Allí verán a nuestros taxistas: a Liova Baránov, Pertsóvich y Yeselevski. Los tres son unos tipos fornidos, con cara de pocos amigos y aire decidido.
Liova Baránov pasa de los sesenta. Es un expintor "molotovista". Al principio de su carrera Liova pintaba exclusivamente a Mólotov[5]. Sus obras se exponían en innumerables administraciones, policlínicas y comités locales. Incluso en los muros de lo que antes fueron iglesias.
Baránov había estudiado la apariencia de aquel exministro con cara de trabajador cualificado hasta el menor detalle. Apostaba a que podía pintar un Mólotov en diez segundos. Y hacerlo además con los ojos vendados.
Luego quitaron a Mólotov. Liova intentó pintar a Jruschov, pero todo fue inútil. Los rasgos de un campesino boyante resultaron superiores a sus fuerzas.
La misma historia le sucedió con Brézhnev. Las facciones de un cantante de ópera no se le daban a Baránov. Y Liova, desesperado, se convirtió en pintor "abstraccionista". Se puso a dibujar manchas, líneas y garabatos de colores. Además empezó a beber y a armar escándalos.
Los vecinos se quejaban de Liova al miliciano del barrio:
—Bebe, alborota y se dedica a no se sabe qué cinismo abstracto…
A resultas de todo aquello Liova emigró, se puso al volante y recobró la calma. Ahora en los ratos libres inmortaliza a Reagan montado a caballo.
Yeselevski había sido profesor de marxismo-leninismo en Kíev. Tras defender su tesis doctoral, se disponía a seguir su ascendente carrera.
Pero un día conoció a un científico búlgaro. Este lo invitó a una conferencia en Sofía. A Yeselevski no le concedieron el visado. Al parecer no querían mandar a un judío al extranjero.
Yeselevski por primera vez en su vida se sintió disgustado. Y declaró:
—¿Ah, sí? ¡Pues me marcho a América!
Y se marchó.
En Occidente se sintió definitivamente desilusionado del marxismo. Empezó a publicar artículos encendidos en la prensa de la emigración. Pero finalmente también lo defraudaron los periódicos de los emigrantes. Sólo le quedaba sentarse al volante…
En cuanto Pertsóvich, también había sido chófer, en Moscú. De modo que su vida ha cambiado poco. Aunque, lo cierto es que ahora gana bastante más. Además aquí el taxi es suyo…
Allí va el dueño del laboratorio fotográfico Yevséi Rubínchik. Hace nueve años que se ha comprado su establecimiento. Desde entonces está pagando deudas. El dinero que le queda lo gasta en adquirir nuevos aparatos.
Va para diez años que Yevséi se alimenta de macarrones. Diez años que lleva botas militares con suela de goma. Diez años que su mujer sueña con ir al cine. Diez años que Yevséi consuela a su mujer con la idea de que el negocio pasará a su hijo. Para entonces ya habrá pagado los plazos. Pero —le recuerdo yo— aparecerán nuevos aparatos…
Allá va corriendo tras el periódico de la mañana el editor Fima[6] Drúker. En Leningrado lo consideraban un conocido bibliófilo. Se pasaba días enteros en el mercadillo de libros de ocasión. Reunió seis mil libros raros e incluso únicos.
En América Fima decidió hacerse editor. Se moría de impaciencia por devolver a la literatura rusa las obras maestras olvidadas: los versos de Oléinikov y Jarms, la prosa de Dobychin, Aguéyev y Komarovski[7].
Drúker se puso a trabajar de basurero en un centro comercial. Su mujer se colocó de enfermera. En un año lograron ahorrar cuatro mil dólares.
Con el dinero Drúker alquiló un cómodo despacho. Encargó unos hojas de papel impreso con el anagrama de su empresa, unas plumas y tarjetas de visita. Contrató a una secretaria, que, por cierto, era nieta de Ehrenburg[8].
A su empresa le dio el nombre de El Libro Ruso.
Drúker trabó relaciones con destacados filólogos americanos: Roman Jacobson, John Malmsted, Edward Brown. Si Jacobson mencionaba una poesía poco conocida de Tsvetáyeva, Fima se apresuraba a añadir:
—Almanaque Mosty, año treinta, página doscientos sesenta y cuatro.
Los filólogos lo apreciaban por su erudición y falta de egoísmo…
Fima asistía a simposios y conferencias. Conversaba en los pasillos con Georges Nivat, Ottenberg y Rannit. Se carteaba con Vera Nabókova. Guardaba celosamente todos sus telegramas: "Protesto decididamente". "Estoy en total desacuerdo". "Las condiciones me parecen inaceptables". Y así sucesivamente.
Encargó un sello de goma en el se podía leer: "Yefim G. Drúker, editor", seguidamente aparecía una hoja con una pluma de ganso y la dirección. Allí se le acabó el dinero.
Drúker recurrió a Mijaíl Baryshnikov[9]. Baryshnikov le dio mil quinientos dólares y un buen consejo: que estudiara para masajista. Drúker hizo caso omiso del consejo y se marchó a la conferencia de Amherst. Allí conoció a Weidle y a Karlinski. Los abrumó con sus conocimientos. Recordó a los dos ancianos estudiosos muchas de las publicaciones de estos que ambos habían olvidado.
En el camino de vuelta visitó a Yuri Ivask. Se pasó una semana en casa del viejo poeta charlando sobre Vaguínov y Dobychin. En concreto, sobre quién de los dos era homosexual.
Y de nuevo se le acabó el dinero.
Entonces Fima vendió parte de su extraordinaria biblioteca. Con el dinero que obtuvo reeditó la obra de Feuchtwanger El judío Süss. Para una editorial llamada El Libro Ruso era una decisión extraña. Fima suponía que el tema judío atraería a nuestros emigrantes.
El libro apareció con una única errata. En la cubierta en letras gruesas se leía: "FEUCHTWAGNER".
El libro se vendía bastante mal. En casa no había libertad pero había lectores. Aquí libertad no faltaba, pero los lectores brillaban por su ausencia.
Para entonces la mujer de Drúker pidió el divorcio. Fima se trasladó al despacho.
El local estaba lleno de cajas con tomos de El judío Süss. Fima dormía sobre estas cajas. Regalaba El judío Süss a sus numerosos conocidos. A la nieta de Ehrenburg le pagaba el sueldo con libros. Hasta intentó cambiarlos en la tienda rusa por un salchichón.
Lo más asombroso es que todos, salvo su mujer, lo querían…
Allá coloca sus mercancías Ziama Pivovárov, el dueño de la tienda Dnepr.
En la URSS Ziama era abogado. En América desde el primer día se puso a trabajar de descargador en un mercado. Seguidamente pasó a chico para todo en una tienda de verduras. Al año la compró.
Desde entonces lo proveía de productos la conocida casa Demsha y Razin. En la tienda se vendía mantequilla de Vólogda, shproty[10] de Riga, té georgiano, salchichón de Ucrania. Podías comprarte un collar de ámbar o un samovar eléctrico, una matrioska de madera o un disco de Shaliapin.
Ziama trabajaba de sol a sol. Se trataba de uno de esos raros ejemplos en que el sueño se fundía con la realidad. Una asombrosa sintonía entre el quiero y el puedo. Un inalcanzable concierto entre esfuerzos y resultados…
Ziama se me antoja una persona absolutamente feliz. Los comestibles son su mundo. Su medio biológico.
Ziama es a una tienda de delicatessen, lo que Napoleón a Austerlitz. En su entorno Ziama se funde con sus manjares de modo tan orgánico como Mozart con el estreno de La flauta mágica.
En nuestro barrio son muchos quienes están en deuda con él.
Junto a la pescadería pasea con su chucho el ensayista Zaretski. Viste un traje de gimnasia con trabillas, se cubre la calva con una bolsa de celofán.
En la URSS Zaretski era famoso por sus populares monografías sobre los hombres de la cultura. Paralelamente en el samizdat[11] circulaban sus investigaciones anónimas. En particular, una voluminosa e inacabada obra: El sexo en el totalitarismo. En ella se decía que el noventa por ciento de las mujeres soviéticas eran frígidas.