? ¿Para qué? ¿Vale la pena viajar a esa maldita embajada? Habrá que ir. Aunque sea por curiosidad…
Musia viajó en el Amtrack de la seis de la mañana. Tras la ventanilla corrían ríos, montañas, bosques: todo parecía dibujado. Un paisaje matutino en el marco de una ventana. No parece un paisaje natural, pensaba Marusia, sino el decorado de la civilización…
Al llegar, paseó una hora por Washington. No vio nada especial. Y si algo le saltó a la vista fue la cantidad de andamios de construcción.
El palacete de la embajada casi no se veía entre el verdor. Parecía como si la verja tan sólo sujetara las ramas. Los barrotes estaban pintados, eran gruesos y con pinchos.
Musia se detuvo ante las puertas cerradas, llamó al timbre.
Un vestíbulo, en la pared de enfrente el escudo y una cámara de televisión…
—¡Espere!
Un sillón, una mesa, revistas Ogoniok, retratos conocidos, cortinas de raso, una nevera…
No tuvo que esperar mucho. Aparecieron tres. Zhora, el propio Balíev y un tipo con gafas bastante repulsivo (tenía la cara como un botón de ropa interior, recordaba Marusia).
Luego, unos tres minutos de absurdas formalidades:
—¿Está cansada? ¿Cómo ha llegado? ¿Una pepsi-cola?
Después Balíev se dirigió a ella:
—Le presento a Kókorev, Gordéi Borísovich.
—KGB, así es como lo llamamos —añadió Zhora.
Kókorev lo interrumpió con un gesto bastante severo:
—Preste atención, se lo ruego. Vayamos a los hechos. Una tal Maria Tataróvich abandona su patria. Después de lo cual, María Tataróvich, mire usted por dónde, pide que la dejen regresar… Uno tiene la impresión de que para algunos la patria es como si fuera una magnitud cambiante. Hoy quiero y me marcho, en cambio mañana me lo pienso mejor y vuelvo. Como si estuviéramos en una tienda de comestibles o en el mercado. Y sin embargo, no se ofenda usted, entretanto se ha cometido una vil traición. Y por consiguiente, hay una culpa que expiar. De modo que, sólo después de expiarla, ciudadana Tataróvich, se decidirá si se la deja volver. O no se le concede el permiso… Pero incluso en caso favorable, la decisión demandará, no lo olvide usted, de una condescendencia ilimitada. Pues sepa usted que hasta el humanismo socialista tiene sus límites.
—Y tanto que los tiene —afirmó convencido Zhora.
Se produjo una pausa. Se oía el aire acondicionado. La nevera se ponía a vibrar a cada momento.
Marusia preguntó insegura:
—¿Y qué me aconseja usted entonces?
Kókorev tardó en responder, pero luego dijo:
—Pues escriba algo, María Fiódorovna.
—¿Qué?
—Un artículo, una nota, o algo similar.
—¿Yo? ¿Sobre qué?
—Pues sobre todo. Exponga con detalle tal como sucedió todo. Cómo vivía usted sin problemas ni contratiempos. Cómo calaron en su mente las conversaciones con Tsejnovítser. Y cómo luego dio usted este mal paso. Cómo ahora se arrepiente de su decisión… ¿Está claro? Comparta con los demás sus ideas…
—¿Y de dónde las saco?
—¿De dónde saca qué?
—Las ideas.
—Las ideas ya se las soplo yo —intervino Zhora.
—Las ideas no son problema —coincidió Kókorev.
Balíev inesperadamente observó:
—Unos tienen ideas, otros ideólogos…
—Bien —dijo Musia—. Supongamos que escribo todo eso. ¿Y después qué?
—Después lo publicaremos. Su caso servirá de lección para los demás.
—¿Quién lo publicará? —preguntó Marusia.
—Cualquier revista. ¡Con nuestras recomendaciones! Aunque sea la Literatúrnaya gazeta.
—O el New York Times —añadió Zhora.
—Pero si yo no sé escribir.
—Hágalo como pueda. Al fin y al cabo, no son versos. Aquí lo importante son los hechos. Y si hace falta, ya lo redactaremos.
—Mujer —espetó con cara de payaso Zhora—, no te hagas de rogar y acepta.
—Se lo pediré a Dovlátov —dijo Musia.
Kókorev preguntó:
—¿A quién?
—¡No me digan que no conocen a Dovlátov! Escribe como Turguénev. Mejor incluso.
—Si es como Turguénev, ya nos conformamos —dijo Balíev.
—Manos a la obra —animó a Marusia Kókorev.
—Lo probaré…
En el bar quedábamos nosotros, un borracho con un foxterrier y una muchacha negra ensimismada. O tal vez medio frita por las drogas.
Marusia de pronto dijo:
—Invítala a champán.
Le pregunté a la muchacha:
—¿Le apetece una copa de champán?
La chica me miró perpleja. Era evidente además que yo no estaba solo. Y acto seguido, con un movimiento decidido y grosero me dio la espalda.
Mi extraña proposición al parecer no le había gustado. Incluso comprobó si tenía en su sitio su bolso marrón.
—¿Qué le habrá picado? —preguntó Marusia.
—No estás en Leningrado —le contesté.
Salimos a la calle mojada, caminamos bajo la lluvia. Los automóviles pasaban a nuestro lado como si fueran submarinos.
Había refrescado. No logramos parar un taxi hasta la sinagoga. El viejo Checker estaba impregnado de olor a ropa mojada.
Le pregunté a Marusia:
—¿Así que de verdad has decidido regresar?
—Me marcharía ahora mismo, sin pensarlo. Pero ya. Sin toda esta cháchara estúpida.
—¿Y lo del artículo?
—Por supuesto, nada. Escribo a mi madre una vez al año, e incluso en una carta hago faltas. Si me echaras una mano…
—¿Y qué más? Lo único que me faltaba: otro cargo de conciencia. ¿Y si te encierran?
—Qué mas da —dijo Musia.
Y se acercó a mi lado. Yo le dije:
—Las manos quietas, haz el favor.
—Míralo, el fino.
—No me gusta hacer el amor en los taxis. Perdona, pero esto no es para mí.
—Y más cuando les capto en ruso —intervino el taxista.
—¡Dios mío! ¡Cuánta gente decente! —gritó Musia y se apartó.
Fue entonces cuando vi en las rodillas del chófer un periódico ruso. Mecánicamente leí los titulares: "Incendiado un petrolero libio…", "Encuentro entre Schultz y los líderes antisandinistas…", "En el campeonato del mundo de fútbol…", "Conciertos de Bronislav Razudálov…".
¡No puede ser! Vuelvo a leer: "Conciertos de Bronislav Razudálov. New York, Chicago, Filadelfia, Detroit. Acompañado por el conjunto…".
Me dirigí al chófer:
—¿Me deja un momento el diario?
Marusia me preguntó:
—¿Qué hay? ¿Otro atentado contra Reagan? ¿Han declarado la guerra a los bolcheviques?
—Toma —le dije—, lee…
—¡Por Dios! —La oí—. ¡Lo único que me faltaba!