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Aquel día fui al pueblo, me compré un modelo del Jaguar en un kit de modelismo, lo construí aquella misma tarde y, siguiendo un ceremonial, procedí a volarlo en mil pedazos en el techo del Bunker con una pequeña bomba de tubo. Dos semanas después se estrelló un Jaguar en el mar a la altura de Nairn, aunque el piloto pudo salir expulsado a tiempo. Me gusta pensar que ya en aquel tiempo funcionaba el Poder, pero sospecho que solo fue una coincidencia; los aviones de combate a reacción se estrellan con tanta frecuencia que no era nada sorprendente que mi destrucción simbólica y su destrucción real ocurrieran con quince días de diferencia.

Me senté en el montículo de tierra que da a la Ensenada Enlodada y me comí una manzana. Me recliné sobre un árbol que, cuando joven, había sido el Asesino. Ahora había crecido y era un poco más alto que yo, pero cuando yo era un niño y teníamos la misma altura me sirvió de catapulta fija para defender cualquier acercamiento por el sur de la isla. Entonces, como ahora, el árbol se encontraba frente a la ancha ensenada y al lodo de color acerado por donde sobresalían los restos carcomidos de un viejo barco de pesca.

Tras la Historia del Viejo Saúl decidí emplear la catapulta para otras cosas y se convirtió en el Asesino; flagelo de hámsters, ratones y jerbos.

Recuerdo que podía lanzar una piedra del tamaño de un puño por encima de la ensenada y llegar a unos veinte metros en tierra firme, y cuando por fin me acostumbré al ritmo, podía disparar cada dos segundos. Podía acertar en cualquier sitio dentro de un ángulo de sesenta grados según la dirección en la que tirara del arbolito y cuánto lo doblara hacia el suelo. Nunca utilicé un animalito para disparar cada dos segundos; tan solo caían unos cuantos a la semana. Durante seis meses fui el mejor cliente de la tienda de animales de Porteneil, pues iba cada sábado a comprar un par de bichos, y aproximadamente cada mes iba a comprar una lata de volantes de badmington de la tienda de juguetes. No creo que nadie atara cabos y relacionara ambas cosas, excepto yo.

Lo que hacía tenía un fin concreto; como prácticamente casi todo lo que hago. Estaba buscando la calavera del Viejo Saul.

Lancé el corazón de la manzana a la ensenada; cayó en el lodo del último montículo con un satisfactorio sonido de chapoteo. Decidí que era hora de echarle un vistazo al Bunker y salí trotando del montículo, esquivando la duna más al sur hacia el viejo círculo de cemento. Me detuve para observar la playa. No parecía haber nada de interés, pero recordé la lección aprendida el día anterior, cuando me detuve a olisquear el aire y todo parecía en orden y, diez minutos más tarde, me encontraba luchando a brazo partido con un conejo kamikaze, así que descendí a paso ligero por la ladera de la duna hasta llegar a la hilera de desechos que arroja el mar.

Había una botella. Un enemigo de poca monta, y además vacía. Me acerqué a la orilla y lancé la botella al mar. Se quedó balanceándose cabeza arriba, a unos diez metros. La marea no había cubierto aún los guijarros, así que cogí unos cuantos y comencé a apedrear la botella. Estaba lo suficientemente cerca como para poder utilizar el método de lanzamiento rasante por debajo de la cintura y los guijarros que había escogido eran más o menos del mismo tamaño, así que mi puntería fue muy certera: cuatro tiros a distancia de salpicadura y un quinto que destrozó el cuello de la botella. Hay que admitir que era una pequeña victoria, porque la verdadera derrota de las botellas tuvo lugar hace ya mucho tiempo, al poco de aprender a tirar piedras, cuando por primera vez caí en la cuenta de que el mar era un enemigo. De vez en cuando seguía poniéndome a prueba, aunque yo no estaba dispuesto a tolerarle la menor intrusión en mi territorio.

La botella se hundió y volví a las dunas, subí a lo alto de la duna en donde se erguía el Bunker medio enterrado y eché una mirada alrededor con mis prismáticos. La costa aparecía despejada, aunque el tiempo no lo estaba. Bajé hasta el Bunker.

Hace años reparé la puerta metálica engrasando las herrumbrosas bisagras y enderezando las guías del pestillo. Saqué la llave del candado y abrí la puerta. En el interior me reencontré con el mismo olor a cera y a quemado. Cerré la puerta, la atranqué con una madera y me quedé quieto un rato, acostumbrando mis ojos a la penumbra y mi mente a la sensación de aquel lugar.

Al rato ya podía ver entre tinieblas con la luz que se filtraba a través de los sacos colgados tras las rendijas que conforman las únicas ventanas del Bunker. Me descolgué del hombro la bolsa y los prismáticos y los colgué en clavos hundidos en las desmoronadas paredes de cemento. Saqué la latita con cerillas y encendí las velas; se consumían con una luz amarillenta, y yo me arrodillé apretando los puños y pensando. Encontré el material de fabricación de velas en el armario que hay debajo de las escaleras hará unos cinco o seis años, y estuve experimentando con colores y consistencias durante meses antes de dar con la idea de utilizar la cera como una prisión para avispas. Entonces miré hacia arriba y vi la cabeza de una avispa asomando en lo alto de una vela que había en el altar. La vela recién encendida, de un rojo sangriento y gruesa como mi muñeca, contenía la inmóvil llama y la pequeña cabeza dentro de su caldera de cera, como piezas en un juego extraterrestre. Mientras miraba, la llama, que sobresalía un centímetro por detrás de la cabeza sumergida en cera, acabó liberando las antenas de aquel derretido y emergieron por un momento antes de prenderse y quemarse. La cabeza comenzó a humear al tiempo que la cera iba derritiéndose a su alrededor y, al poco, el humo se convirtió en llamas, y el cuerpo de la avispa, una segunda llama en aquel cráter, flameó y chisporroteó, incinerando al insecto desde la cabeza.

Encendí la vela que había dentro de la calavera del Viejo Saúl. Aquella esfera de hueso, hueca y amarillenta, fue la que mató a todas aquellas pequeñas criaturas que encontraron su muerte en el lodo del extremo más lejano de la ensenada. Observé la humeante llama en el interior de aquel recipiente en donde en otro tiempo estuvo el cerebro del perro y cerré los ojos. Vi de nuevo los Territorios del Conejo, y los cuerpos en llamas, saltando y corriendo. Volví ver a aquel que escapó de los Territorios y murió poco antes de llegar al arroyo. Vi el Destructor Negro y recordé su trágico final. Pensé en Eric, y me pregunté de qué estaría tratando de prevenirme la Fábrica.

Me vi a mí mismo, Frank L. Cauldhame, y me vi tal como debería haber sido; un hombre alto y delgado, fuerte y seguro de sí mismo, que iba abriéndose paso por el mundo con determinación y propósito. Abrí los ojos, tragué un nudo en la garganta y respiré hondo. Una fétida luz resplandecía por los agujeros de los ojos del Viejo Saúl. Las velas colocadas a ambos lados del altar oscilaban junto con la llama de la calavera por una corriente de aire.

Eché un vistazo al interior del Bunker. Las cabezas cortadas de gaviotas, conejos, cuervos, ratones, buhos, topos y lagartijas me miraban desde lo alto. Todas ellas colgaban de pedazos de cuerda negra suspendidas de cordeles tendidos de pared a pared, de una esquina a otra, y borrosas sombras iban apareciendo en las paredes detrás de ellas. Desde el pie de las paredes, sobre poyetes de madera o de piedra, o encima de botellas y latas que había desechado el mar, me observaba mi colección de calaveras. Los amarillentos huesos craneales de caballos, perros, pájaros, peces y carneros miraban de frente al Viejo Saúl, algunos con los picos o las mandíbulas abiertas, otros cerradas, con los dientes expuestos al aire como garras. A la derecha del altar de ladrillo, madera y cemento en donde estaban las velas y la calavera, se encontraban mis pequeños frascos de preciados fluidos; a la izquierda se erguía una alta estantería de cajoncitos de esos diseñados para guardar tornillos, arandelas, clavos y ganchos. En cada cajón, no mucho más grande que una caja de cerillas, había una avispa que había pasado por la Fábrica.