—¡Hola! Aquí Lou Ramírez. Voy por la Sesenta y cuatro hacia el Alexander’s. En el cuadrante "cero, uno" un veloz pájaro verde. Salgo en su persecución… lo alcanzo… ¡Caramba! ¡Es un Boeing de Al Italia!
—¡Eh, jefe! Freddy Alamo al habla, doce, cuarenta y seis. Voy por Yellowstone hacia la Jewel Avenue. Persigo a dos espléndidas filipinas. ¡Espero sus órdenes, jefe! ¿Qué? ¿Un papagayo? Entonces cambio el rumbo al oeste…
Al cabo de una hora todas las calles principales de Forest Hills estaban bajo el control más absoluto. Las informaciones llegaban sin parar:
—¡Jefe! ¡Es verde y ladra! ¡Me parece que es un salchicha pintado!
—¡Jefe! Lo he atrapado y lo he metido en el maletero. Es un gran loro que habla. Dice que es Morgulis…
—¡Jefe! ¿Qué le parece un pavo real? ¿Qué? ¿Que de dónde llamo? Del zoo del parque Meadow…
Los rumores corren rápido en nuestro barrio. Hacia las nueve salieron a la caza Baránov, Yeselevski y Pertsóvich. Tras ellos salió Yevséi Rubínchik en su Oldsmobile. Pivovárov en su furgoneta refrigerador. Lérner en su Volvo verde. Lemkus en la vieja Harley Davidson que le prestaba la comunidad baptista.
Karaváyev y Zaretski se presentaron como oteadores de a pie. El periodista Zaretski llevaba una enorme pancarta: "¡Cazad al papagayo y a Yefim Drúker!".
A la pregunta de qué tenía que ver Drúker con el asunto, contestaba:
—Debía haber editado mi trabajo El sexo en el totalitarismo. Hace tres años que intento pescarlo…
Lo curioso es que también Yefim G. Drúker patrullaba en una de las calles. Pero lejos de Karaváyev y Zaretski.
Todo Forest Hills era un bramido:
—¡Cazad al papagayo! ¡Cazad al papagayo! ¡Cazad al papagayo!
Entretanto Marusia dio de comer a Liova. Encendió el televisor. Michael Jackson, medio desnudo y más parecido a una señorita de buen ver, gritaba con voz atiplada:
¡Vuelo a través de las nubes!
¡Vuelo a través de los años…!
¡¿Qué puede haber mejor
que el mal tiempo?![36]
De la calle llegaban las voces de los muchachos latinoamericanos. Liova se encontraba ante el espejo con las gafas de sol de Marusia. En la cocina crepitaba la tostadora. Del baño llegaba olor a algas.
Marusia sacó de la nevera la botella de ron y pensó: "Me emborracho y no paro de llorar hasta el amanecer. Hasta que me quede dormida con las medias puestas…".
—Me emborracho —dijo en voz alta Marusia—. Esto no es vida… De pronto una voz persuasiva y severa lanzó:
—Zhit[37]!
Marusia miró alrededor. No había nadie.
Pero la misma voz aún más decidida y severa añadió:
—Fakt[38]!
Marusia se levantó de la mesa.
Otra vez sonó:
—Zhit!
Al cabo de dos segundos:
—Fakt!
Y finalmente le llegó en torrente:
—Shit, shit, shit, fuck, fuck, fuck, fuck… Shit, shit, shit, shit, fuck, fuck, fuck…
—¡Lolo! —exclamó Marusia lanzándose hacia la ventana.
Abrió la ventanilla.
El ave se encontraba en el ventanal. Verde, con su cresta pelirroja, las patillas anaranjadas y el pico de águila. El guerrero perfil semítico expresaba arrepentimiento y ternura. La cola estaba medio desplumada.
Sonó el timbre. Marusia corrió al teléfono. Rafa preguntó con aire de sospecha:
—¿No estás sola?
—No, no estoy sola —exclamó Marusia—. Vuelve a casa. ¡Pero pronto!
HAPPY END
A la casa de Musia Tataróvich llegaba una caravana de coches. Repicaban con dulce sonido las cerraduras de los grandes maleteros. De allí se extraían paquetes, cajones, cestas empaquetadas en papeles de colores y recogidas en lazos.
Baránov, Yeselevski y Pertsóvich, sin quitarse sus relucientes corbatas, se afanaban en grupo con unos martillos. Montaban en la ancha acera una blanca cama de matrimonio que había traído en varios pedazos.
Yevséi Rubínchik llevaba, tambaleándose, una jaula hecha de hierro colado. Estaba destinada para Lolo, aunque en ella podía caber Rafael.
Arkasha Lérner iba a casa de Marusia ligero de equipaje. Le traía un billete de lotería de Nueva York comprado por un dólar. El premio que se sorteaba aquel día era de algo más de cuatro millones.
El propietario de la tienda Dnepr no era hombre de fantasías. De nuevo le trajo a Marusia un carro entero de todo tipo de delicatessen. Pero en esta ocasión el propio carro estaba bañado en plata.
Drúker se limitó a regalarle los ciento ochenta tomos de la Biblioteca Mundial de Aventuras y Ciencia Ficción.
Grigori Lemkus sacó del maletero una funda cuadrada pulimentada. En el interior se encontraba un laúd de ciprés con incrustaciones. Lemkus al entregar el instrumento aclaró:
—¡Ennoblece el alma!
Se quedó con el cheque del recibo, pronunciando la enigmática frase:
—Tax deductible[39]…
El defensor de los derechos humanos Karaváyev sorprendió a todos. Se presentó en avanzado estado etílico y de un humor siniestro. Se propuso organizar en honor a Marusia una autoinmolación personal. Quiso quemarse allí mismo, junto al ascensor de Musia.
Lograron apagarlo tirándole encima una copa de brandy francés Luamelle. Como se comprobó, la chaqueta verde sintética de Karaváyev era incombustible.
Karaváyev poco a poco se calmó y preguntó educado:
—¿Y por dentro no me podrían apagar?
Se le dio un vaso más del mismo brandy.
El periodista Natán Zaretski llegó al corazón de todos los presentes. Le regaló a Marusia un obsequio de gran valor y rareza. Una nota conspirativa del disidente Shafarévich escrita de su puño y letra. Decía así: "Lo dudo". Y le seguía una gran firma: "Shafarévich. Veinticinco de abril de mil novecientos sesenta…".
Hacia las siete, llegó a la casa de Marusia una elegantísima limusina negra. De ella bajaron entre gritos catorce hispanos apellidados González. Se trataba de Teófilo González, Jorge González, Jessica González, Cris González, P. H. R. González, Lazarillo González, Mario González, Filomeno González, Nick González, Raúl González, etc. Entre ellos había incluso un Aaron González. Es algo inevitable.
Como se supo, la limusina era el regalo de la familia al novio. Para la novia se preparaba una serenata…
La mesa estaba puesta. Las botellas estaban dispuestas para el ataque. Las orquídeas, los gladiolos y los tulipanes perdían seductores sus pétalos en un plato de porcelana con un pavo sin cortar.
Rafael llevaba esmoquin. La novia iba con un vestido blanco con volantes.
Todos los invitados sonreían. Lolo no soltaba palabrotas. Y a Liova se le notaba constantemente un caramelo tras la mejilla.
Tocaba la música. Y todos esperaban a alguien. Y yo, para ser sinceros, adivino a quién. Al autor vivo.
Y entonces aparecimos mi mujer, mi hija y yo. Y Marusia de pronto se echó a llorar. Y largo rato se estuvo secando las lágrimas con los volantes…
Aquí enmudezco. Porque no me encuentro en condiciones de hablar sobre lo bueno. Porque sólo se nos ocurre descubrir en todas partes lo ridículo y lo humillante, lo estúpido y digno de lástima… Sólo blasfemar y jurar. Y esto está mal hecho.
En una palabra, callo.