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Ha pasado cerca de un año. En Polonia han hecho pedazos Solidarnost. En África del Sur se han comido al diplomático sueco Ian Thornholm. En Filipinas alguien ha matado al líder de la oposición. Cerca de Melitópol se ha estrellado un TU-129. Al marido de Geraldine Ferraro lo han acusado de robo.

En nuestro barrio la vida transcurría en calma.

Fima y Lora estuvieron en Brasil. Dicen que no les gustó. El dueño de la tienda de fotos Yevséi Rubínchik, en lugar de renovar sus aparatos, se ha comprado un Airedale Terrier. Lemkus, mientras votaba en una reunión de baptistas, se dislocó un brazo. Natán Zaretski ha condenado airadamente en la prensa el clima local, los programas de televisión de Dan Ross y la administración del metro. Ziama Pivovárov ha instalado en su tienda una máquina de café. Arkadi Lérner se compró por tres dólares en un mercadillo un ventilador de hierro que resultó ser una obra maestra desaparecida de Chirico. Yefim G. Drúker ha cambiado el nombre de su editorial por el de El Libro Invisible. Karaváyev ha escrito un artículo en defensa del terrorista y atracador Buendía, porque le habían retirado el carnet de conducir. Baránov, Yeselevski y Pertsóvich han cambiado su bar por una barca de pesca.

Musia no llamaba desde octubre. Corrían rumores de que trabajaba en un local de dudosa reputación. Que actuaba, incluso, en películas pornográficas.

La llamé un par de veces, pero sin éxito. Tenía desconectado el teléfono por no pagar los recibos. ¡Qué raro!, pensaba yo. ¡¿Cómo pueden casar la pobreza y la pornografía?!

Se decía que Musia tenía cinco amantes, sin contar a Rafael. Que uno de ellos era coronel del KGB. Lo cual también suscitaba en mí serias dudas. Sin teléfono, me decía yo, es imposible semejante modo de vida.

Comentaban que Marusia se disponía a volver a Rusia. Más aún, que hacía tiempo que estaba en Moscú. Que ya la estaban interrogando en la Lubianka.

Lo curioso es que nuestras mujeres tampoco entonces estaban contentas. Decían: ¡valiente falta les hará esa! Como si dar con tus huesos en la Lubianka fuera un honor.

También corrían rumores sobre Rafael. Por ejemplo, que traficaba con heroína y marihuana. Que hacía años que lo buscaba la policía. Que Rafael era un pequeño ratero y al mismo tiempo un gran gángster. Que acabaría en la cárcel. Es decir, otra vez, en la Lubianka, aunque en la local. Digamos en Alcatraz. O como se llame…

A mí las cosas por entonces no me iban mal. Salió a la calle Zona en inglés. En Radio Liberty creció el número de mis programas semanales. Cambié mi desvencijado Chrysler por un más presentable Impala. Empecé a darle vueltas a la idea de comprarme una casa en el campo. Etc.

Me seguía preocupando la desgracia ajena, claro. Pero en menor medida que antes. Así suele ocurrir con los hombres.

Cada vez más a menudo repetía: "A mis años, una persona digna de serlo no se debe a la sociedad, sino a Dios y a su familia…".

Y en eso que llama Marusia (al parecer, por fin logró pagar el recibo del teléfono).

—¡Una catástrofe!

—¿Qué pasa?

—¡Todo está perdido! ¡No sobreviviré a esto!

—¿Qué ha pasado? ¿Rafa? ¿Liova? ¡Pero dime, ¿qué ha sucedido?!

Marusia se echó a llorar y yo me asusté de verdad.

—Musia —le digo— ¡Cálmate! ¿Qué pasa? Todo tiene arreglo…

Pero ella seguía sollozando, no podía hablar. Y eso que personas como Marusia lloran una vez en cien años. E incluso entonces fingen…

Por fin entre el llanto me llegó un grito de ilimitada desesperación:

—¡Lolo!

—¡Por Dios! ¿Qué le ha pasado?

Musia (con precisión y claridad, sobreponiéndose a la mudez en que la desgracia la había sumido), pronunció:

—¡Se ha es-ca-pa-do!

Como quedó claro, el maldito papagayo destrozó la jaula de turno. Tiró un jarrón con gladiolos. Esparció por todo el dormitorio los cosméticos de Musia. Se comió en la cocina las galletas de vainilla.

Finalmente irrumpió en el lavabo, donde descubrió una ventana abierta. Y si te he visto no me acuerdo.

¿Qué movía sus actos? ¿El sentimiento de culpa? ¿El amor a la libertad? ¿El ansia de aventuras? No se sabe…

Me puse a consolar a Marusia. Le dije:

—No te preocupes, volverá. Le entrará hambre y volverá. Volando.

Marusia se echó de nuevo a llorar.

—¡Por nada en el mundo! Lolo es terriblemente orgulloso. Hace poco le di con un periódico…

Y luego:

—Era el único hombre en Forest Hills… Lo quería más que a nadie…

Marusia lloraba, sollozaba.

Al parecer así son las cosas. La copa de la desgracia de Musia había rebosado. Y en aquella copa Lolo había sido, como se dice, la última gota.

Es algo del todo normal. Conozco estas situaciones por propia experiencia. En la vida sucede que todo se pone torcido: las deudas, el espesor de una resaca de varios días, el miedo y el horror. La inspiración está seca. Un manuscrito más que se pudre en una editorial. Críticas cretinas en las revistas. Las muelas necesitan una reparación a fondo. La hija se encuentra mal. La mujer te amenaza con el divorcio. El mejor amigo en la cárcel. En una palabra, un desastre.

Y de pronto, pongamos que se te atasca la cremallera de los pantalones. O se te irrita, por ejemplo, el pescuezo después del afeitado. ¡Y estás seriamente convencido que si no fuera por esa maldita cremallera! ¡Oh, de no ser por estas monstruosas manchas! La vida sería un paraíso… Bueno, dejémoslo…

Musia no para de gritar:

—¡Maldita sea Rusia, la emigración, América!

—¿De dónde me llamas?

—De casa.

—Ven.

—He de dar de comer a Liova. Rafa está al llegar… ¡¿Y qué les digo?! ¡Oh, Dios santo, ¿qué les voy a decir?!

Y arrancó de nuevo a sollozar.

El desarrollo de los acontecimientos siguió el siguiente curso. A las seis llegó Rafa. Preguntó:

—¿Qué sucede?

Musia logró pronunciar de forma casi inaudible:

—Lolo…

Y Rafa partió al instante, no sin antes dejar caer una sola palabra:

—¡Espera!

A las seis treinta estaba en Jamaica. Allí donde su hermano regentaba el servicio de taxi Zigzag Success. El joven encargado le dijo que su hermano no estaba. Que se había ido al dentista y que no volvería hasta el día siguiente por la mañana.

Rafael le dijo:

—Lástima.

Luego añadió:

—Levántate.

El joven encargado alzó sorprendido las cejas.

—Levántate —repitió con voz más alta.

Apartó al joven, se inclinó sobre el panel lleno de luces parpadeantes.

El micrófono en sus manos parecía una copa. Una copa además con algún brebaje diabólico y milagroso.

Lentamente, con voz clara y precisa Rafa pronunció:

—¡Atención! ¡Atención! ¡Atención!

Acto seguido se concedió una pausa y soltó:

—¡Hermanos!

Y al cabo de un segundo:

—¡Prestad atención! ¡Os habla Rafael José Belinda Chicorillo González!

En su voz resonaban unas notas interplanetarias, cósmicas:

—¡A todos! ¡A todos los que estén en la calle! A todos los que estén en la calle, con pasaje o sin él. Con el bolsillo lleno o sin blanca. Con el corazón dolorido o con una sonrisa de dicha en la cara… ¡Me dirijo a vosotros, amigos míos!

Su voz volaba más y más lejos sobre las colinas. Cual balas rompedoras surcaban el éter sus palabras:

—¡Ha desaparecido un papagayo verde! ¡Cazad al papagayo! Responde a los nombres de Stari Zhopa, Pos, Mudillo y Zasránets[35].

Rafael repetía con insistencia y sin descanso:

—¡Ha desaparecido un papagayo verde! ¡Cazad al papagayo!

Algo extraño estaba pasando en nuestro maravilloso barrio. Por las calles pasaban como centellas unas tres decenas de coches con las luces de alarma encendidas. Las sirenas aullaban sin parar.

Rafael inclinado sobre el tablero recogía la información:

Allo! Soy el treinta ocho, dos, once. Doblo para el Continental. Veo en una esquina un objeto volador no identificado de color verde… Perdone, jefe, ¡es el semáforo!