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—¡Prefiero el kvas!

Si alguien iniciaba una charla amistosa con él, Tsejnovítser alzaba las cejas para replicar:

—¡Prefiero escuchar el silencio!

Finalmente Marusia se hartó de Tsejnovítser y se enamoró de Dima Fiódorov.

El hijo del general Fiódorov estudiaba para cirujano. Era un muchacho con todos los problemas perfectamente resueltos, un joven alegre y guapo. Todo le iba bien. Y además ni siquiera se imaginaba que pudiera ser de otro modo.

Tenía un padre del cual podía sentirse orgulloso. Un apartamento en el centro, donde vivía con la abuela. Y también una casa de campo, una moto, la profesión que le gustaba, un perro y una escopeta de caza. Sólo le faltaba encontrar una muchacha joven, guapa y de buena familia.

En el quinto curso Dima empezó a pensar en el matrimonio. Y entonces conoció a Marusia. A las seis semanas ya bajaban por las escaleras de mármol del Palacio de matrimonios. Y al cabo de un día se marcharon a Crimea.

En otoño los padres les regalaron un piso de dos habitaciones. Así empezó Marusia su vida de casada.

Dima se pasaba el día en la Academia. Marusia se preparaba para defender su tesis: La estética del baile de ballet.

Por las noches miraban la televisión y charlaban. Los sábados iban al cine. Recibían visitas e iban a casa de sus amigos.

Marusia estaba convencida de amar a Dima. ¿Acaso no lo había elegido ella misma?

Dima era una persona atenta, inteligente y correcta. Odiaba el desorden. Cada mañana tomaba notas en una libreta. Tenía rúbricas tales como: reflexionar, hacer, llamar. A veces anotaba: "No saludar a Vitali Lutsenko". O: "En respuesta a la grosería de Aleshkóvich, no perder la calma y no contestar".

El sábado aparecía la anotación: "Masha". Eso quería decir: cine, teatro, cena en el restaurante y amor.

Dima decía:

—No es que sea un pedante. Sólo intento defenderme del caos…

Dima era una buena persona. Su mayor defecto era no tenerlos. Pues los defectos, como se sabe, atraen más que las cualidades. O, al menos, provocan sentimientos más intensos.

Al año Marusia comenzó a odiarlo. Aunque la intachable conducta de Dima le impedía expresar su odio.

De modo que vivían bien.

Aunque pocos saben lo malo que es cuando todo empieza bien. Eso quiere decir que una felicidad como aquella sólo puede acabar en desgracia.

Y así fue.

Primero se murió el padre de Dima, el general. Luego la madre alcohólica de Dima fue a parar al manicomio. Después, los herederos, tres hermanos y una hermana, se pelearon en el reparto de la herencia.

Los objetos más valiosos de la casa del general los confiscó la fiscalía. En concreto, el sable regalado por Stalin y la medalla yugoslava cubierta de rubíes.

En pocas palabras, al cabo de un mes Dima se convirtió en una persona corriente. En un ayudante decidido y laborioso de medianas dotes.

A veces Marusia le espetaba:

—¡Si al menos te emborracharas!

A lo que Dima le respondía:

—El alcoholismo es una locura voluntaria.

Marusia no se calmaba:

—¡Si al menos tuvieras celos de mí!

Dima formulaba con precisión su respuesta:

—Tener celos es vengarse en uno mismo por los errores de los demás…

La prueba más dura para un hombre afortunado es una desgracia repentina. Dima cada día se volvía más apático y distraído. En los restaurantes pedía croquetas y compota. Se ponía el traje extranjero en las ocasiones más especiales. Se sentía avergonzado por la ayuda económica de los padres de Marusia.

Fue entonces cuando Marusia empezó a engañarlo. Además sin importarle con quién y de forma ininterrumpida. Lo engañaba con los amigos, con los conocidos, los taxistas. Con los profesores del Instituto de Cultura. Con los pasajeros del tranvía. Hasta lo engañó con Tsejnovítser que apareció de pronto un día.

Al principio se justificaba y mentía. Se inventaba unas clases y seminarios inexistentes. Le contaba historias sobre una noche de insomnio con una amiga que pensaba en suicidarse. Sobre inesperados viajes a casa de unos familiares a Dergachevo.

Luego se hartó de mentir y de justificarse. Se cansó de inventar historias fantásticas. Ya no tenía fuerzas para ello.

De regreso a casa por la mañana, Marusia se decía: bueno, ya se arreglará. Ya se me ocurrirá algo en el taxi. Ya se me ocurrirá en el ascensor. Ya le diré algo de pronto.

Dima preguntaba sorprendido:

—¿Dónde has estado?

—¡¿Yo?! —exclamaba Marusia.

—¿Quién si no?

—¡¿Qué es eso de dónde?! ¡Me pregunta que dónde! Pues, digamos que en casa de unos amigos. ¿O es que no puedo ir a ver a unos amigos?

Si Dima seguía con sus preguntas, Marusia enseguida perdía la paciencia:

—¡Pues piensa que me he emborrachado! ¡Tómame por una pedida! ¡Hazte la cuenta de que estamos divorciados!

Como se sabe, no hay igualdad en el matrimonio. La ventaja siempre está de parte del que quiere menos. Si eso se puede considerar una ventaja.

Al llegar a los treinta Marusia comprendió que la vida estaba hecha de placeres. Y que todo lo demás se podía considerar cosas desagradables.

Eran placeres las flores, los restaurantes, el amor, los chismes importados y la música. Las cosas desagradables eran la falta de dinero, los reproches, las enfermedades y el sentimiento de culpa.

Marusia se entregaba a los placeres evitando sensatamente las cosas desagradables.

Le daba pena Dima. Tenía remordimientos de conciencia. Y le decía:

—¿Quieres que te presente a alguna chica?

Dima preguntaba asombrado:

—¿Con qué objeto?

Al poco tiempo Dima y Marusia se separaron. Marusia se fue a vivir a casa de sus padres. Los padres primero se disgustaron, pero se calmaron bastante pronto. Dima Fiódorov entonces ya no era gran cosa como marido. Marusia de nuevo era una hija casadera, una chica de buena familia.

Al cabo de un tiempo Marusia se enamoró del famoso director de orquesta Kazhdán. Seguidamente, del conocido pintor Sharafutdínov, al que protegía el mismísimo Gueidar Alíev[13]. Luego, del celebrado ilusionista Mabise, que serraba a las mujeres por la mitad. Todos eran mucho mayores que Marusia. Más aún, podían ser sus padres.

Con Kazhdán viajó por los países bálticos y el Ural. Con Sharafutdínov se pasó un año viviendo en Alupka. Y con el ilusionista Mabise se recorrió todo el Círculo Polar Ártico.

Finalmente, Kazhdán, tras intoxicarse con unas lampreas, murió. Sharafutdínov, amenazado por el partido, regresó con su enferma y fea esposa. Y Mabise, durante su estancia en Frankfurt, consiguió obtener asilo político.

En una palabra, todos abandonaron a Marusia. Entre ellos sólo Kazhdán salió de su vida de manera delicada. La conducta de los demás se había parecido más a una fuga.

Fue entonces cuando a Marusia le invadió una sensación de alarma. Todas sus amigas estaban casadas. La posición de estas se distinguía por su estabilidad. Tenían un hogar, una familia.

Evidentemente, no todas vivían bien. Algunas engañaban a sus maridos. Otras los cubrían de todo género de improperios. Muchas eran a su vez engañadas. Pero, a pesar de todo, estaban casadas. La sola presencia del marido las hacía aparecer como personas íntegras a los ojos de los demás.

Un marido era algo del todo imprescindible. Algo que se debía tener siquiera como objeto a odiar.

Por entonces Marusia había rebasado los treinta. Hacía tiempo que estaba en edad de tener hijos. Sabía que dos o tres años más y ya sería tarde.

Marusia se empezó a inquietar. Los hombres libres seguían como hasta entonces mostrándole su interés. Muchas mujeres, como antes, la envidiaban. Los restaurantes, los teatros, las tiendas especiales, todo estaba a su alcance. Pero el sentimiento de alarma no se apagaba. E incluso crecía de mes en mes.

Y entonces en el horizonte apareció el célebre cantante Bronislav Razudálov. Ahora su nombre ha caído en el olvido, pero en los sesenta era más popular que Hill, Kobzón o Dolinski.