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Marusia se dirigió a su hijo:

—Fíjate en este señor pensativo con todas esas flores. ¿Sabes quién es?

No hubo respuesta.

El niño dormía con la cabeza hundida en las carnes de Rafael Chicorillo González.

—Vamos a casa —dijo Marusia.

Razudálov llamó a la una de la noche desde el hotel. Primero repitió unas veinte veces: "Masha, Masha, Masha…". Y sólo después se puso a hablar con voz temblorosa y callada. No con la misma con la que cantaba desde la escena.

—Nos han avisado… Hay orden de mandar a casa a todos los que se nieguen a regresar…

Marusia se sorprendió:

—¿Es que te piensas quedar?

—¡Dios me libre! —exclamó asustado Razudálov—. ¡¿Yo, un miembro del Comité Central?! Bueno, ¿cómo te va?

—¿Cómo? Pues normal. Liova está bien…

En aquel instante se produjo una pequeña pausa. Y al cabo de un segundo, Razudálov dijo:

—¡Ah, Liova! Me acuerdo… El niño, el hijo… Claro que me acuerdo… El pelirrojo… ¿Cómo le va?

—Todo normal.

—¿Va a la escuela?

—Claro que va… A la guardería.

—Perfecto. ¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Cómo estás?

—Tirando.

—¿No te has casado?

—No.

—¿Los padres bien?

—Eso mejor lo sabrás tú.

—Ah, claro… Parece que sí… ¿Por qué no lo habrían de estar? Sobre todo tu padre… Hará un año y medio que no los veo…

—Pues yo más o menos otro tanto… ¿Y a ti cómo te va?

—¿A mí? Como siempre. Canto… Los premios me llueven… Me he conseguido una úlcera…

—¿Para qué?

—¿Cómo?

—Es una broma… ¿No te has casado?

—Ni hablar. Perdona, pero las cadenas del himeneo no son para mí. Y más cuando a todas lo único que les interesa es mi libreta de ahorros… Por cierto, ¿qué pasa con la pensión?

—Déjalo… A buenas horas… Dime mejor, ¿quieres que nos veamos?

De nuevo se produjo una pausa.

Rafa se despertó. Y se dirigió delicadamente al lavabo. Razudálov seguía callado. Luego pronunció con voz mustia:

—La verdad es que no tengo nada en contra… ¿Sabes? Aquí junto al hotel Roma hay un café. Se llama Maria’s…

—Esto significa "En casa de Maria", de Marusia.

—Qué fantástica coincidencia. Ven mañana hacia las once. Yo me sentaré junto a la ventana. Y vosotros pasáis por delante…

"¡Dios mío! —pensó Marusia—, con todos sus premios, todo un artista, miembro de todos los comités… y tiene miedo de ver a su hijo. ¡Esta sí que es buena!

—De acuerdo —aceptó Marusia—. Vendré.

—La esquina de la Treinta y cinco con la Séptima. A las once.

—Que sí. Oye…

—Di.

—Llevaré un lazo azul, para que me reconozcas.

—De acuerdo… ¿Qué? ¿No creerás que no te recuerdo?

—¿No se puede hacer una broma?

—Hazte la cuenta de que yo también he cambiado.

—¿En qué sentido?

—Tengo dientes postizos…

Mediodía en el centro de la ciudad. Una vociferante y abigarrada multitud. Remolinos junto a las puertas de los cafés y las tiendas. Estridentes bocinazos. Impenitentes gritos de los vendedores y anunciantes. Humo de las freidurías. Olor a azúcar quemado…

La esquina de la Treinta y cinco con la Séptima. Un toldo de tela. Las ventanas abiertas de par en par en la cafetería del pequeño hotel. Las servilletas de papel tiemblan ligeras al viento.

En una mesa se sienta un hombre de cincuenta años. Los pantalones escrupulosamente planchados. Una cigarrera con la imagen del Kremlin. Una camisa con ribetes de abalorios, comprada en Delancey. Unas largas y canosas patillas.

El hombre encarga un café. Aparta indeciso el menú. Hay que ahorrar divisas.

Los cigarrillos son soviéticos.

Se le acerca una muchacha de uniforme:

—Perdone, pero aquí no se puede fumar hierba. La policía está por todas partes.

—No la comprendo.

—Aquí no se puede fumar hierba. ¡"Hierba"! ¿Entiende?

El hombre anda flojo de inglés. No obstante comprende que se le prohíbe fumar. Y sin embargo alrededor todos fuman.

Sin pensarlo dos veces apaga el cigarrillo.

Un negro vestido con la aparatosidad de un gángster o de un bailarín de claqué le lanza un guiño amistoso. No te achantes, le parece decir. ¡La marihuana es el motor del mundo!

Razudálov sonríe y levanta la taza. Ahí la tienes, la unidad del proletariado mundial…

La aguja del reloj se acerca a las once. Tras los cristales de los almacenes Gymbel’s se ve a una mujer con un elegante vestido blanco. Junto a ella, un niño, con una mejilla hinchada: se adivina que tiene un caramelo en la boca. El niño no para de repetir:

—Va, mamá… Va, mamá, vámonos… Tengo sed… Va, mamá… Vámonos…

Marusia ve a Razudálov y piensa sin ira:

"¡Qué desgracia la mía! ¡¿A qué todo esto?! Pero si eres un fósil. Y por si fuera poco, inútil…".

Marusia y Liova pasan con andares decididos ante la ventana. Su futuro está ahí, tras la esquina, en el indiferente ir y venir de las calles neoyorquinas. Su pasado les ve caminar mientras paga a la camarera.

El pasado se ha detenido indeciso. Quiere alcanzarlos. Da un paso hacia la puerta. Pero no sigue.

Hay un tercero en este drama. Tras los pasos de Marusia, a escondidas, obstinado, avanza con cara de no haber dormido Rafael.

La llamada nocturna lo ha aturdido y llenado de alarma. Y ahora teme que el maldito ruso le robe a su amor.

Ha seguido a Marusia. Ha subido tras ella al metro, tapándose con un Times. Se ha escondido tras un camión. Y ahora la persigue con los pasos elásticos del vengador, del amo, del celoso.

Las gafas negras almacenan todo el fuego del mediodía de Manhattan. El sombrero se yergue más fírme que un tejado ardiente. Las mandíbulas de terracota brillan petrificadas como los parachoques de los automóviles.

Rafael pasa delante de las ventanas del café. Se encuentra con la mirada de Razudálov y piensa: "La revolución acabará para siempre con los médicos, con los abogados y con los famosos…".

Razudálov, a su vez, pronuncia con voz sorda: "¡Valiente cara de perro!". Añadiendo para sus adentros: "¡Las fauces del capitalismo!".

Musia y Liova pasan junto a las paradas de verduras. Han reducido la marcha junto a Stationery. Giran hacia la boca de metro.

Tras Musia, pegado como una pesadilla, se movía el desatado Rafael. El sombrero y las gafas lo convertían en un malvado del cine. Los codos abrían como planchas la ruidosa multitud. En él se fundían la frialdad de la navaja y el fuego del revólver.

Entretanto, Liova se había detenido junto a un quiosco con el rótulo de "Helados".

—No —decía Marusia—. Basta.

—¡Mamá!

—¡Basta, he dicho! Ya te has comido un helado esta la mañana.

Liova replicaba:

—Si hace rato que se ha derretido.

Marusia tiró del niño. Aquel se resistía disgustado.

De pronto sobre sus cabezas sonó una voz imperiosa y severa:

Stop! ¡Maria, calma! ¡Leo, sécate las lágrimas! ¡Yo pago!

Y Rafael (no podía ser otro, claro) con gesto indolente sacó del bolsillo un billete de cien dólares.

A los dos minutos, gritaba:

—¡Taxi! ¡Taxi!

A LA CAZA DEL PAPAGAYO