Eric se enfadó más que nadie. Se puso a llorar como una niña. Yo quería matar a Blyth allí mismo; en lo que a mí respecta no le serviría de nada el cobijo que logró de su padre, James, hermano de mi padre, especialmente por lo que le había hecho a Eric, mi hermano. Eric estaba inconsolable, desesperado de dolor por haber sido él quien había fabricado el instrumento que utilizó Blyth para destruir nuestras queridas mascotas. Siempre fue un poco sentimental, siempre fue el más sensible de los dos, el más brillante; hasta su desagradable experiencia todo el mundo estaba seguro de que llegaría lejos. Bueno, pues ese fue el origen de los Territorios de la Calavera, el área de la enorme duna parcialmente desenterrada que hay detrás de la casa y en donde acabaron muriendo nuestras mascotas. Los conejos quemados iniciaron aquello. El Viejo Saúl acabó allí antes que ellos, pero eso fue algo pasajero.
No le he contado a nadie, ni siquiera a Eric, lo que quise hacerle a Blyth. Teniendo en cuenta mi tierna edad, yo ya era muy sensato en mi niñez, a los cinco años, cuando la mayoría de los niños se pasan el día diciéndole a sus padres y amigos cuánto les odian y cómo les gustaría que estuvieran muertos. Yo me callaba la boca.
Cuando Blyth volvió el verano siguiente estaba más antipático que nunca pues había perdido una pierna por encima de la rodilla en un accidente de tráfico (el otro niño con quien estaba jugando en la calle a «policías y ladrones» acabó muerto). Blyth estaba amargado con su minusvalía; cuando le ocurrió tenía diez años y era un muchacho muy activo. Intentaba convencerse a sí mismo de que aquel aparato de color rosa que tenía que amarrarse no existía, que no tenía nada que ver con él. Le gustaba seguir montando en bicicleta, practicar la lucha libre y jugar al fútbol, generalmente de portero. En aquel entonces yo tenía seis años y, a pesar de que Blyth sabía que yo había sufrido un pequeño accidente cuando era mucho más pequeño, yo le parecía a él alguien mucho más ágil de lo que él era capaz. Encontraba muy divertido derribarme y ponerse a luchar conmigo, golpeándome en la cara y pateándome. Yo le seguía la corriente como si me apuntara a toda aquella payasada y durante toda una semana hice como si disfrutara tremendamente con aquello mientras iba pensando qué podría hacerle a mi primo.
Mi otro hermano, de padre y madre, Paul, aún vivía en aquella época. Se suponía que él, Eric y yo teníamos que mantener entretenido a mi primo. Hicimos lo que pudimos, llevándonos a Blyth a nuestros sitios favoritos, dejándole jugar con nuestros juguetes y participar en nuestros juegos. A veces Eric y yo teníamos que sujetarlo cuando se le ocurrían cosas como tirar al agua a Paul para ver si flotaba, o cuando quería derribar un árbol sobre las vías del tren que va a Porteneil, pero en general nos portamos sorprendentemente bien con él, a pesar de que me ponía furioso ver cómo Eric, que tenía su misma edad, le tenía miedo.
Así que un día muy caluroso y lleno de insectos en el que corría una brisa del mar, estábamos todos tendidos en la hierba en la zona llana que hay al sur de la casa. Paul y Blyth se habían quedado dormidos y Erie estaba echado de espaldas con la manos detrás de la cabeza, mirando fijamente el luminoso azul del cielo, medio amodorrado. Blyth se había quitado la hueca pierna de plástico y la había dejado en el suelo, enredada entre las correas y las largas hojas de hierba. Vi cómo Eric se iba quedando dormido, con la cabeza levemente inclinada a un lado y los ojos cerrados. Me levanté y salí a caminar hasta llegar al Bunker. El Bunker aún no había llegado a cobrar la importancia que tendría más adelante en mi vida, aunque ya por aquel entonces me gustaba mucho y me sentía como en casa en aquel lugar frío y oscuro. Era una construcción circular de cemento levantada poco antes de la última guerra para albergar un cañón que cubría la entrada del estuario, y sobresalía de entre la arena como una enorme muela gris. Entré y encontré la serpiente. Era una víbora. Tardé mucho en verla porque estuve muy ocupado metiendo un viejo poste de la valla por las rendijas del Bunker, como si fuera un cañón y estuviera disparando a barcos imaginarios. Una vez terminé con aquello me fui a una esquina para hacer un pis y fue entonces cuando miré a la otra esquina, donde había un montón de latas oxidadas, y vi allí las zigzagueantes rayas de la serpiente dormida.
Casi inmediatamente decidí lo que iba a hacer con ella. Salí silenciosamente y encontré un pedazo de madera de la longitud adecuada, volví al Bunker, agarré a la serpiente por el cuello con el pedazo de madera y la metí en la primera lata que encontré con tapa.
No creo que la serpiente se despertara completamente cuando la cogí, y tuve cuidado de no agitarla demasiado mientras volvía corriendo hasta donde estaban Blyth y mis hermanos tendidos en la hierba. Eric se había dado la vuelta, tenía una mano bajo la cabeza y con la otra se tapaba los ojos. Tenía la boca un poco abierta y su pecho se movía lentamente. Paul estaba tendido en el suelo, enroscado en una pequeña bola, bastante quieto, y Blyth estaba boca abajo, con la mejilla apoyada en sus manos y el muñón de su pierna izquierda hundido entre las flores y la hierba, saliendo de su pantalón como una monstruosa erección. Me acerqué, ocultando la lata oxidada en mi sombra. El tejado de la casa nos contemplaba desde lo alto, a unos quince metros, sin ventanas. Sábanas blancas ondeaban colgando en el patio trasero de la casa. El corazón me latía sin control y me pasé la lengua por los labios.
Me senté al lado de Blyth teniendo cuidado de no tapar su rostro con mi sombra. Me llevé la lata a la oreja y la mantuve quieta. No podía oír ni sentir el movimiento de la serpiente. Agarré la suave y rosada pierna ortopédica de Blyth, que estaba tirada a su lado, a su sombra. Acerqué la pierna a la lata y le quité la tapa, puse la pierna boca abajo sobre la lata y les di la vuelta al mismo tiempo. Agité la lata hasta que sentí que la serpiente cayó dentro de la pierna. Al principio no le gustó nada y empezó a moverse y a golpear contra las paredes de plástico y el borde de la lata, que yo sostenía apretada contra la pierna, sudando, escuchando el zumbido de los insectos y el rumor de la hierba, sin apartar la vista de Blyth, que seguía allí quieto y silencioso, con su cabello rizado movido de vez en cuando por la brisa. Me temblaban las manos y se me metía el sudor en los ojos.
La serpiente dejó de agitarse. Yo seguí sosteniendo la pierna en el aire, volviendo a mirar hacia la casa. Entonces fui inclinando la pierna y la lata hasta que la dejé en el suelo, en el mismo lugar en donde estaba, detrás de Blyth. Separé cuidadosamente la lata en el último momento. No pasó nada. La serpiente seguía metida en la pierna y ni siquiera podía verla. Me levanté y me fui caminando de espaldas hasta la duna más cercana, lancé la lata por encima de la duna, regresé a donde había estado sentado al principio, me tiré en el suelo y cerré los ojos.
Eric fue el primero en despertarse, después yo abrí los ojos como si estuviera soñoliento y ambos despertamos al pequeño Paul y a nuestro primo. Blyth me ahorró las molestias de sugerir que jugáramos un partido de fútbol porque él mismo fue quien lo sugirió. Eric, Paul y yo conseguimos unos postes para la portería mientras Blyth se ataba las correas de su pierna a toda prisa.
Nadie sospechó nada. Desde los primeros momentos, cuando mis hermanos y yo nos quedamos allí parados con cara de incredulidad mientras Blyth se ponía a chillar y a saltar agarrado a su pierna, hasta la despedida entre lágrimas de los padres de Blyth y las declaraciones que vino a tomar Diggs (llegó a aparecer una pequeña nota en el Inverness Courier que fue difundida por algunos corresponsales de la prensa de Londres), en ningún momento se le ocurrió a nadie sugerir que pudo tratarse de otra cosa que no fuera un accidente trágico y un poco macabro. Yo era el único que sabía la verdad.