En un lenguaje claro y lacónico, lejos de toda profunda oscuridad, Dovlátov primero retrata "nuestro" barrio, para, tras decirnos, como es su costumbre, que se ha alargado demasiado con la presentación, relatarnos la vida "soviética" de Marusia, biografía breve que incluye a sus padres, novios y maridos, hasta llegar al tercer capítulo —"Después del naufragio"—, a partir del cual recoge las peripecias, aventuras y desventuras de una rusa —madre de treinta y cuatro años con niño— en Nueva York.
El atractivo de la dama rusa permite al autor ofrecer nuevos perfiles de unos personajes arquetípicos, ya habituales en otros relatos de Dovlátov, y de paso retratar la vida rusa en Estados Unidos. Marusia, como se dice al empezar la narración, se decide por un tal Rafael González, un hermoso ejemplar de la especie humana, pero un ser completamente inútil, tanto para mantener una familia, como, siquiera por una vez, cumplir con su palabra. La inutilidad, la vida errante y misteriosa de González se ve compensada por su encanto, su arte de seducir, su enloquecido ingenio y su curiosa manera de ser tierno: en fin, la otra cara de un ruso.
Para concluir esta "sinopsis argumental" diremos que la protagonista, tras las dudas —a las que se refiere el autor y que constituyen el meollo de la novela—, tras decidir volver a la URSS y abandonar la idea, tras recuperar un loro que un día su novio le regaló, etc., Marusia se casa. De modo que incluso se nos ofrece un irónico —no podía ser de otro modo— happy end. Y es que incluso la trama aleatoria y casual sirve para un sólo propósito del autor: narrar su propia relación con el "nuevo mundo", la atracción que el ruso sentía en la URSS y sigue experimentando hoy en Rusia por la dorada América, el desencanto, la desoladora confirmación de que en todas partes cuecen habas o frijoles, que para el caso es lo mismo, recoger a partir del gran almacén de la vida las sensaciones —de desarraigo, de cómica sorpresa y del no menos sorprendente entusiasmo…— que experimenta un emigrado. Así pues, afinando un poco más el retrato aproximado de la obra, podríamos llamarla: "variaciones literarias sobre la emigración" escritas e interpretadas por el autor; obra para solista —Marusia Tataróvich— y coro —la tercera ola de la emigración rusa.
Y volvamos al principio. Más que en ningún escritor ruso actual, en Dovlátov lo importante, lo decisivo es el "cómo", más que el "qué". Y el lector, absorto en las peripecias de Marusia, asiste al placer narcótico de la lectura, paladea el encanto del embobado oyente ante un cuentacuentos…
He aquí pues una primera aproximación a Dovlátov, al autor de una obra breve y fulgurante con la que ha dado un paso más, y no el menor, la literatura rusa moderna; una primera mirada a un autor cuyo talento narrativo radica en su capacidad de crear mundos literarios "creíbles" que imperceptiblemente se hacen nuestros o que en cierto modo, como en los cuentos, se apropian de nosotros; escenarios directamente emparentados con la realidad, es cierto, mundos teñidos de un humor irónico y poco piadoso, pero mundos autónomos que nos ponen en contacto con un arte que hace intercambiable trama narrativa y la propia urdimbre de la vida, donde el cantar narrativo da sentido poético al texto y en el que la realidad del propio testigo y autor se trama en el paladeo oral y se borda en el compacto y melodioso texto literario…
Pues lo que el autor hacía emborronando hoja tras hoja con su Underwood, como escribe una amiga estonia de Dovlátov, era "cruda, irónica, despiadadamente, estrechar el abismo entre uno mismo y la literatura". Esto, se dirá, es lo que hace todo escritor digno de este nombre. Tal vez. Pero también quizá ayude a comprender al autor de esta pequeña obra, acercarnos a la mirada aparentemente cínica y mordaz de este hombre que boxeaba contra la depresión a golpes de máquina de escribir cada mañana a las cinco o que ahogaba su desesperanzada y perpleja mirada sobre el mundo con poderosas y demoledoras copas. Aunque, como decía o escribía en sus cartas en repetidas ocasiones Dovlátov, "el mayor disgusto de mi vida fue enterarme de la muerte de Anna Karénina". ■
A las mujeres rusas
que viven solas en Norteamérica,
con amor, tristeza y esperanza.
LA CALLE CIENTO OCHO
La siguiente historia sucedió en nuestro barrio. Marusia Tataróvich no pudo más y le dio el sí al latinoamericano Rafael. Estuvo dudándolo dos años, y por fin se decidió por él. Aunque, a decir verdad, no tenía mucho donde escoger.
Toda nuestra calle se desvivía por saber cómo se iban a desarrollar los acontecimientos. Porque nosotros tomamos en serio estas cosas.
Con "nosotros" me refiero a seis edificios de ladrillo en torno a un supermercado, habitados sobre todo por rusos, es decir por hasta hace dos días ciudadanos soviéticos, o, como escriben en los periódicos, por emigrantes de la tercera ola[2].
El barrio se extiende desde la vía del tren hasta la sinagoga. Algo más al norte está el lago Meadow; al sur, el bulevar Queens. Y en medio, nosotros.
La calle 108 es nuestra arteria principal.
Allí tenemos tiendas, jardines de infancia, casas de fotografía y peluquerías rusas. Una oficina rusa de turismo. Abogados, escritores, médicos y agentes inmobiliarios rusos. Gángsters, prostitutas y locos rusos. Hasta tenemos un músico ciego ruso.
A los lugareños se los tiene casi por extranjeros. Si oímos hablar en inglés nos ponemos en guardia. En tales casos reclamamos persuasivos:
—¡Hábleme en ruso!
De modo que algunos se han puesto a hablar en nuestra lengua. El chino de un bar me saluda:
—¡Buenos días, Solzhenitsyn!
(Que suena: "Solosenisa").
Los americanos[3] nos provocan un sentimiento complejo. No sabría decir qué hay más en él, si displicencia o veneración. Nos producen la misma lástima que despiertan los niños insensatos y despreocupados. Y sin embargo no paramos de repetir: "Un americano me ha dicho…".
Pronunciamos la frase con el tono de un argumento contundente, arrollador. Por ejemplo: "¡Un americano me ha dicho que la nicotina es perjudicial para la salud!".
Los americanos del barrio son por lo general judíos alemanes. La tercera emigración, salvo raras excepciones, es judía. De modo que es bastante fácil hallar un lenguaje común.
Los lugareños no paran de preguntarnos:
—¿Ha llegado de Rusia? ¡¿Hablará usted en yiddish?!
Aparte de los judíos, en nuestro barrio viven coreanos, hindúes y árabes. Los negros no abundan. Hay más latinoamericanos.
Para nosotros los negros son seres enigmáticos con transistor. No los conocemos. Aunque, por si acaso, los despreciamos y tememos.
Frida la bizca expresa así su desagrado:
—¡Que se vayan a su maldita África!
En cuanto a Frida, ella es de Shklov[4]. Pero prefiere vivir en Nueva York…
Si quieren conocer nuestro barrio, pónganse junto a la tienda de objetos de oficina. Está en el cruce de la Ciento ocho con la Sesenta y cuatro. Vengan cuanto más temprano mejor.