Iain Banks
La fábrica de las avispas
Para Anne
1. LOS POSTES DE SACRIFICIO
Había estado haciendo la ronda por los Postes de Sacrificio el día en que nos dijeron que mi hermano se había escapado. Ya sabía yo que algo iba a ocurrir; la Fábrica me lo había dicho.
En el extremo norte de la isla, cerca de los abatidos restos del embarcadero en donde el viento del este sigue haciendo sonar el manubrio del herrumbroso cabrestante, tenía dos Postes en la ladera que da al mar de la última duna. Uno de los Postes sostenía una cabeza de rata con dos libélulas, el otro una gaviota y dos ratones. Cuando estaba volviendo a poner en su sitio una de las cabezas de ratón, los pájaros levantaron el vuelo en el aire del atardecer, graznando y chillando, y se pusieron a dar vueltas encima del camino entre las dunas, por donde quedan sus nidos. Me aseguré de que la cabeza quedara bien sujeta y a continuación trepé hasta la cima de la duna para observar con los prismáticos.
Diggs, el policía del pueblo, se acercaba en su bicicleta, pedaleando esforzadamente con la cabeza baja, pues las ruedas se le hundían en el terreno arenoso. Se bajó de la bicicleta en el puente, la dejó apoyada contra los cables de suspensión, y caminó hasta la mitad del puente colgante, donde está la cancela. Podía ver cómo apretaba el botón del timbre. Se quedó allí un rato, contemplando las calladas dunas y los pájaros que se iban posando. No me vio porque me había escondido muy bien. Entonces mi padre debió de oír el timbre en la casa, porque Diggs se agachó ligeramente para hablar por el interfono que hay junto al botón y a continuación empujó la puerta, cruzó el puente y llegó a la isla, encaminándose a la casa por el sendero. Cuando desapareció por detrás de las dunas me quedé sentado un rato rascándome la entrepierna mientras el viento jugaba con mis cabellos y los pájaros retornaban a sus nidos.
Me saqué el tirachinas del cinturón, escogí una bola de acero de un centímetro de diámetro, apunté con cuidado, y lancé la bola de cojinete en una trayectoria curva que pasó por encima del río y de los postes de teléfono y del pequeño puente suspendido hasta llegar a tierra firme. El tiro dio en el cartel de «No entrar. Propiedad privada» con un sonido sordo que llegué a oír. Sonreí de satistacción. Era un buen presagio. La Fábrica no había sido específica (raramente lo es), pero yo tenía la impresión de que cualquiera que fuera el aviso que quería transmitirme se trataba de algo importante, y también sospechaba que debía de ser algo malo, pero yo había sido suficientemente astuto como para darme por aludido y revisar mis Postes, y ahora sabía que seguía teniendo buena puntería; las cosas seguían de mi lado.
Decidí no volver directamente a la casa. A Padre no le gustaba que rondara por allí cuando lo visitaba Diggs y, además, todavía me quedaban un par de Postes por revisar antes de que se pusiera el sol. Salté y me deslicé por la ladera de la duna hasta su sombra, me di la vuelta y contemplé allí arriba aquellos pequeños cuerpos y cabezas que vigilaban cualquier aproximación por el norte de la isla. Se veían bien todos aquellos pellejos colgando en sus ramas retorcidas. Unas cintas negras atadas a las desnudas ramas ondeaban suavemente con la brisa, como saludándome. Me convencí de que no sería nada demasiado malo y que al día siguiente le pediría más información a la Fábrica. Con un poco de suerte mi padre me diría algo y, con más suerte todavía, hasta podría llegar a decirme la verdad.
Dejé el saco lleno de cabezas y de cuerpos en el Bunker cuando la luz desaparecía completamente y comenzaban a salir las estrellas. Por los pájaros supe que Diggs se había marchado hacía unos minutos, de modo que corrí por un atajo hasta la casa, donde las luces seguían encendidas como siempre. Me encontré a mi padre en la cocina.
—Diggs acaba de estar aquí. Supongo que lo sabes.
Puso la punta del enorme cigarro que había estado fumando bajo el grifo de agua fría, lo abrió un segundo, la punta chisporroteó y se apagó, y a continuación tiró a la basura la empapada colilla. Dejé mis cosas sobre la gran mesa y me senté, encogiéndome de hombros. Mi padre encendió la hornilla de la cocina sobre la que estaba el cazo de la sopa, levantó la tapa para echar un vistazo al mejunje que se estaba calentando, y se dio la vuelta para mirarme.
En la habitación, a la altura del hombro, flotaba una capa de humo azul grisáceo donde se apreciaba una oleada producida probablemente por mí cuando entré por las puertas batientes del porche trasero. La ola se iba elevando lentamente entre nosotros mientras mi padre me miraba fijamente. Yo parpadeé, bajé la vista y me puse a jugar con el mango del tirachinas negro. Se me pasó por la cabeza que mi padre podría estar preocupado, pero era tan bueno actuando que pensé que quizá era lo que quería que yo pensara, de modo que en el fondo no me quedé convencido.
—Supongo que será mejor que te lo diga —me dijo, y se volvió de nuevo para agarrar un cucharón de madera y remover la sopa. Esperé—. Se trata de Eric.
Entonces supe lo que había pasado. No hacía falta que siguiera hablando. Supongo que, por lo poco que había dicho, me podría haber dado por pensar que mi medio hermano estaba muerto, o enfermo, o que le había ocurrido algo a él, pero a esas alturas ya sabía que se trataba de algo que había hecho Eric, y solo había una cosa que él podía hacer para que mi padre pusiera esa cara de preocupación. Se había escapado. Pero no dije nada.
—Eric se ha escapado del hospital. Eso es lo que vino a decirme Diggs. Creen que podría dirigirse hacia aquí. Quita esas cosas de la mesa; ya te lo tengo dicho. —Probó un sorbo de la sopa, de espaldas a mí. Esperé a que empezara a darse la vuelta y retiré el tirachinas, los prismáticos y la paleta de la mesa. Mi padre continuó con el mismo tono monótono—: Bueno, no creo que llegue tan lejos. Seguramente lo agarrarán en uno o dos días. Pero creo que es mejor que lo sepas. Por si alguien se entera y dice algo. Saca un plato.
Me fui a la alacena, cogí un plato, y volví a sentarme con una pierna cruzada debajo de mi trasero. Mi padre volvió a remover la sopa, que ahora se podía empezar a oler en lugar del humo del cigarro. Podía sentir cierta excitación en mi estómago, como un acuciante cosquilleo. De manera que Erie volvía a casa; eso era algo bueno-malo. Sabía que lo conseguiría. No hacía falta ni consultárselo a la Fábrica; seguro que llegaría. Me preguntaba cuánto tardaría en llegar, y si Diggs tendría que ir ahora por todo el pueblo dando voces para avisar de que el muchacho loco que prendía fuego a los perros estaba suelto otra vez: ¡encierren a sus perros!
Mi padre me sirvió sopa en el plato. Yo soplé la sopa. Pensé en los Postes de Sacrificio. Eran mi sistema de alerta y de disuasión al mismo tiempo; cosas potentes, infectadas, que vigilaban desde la isla, resguardándola. Aquellos tótems eran mi disparo de aviso; cualquiera que pusiera un pie en la isla después de verlos sabría lo que le esperaba. Pero me parecía que para Erie, en lugar de ser como un puño cerrado y amenazador, significarían una mano abierta y hospitalaria.
—Ya veo que has vuelto a lavarte las manos —me dijo mi padre mientras yo tomaba a pequeños sorbos la sopa caliente. Estaba sarcástico. Sacó la botella de whisky del ropero y se sirvió un trago. El otro vaso, que supongo que sería el del policía, lo puso en el fregadero. Se sentó en el extremo de la mesa.
Mi padre es alto y delgado, aunque ligeramente encorvado. Tiene la cara suave, como la de una mujer, y los ojos oscuros. Ahora cojea, y lleva así desde que lo recuerdo. Tiene la pierna izquierda casi completamente rígida y, normalmente, se lleva un bastón cuando sale de casa. Algunos días, cuando hace mucha humedad, también tiene que usar el bastón dentro de casa y puedo oír los golpes en el suelo sin alfombrar de las habitaciones y pasillos de la casa; un ruido hueco, que se desplaza. Tan solo en la cocina no se oye; las losas lo silencian.