Se volvió un hombre piadoso y triste. No paraba de susurrar con la mirada baja:
—Si Dios quiere, Fira preparará para comer ternera…
En nuestro barrio todos sin excepción lo consideraban un estafador…
Allá dobla la esquina el agente inmobiliario Arkasha[12] Lérner. Al parecer, le falta algo para el almuerzo. Alguna exótica especia.
Lérner empezó su carrera como director de escena en la televisión bielorrusa. Su mujer trabajaba en los estudios de televisión de locutora.
Los Lérner vivían en paz y felices. Tenían un buen apartamento, dos sueldos, su hijo Misha y un coche.
Arkadi Lérner era considerado un excelente profesional. Y ni siquiera su afición a los planos ralentizados logró malograr sus crónicas televisivas. En ellas cabalgaban gráciles los caballos de los koljoses, se abrían lentamente las flores y las gaviotas flotaban en el cielo. A Lérner le atraía la armonía como tal. Sus cortos se calificaban de impresionistas.
Pero alrededor hervía la vida, una vida llena de realismo socialista. Al otro lado de la pared el fontanero Berendéyev le daba una paliza a su mujer. Bajo las ventanas vociferaban los borrachos. El director de su estudio de televisión era un antisemita declarado.
Y los Lérner decidieron emigrar. Y más cuando entonces eran muchos los que se iban. Incluidos los amigos íntimos.
En América Lérner se pasó cerca de un año tumbado en el sofá. Su mujer trabajaba de vendedora en el Aleksander’s. El hijo iba a la escuela judía.
Lérner soñaba con encontrar trabajo en la televisión. Por lo demás Lérner no tenía nada del típico emigrante. No se hacía pasar por un exlaureado de algún Premio Estatal. No fantaseaba sobre sus méritos de disidente. No aseguraba que el arte occidental está sumido en una profunda crisis.
Los amigos le arreglaron un encuentro con un productor. Este quería filmar algo de los clásicos rusos. Y necesitaba un director de origen eslavo.
El encuentro se produjo en la terraza del restaurante Blow Up.
—¿Es usted director? —preguntó el americano.
—No lo creo —contestó Lérner.
—¿Cómo dice?
—Este último año me he degradado horriblemente.
—Pero dicen que ha sido director.
—Lo fui. O más exactamente, constaba como tal. Me dieron esta categoría en el sesenta y siete. Hasta entonces trabajé de ayudante.
—¿Ayudante de dirección?
—Sí. Es a quien mandan a por vodka.
—Pues dicen que fue usted un director de talento.
—¿De talento? La primera vez que lo oigo. Lo que filmaba no me satisfacía…
—¡OK! Pues yo me dedico a hacer películas de los clásicos.
—¡Todo esto me parece una mierda!
—¿Es un halago?
—Quise decir que me apetece algún tema original.
—¿Por ejemplo?
—Algo sobre la naturaleza…
Y aquí entre los contertulios se abrió un abismo. Abismo que crecía con cada minuto que pasaba. El yanqui decía:
—¡La naturaleza no vende!
Y Lérner replicaba:
—¡El arte no se vende!
En eso se separaron. Lérner se pasó otros tres meses sin dar golpe. A ello conviene añadir, no obstante, que sus asuntos financieros no iban mal.
Al parecer Lérner poseía un don extraño y específico, el del bienestar material. De hecho yo estoy convencido de que la miseria y la riqueza son cualidades congénitas. Como lo son, por ejemplo, el color del pelo o, pongamos, el oído musical. Unos nacen pobres y otros ricos. Y aquí el dinero no juega decididamente ningún papel.
Se puede tener dinero y ser pobre. Y, por lo mismo, ser un príncipe sin un céntimo.
Me he encontrado con potentados entre los prisioneros de los campos de régimen especial. Allí mismo he conocido a pordioseros entre el alto mando de la administración carcelaria…
Los pobres salen perdiendo en cualquier circunstancia. A los pobres los multan sin parar incluso porque su perro no ha hecho sus necesidades en el lugar indicado. Si a un pobre se le cae por casualidad una moneda, esta seguro que se le colará por la alcantarilla.
En cambio con los ricos pasa todo lo contrario. Encuentran dinero en las viejas americanas. Les toca la lotería. Heredan casas de unos parientes lejanos. Sus perros ganan premios en metálico en los concursos.
Según parecía, Lérner había nacido para ser un hombre sin duda afortunado. De modo que pronto le empezó a llover el dinero.
Primero lo mordió un Newfoundland cuyo dueño era un dentista local. A Lérner le pagaron una considerable indemnización. Luego localizó a Lérner un anciano que poco antes de la Primera Guerra Mundial le pidió prestados a su abuelo tres monedas de diez rublos. En setenta años aquellas tres monedas se convirtieron en varios miles de dólares. Al poco tiempo un conocido se dirigió a Lérner.
—Tengo algo de dinero. Toma, guárdamelo. Y por favor, no me preguntes nada.
Lérner se quedó con el dinero. Le daba pereza hacer preguntas.
A la semana al conocido le pegaron un tiro en Atlantic City.
De resultas de ello Lérner adquirió un piso. En un año el valor del piso se multiplicó por tres. Lérner lo vendió y compró otros tres. En una palabra, que ahora se dedica al negocio de bienes inmuebles.
Cada día se levanta menos del diván. Y tiene cada vez más dinero. Se lo gasta a puñados. Sobre todo en comida.
En los doce años que lleva en América se ha comprado un solo libro. El título del libro lo decía todo: Cómo gastarse trescientos dólares en un desayuno…
Después de desayunar Lérner se echa una siesta, no sin antes desconectar el teléfono. Hasta le da pereza fumar…
Tengo la impresión de que mi prólogo se está alargando demasiado. De modo que es hora ya de que volvamos con Marusia Tataróvich.
UNA CHICA DE BUENA FAMILIA
El padre de Marusia era el director de un complejo industrial. Se llamaba Fiódor Makárovich. La madre dirigía el taller de costura más importante de la ciudad y se llamaba Galina Timoféyevna.
Los padres de Marusia no eran unos carreristas. Al contrario, producían la impresión de ser unas personas sencillas, tímidas e incluso desvalidas.
A Fiódor Makárovich, por ejemplo, le daba vergüenza subir al tranvía y los camareros lo asustaban. Por eso viajaba en un coche oficial y recibía la comida de una tienda especial.
Por su parte, a Galina Timoféyevna le asustaban los gritos y no sabía cómo despedir a una mala mujer de la limpieza. Por eso a las mujeres de la limpieza las despedía el comité local, en cambio Galina Timoféyevna entregaba medallas a las trabajadoras stajanovistas.
Los padres de Marusia no estaban hechos para una carrera de éxitos. Les obligaron a ella lo que yo llamaría las circunstancias sociales.
Existen unos puntos que garantizan a cualquier persona un fulgurante ascenso en el escalafón. Para ello conviene poseer cuatro cualidades iniciales. Hay que ser ruso, miembro del partido, una persona capaz y sobria en cuanto a la bebida. Además hay que tener precisamente las cuatro cualidades juntas. La carencia de alguna de ellas convierte toda la combinación en algo completamente absurdo.
Un ruso, miembro del partido, capaz, pero borracho no sirve. Un ruso, miembro del partido y sobrio, pero cretino es una figura cada vez más en desuso. Uno que no sea del partido, aunque posea las otras tres extraordinarias cualidades, no infunde confianza. Y finalmente un comunista judío, por sobrio y capaz que sea hasta a mí me resulta irritante.
Los padres de Marusia poseían las cuatro cualidades necesarias. Eran rusos, no bebían, eran miembros del partido y aunque no demasiado capaces, al menos, sí disciplinados.