Razudálov respondía a todas las exigencias de Marusia. Era guapo, con talento, popular y ganaba mucho dinero. Y lo más importante, llevaba una vida alegre, fácil y despreocupada.
A él también le gustó Marusia: era una mujer esbelta, alegre y frívola.
Y entre ambos se produjo algo parecido a un matrimonio civil.
Razudálov hacía frecuentes giras. A Marusia le gustaba acompañarlo.
Al principio simplemente se mantenía a su lado. Se pasaba las noches en sus conciertos. Y durante el día iba de tiendas.
Luego le surgieron algunas obligaciones. Marusia encargaba los carteles de anuncios. Organizaba las reseñas favorables en los periódicos locales. E incluso llevaba la contabilidad, lo cual no exigía demasiado profesionalismo, pues sólo tenía que sumar y multiplicar.
Hasta su aparición, Razudálov se presentaba a sí mismo. Le gustaba dialogar con el público, especialmente en provincias. Por ejemplo, antes de empezar la actuación, decía:
—Algunos cantantes tienen una buena voz. Otros, como se dice, cantan con el alma. Yo lo que se dice mucha voz no tengo…
Le seguía una breve pausa.
—… alma tampoco…
Entre risas y aplausos Razudálov remataba:
—¿Con qué canto, entonces? ¡Yo soy el primer sorprendido!
Poco a poco Marusia se fue haciendo cargo del papel de presentadora. Se encargó tres trajes de gala. Aprendió a moverse con gracia en escena. En su voz resonaron argentinas notas de adolescente.
Marusia irrumpía vertiginosamente en el escenario. Se quedaba inmóvil cegada por la luz de los focos. Recorría las primeras filas con una mirada radiante. Y finalmente exclamaba:
—¡Ante ustedes, el laureado del concurso de la URSS de cantantes de canción ligera: Bronislav Razudálov!
Acto seguido dejaba caer la cabeza abrumada por la grandeza del instante…
Los conciertos de Razudálov transcurrían con invariable éxito. Su repertorio era moderno y a la vez íntimo. En sus canciones dominaba una nota de sentimiento contenido. Todo eso sonaba aproximadamente así:
Tú me has dicho: no,
yo he oído: sí…
el rastro se perdió en el jardín.
Tú me has dicho: sí,
yo he oído: no…
Y así sucesivamente.
Razudálov era un hombre alegre. Se ganaba la vida con las emociones con las que los demás expresan sus sentimientos de ilimitada alegría y completo desenfreno. Razudálov cantaba y lanzaba al público diversos disparates. Por su trabajo le pagaban bien.
Pronto, no obstante, Marusia observó que el amor a la vida de Razudálov iba demasiado lejos. Empezó a sospechar que la engañaba. Y no sin fundamento.
Encontraba en sus bolsillos polveras y corchetes. Descubría en sus camisas huellas de pomada. Sacaba de su neceser de viaje medias sintéticas. Y finalmente, una vez se encontró en su camarín a la ventrílocua Kísina completamente desnuda. Aquel día le sacudió a su marido con el pupitre de notas. A los veinte minutos Razudálov apareció en escena con gafas oscuras. Su mano izquierda colgaba sin vida.
A los reproches de Marusia respondía con unas carcajadas algo idiotas. Parecía no entender del todo de qué se trataba. Y le decía:
—¡Maria, esto no es serio! Me creía que eras una mujer educada, un ser razonable y sin prejuicios…
Razudálov se mantuvo fiel a su amor por la vida, en cambio aprendió a mentir. De las constantes mentiras empezó a tartamudear. Tartamudeo que desaparecía en escena.
Mentía sin motivo alguno. Mentía incluso en los casos en que era absurdo hacerlo. A la pregunta de qué hora era respondía con evasivas.
Los amigos bromeaban:
—Razudálov quiere tirarse a todo lo que se mueve…
Ahora quien sufría de celos era Marusia. Esperaba a su marido por las noches. Lo amenazaba con el divorcio. Y lo principaclass="underline" no podía comprender por qué lo hacía. ¡Ella que lo quería tanto, tan altruista era su entrega!
El marido aparecía por la mañana hediendo a vino y perfumes:
—Se nos hizo tarde, ¿comprendes? Estuvimos bebiendo, hablando de arte…
—¿Dónde has estado?
—En casa de este… de Goloschiokin… Te manda saludos.
Marusia buscaba en la libreta el teléfono del ignoto Goloschiokin. Una sombría voz de mujer le contestaba:
—Iliá Zajárovich está en el hospital…
Marusia, con el rostro encendido, se acercaba a Razudálov:
—¿De modo que has estado con Goloschiokin? Conque habéis hablado de arte…
—Qué raro —se sorprendía Razudálov—, yo personalmente estuve con él…
Fue entonces cuando por primera vez Marusia empezó a reflexionar sobre su vida: ¿qué hacer en el futuro? Por un lado, los placeres engendraban sin falta un sentimiento de culpa. Y, por otro, la entrega desinteresada era premiada con la humillación. En suma: un círculo vicioso…
¿Dónde hallar la fuente de la felicidad? ¿Cómo evitar los desengaños? Todos estos pensamientos no la dejaban en paz.
Al año tuvo un niño.
Todo era como antes. Razudálov seguía con sus giras. Al volver a casa, enseguida desaparecía. Cuando Marusia lo acusaba de nuevas infidelidades, se justificaba:
—Debes comprender, como artista necesito un estímulo…
Marusia se trasladó de nuevo a casa de los padres. Para entonces Galina Timoféyevna ya estaba jubilada. Fiódor Makárovich seguía trabajando.
Inopinadamente aparecía Razudálov con flores y champán. Contaba sus éxitos artísticos. Se quejaba de la censura, que le había prohibido su mejor canción: Beber ansío el néctar de tus labios…
A Galina Timoféyevna la llamaba sin problemas "mamá". Sus bromas eran de un gusto bastante dudoso. Por ejemplo, le decía al padre de Marusia:
—A ver, Fedia, menos bromas conmigo. Porque, hablemos claro: ¿quién eres tú? Nadie. ¡En cambio yo soy el yerno del mismísimo Tataróvich!
Después de tomarse su coñac con champán y de dejar caer un fajo de billetes arrugados, Razudálov desaparecía. Le pesaba el yugo de la paternidad. Después de besar a su hijo, decía:
—Confío en que salga de ti un hombre de gran corazón…
A veces Marusia se sentía completamente desesperada. Amenazaba a Razudálov con el suicidio. Fue entonces cuando en su repertorio apareció la copla:
Si al río vas, al río
a ahogarte,
Ven conmigo, conmigo
a despedirte
Que al río he de acompañarte
y el lugar más hondo señalarte…
Y entonces, como en los cuentos, apareció Tsejnovítser. Le dio a Marusia a leer Archipiélago Gulag y le recomendó encarecidamente que emigrara. Le decía:
—Contraemos un matrimonio ficticio y emigramos en calidad de judíos.
—¿Adonde? —preguntaba Marusia.
—Yo, por ejemplo, a Israel. Tú, a América. O a Francia… Marusia suspiraba y le respondía:
—¿Para qué me hace falta Francia, si tengo a mi padre?
Y no obstante Musia[14] empezó a darle vueltas a la idea. Primero, estaba de moda. Casi todas las personas con dos dedos de frente tenían una invitación israelí[15].
Uno tras otro abandonaban el país conocidos hombres del mundo de la cultura. Se marchó el escultor Neizvestni para llevar a cabo en América su grandioso proyecto del "Árbol de la vida". Se marchó Savka Kramárov, poseído de pronto por un lacerante sentimiento religioso. Se marchó el genial Boria Sichkin intentando evitar la cárcel por sus conciertos izquierdosos. Se marchó el poeta disidente Kupershtok, que en una de sus poesías se declaraba orgulloso:
¡Hijo de Pushkin y de Blok
y del judío Kupershtok!
Se marchaban escritores, pintores, artistas, músicos. Y no sólo los judíos. Emigraban rusos, georgianos, moldavos, letones, pero tras demostrar la presencia de sangre judía en sus venas. En suma, el problema de la emigración era un tema ampliamente debatido en los ambientes cultos. Y Marusia empezó a darle vueltas aún más al tema.