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Alargué el brazo para coger una gran lata que tenía a mi derecha, abrí la tapa haciendo palanca con la navaja y utilicé una cucharilla que había en el interior para poner un poco de la mezcla de color blanco que había dentro en un platillo metálico colocado delante de la calavera del viejo perro. Después saqué el cadáver de avispa más antiguo de su pequeño cajón y lo arrojé sobre el montoncito de gránulos blancos. Volví a cerrar la tapa de la lata, metí el pequeño cajón de plástico en su sitio y encendí la pequeña pira con una cerilla.

La mezcla de azúcar y herbicida chisporroteó y refulgió; la intensa luz me deslumbre y nubes de humo se elevaron rodeando mi cabeza mientras aguantaba la respiración y se me humedecían los ojos. En un segundo se apagó la llamarada convirtiendo la mezcla y la avispa en un negro montón de restos llagados y cicatrizados enfriándose tras un intenso resplandor amarillo. Entorné los ojos para inspeccionar los restos, pero tan solo quedaba en mis ojos la última imagen, difuminándose como el brillo del platillo de metal. Después de danzar en mis retinas un tiempo, desapareció. Había esperado encontrar el rostro de Eric, o cualquier otra pista que me indicara lo que iba a pasar, pero no encontré nada.

Me recliné hacia delante, apagué de un soplo las velas de las avispas, primero las de la derecha y después las de la izquierda, y a continuación soplé por el agujero de un ojo y apagué la vela que había dentro de la calavera del perro. Seguía deslumbrado, pero llegué hasta la salida tanteando las paredes entre la oscuridad y el humo. Salí afuera y dejé que el humo y los gases escaparan al aire húmedo; espirales de color azul y gris surgieron a jirones de mi pelo y de mis ropas mientras permanecía allí quieto, respirando hondo. Cerré los ojos un momento y después volví al Bunker para arreglarlo un poco.

Cerré la puerta y eché el pestillo. Volví a casa a comer y me encontré a mi padre cortando maderos de la playa en el patio trasero.

—Un buen día —dijo, secándose el sudor de la frente. Era húmedo y no particularmente cálido, y él se había quitado la chaqueta.

—Hola —dije yo.

—¿Fue todo bien ayer?

—Todo bien.

—No volví hasta muy tarde.

—Ya estaba dormido.

—Ya pensé que te habrías dormido. Supongo que querrás comer algo. Si quieres, ya lo prepararé yo hoy.

—No, no te preocupes. Puedes seguir cortando leña ya que te has puesto. Ya preparo yo la comida. —Bajó el hacha y se restregó las manos contra los pantalones sin quitarme la vista—. ¿Todo tranquilo ayer?

—Oh, sí —asentí con la cabeza sin moverme de donde estaba.

—¿No pasó nada?

—Nada especial —le aseguré dejando mis cosas en el suelo y quitándome la chaqueta. Agarré el hacha—. De hecho todo estuvo demasiado tranquilo.

—Muy bien —dijo, aparentemente convencido, y se metió en la casa. Yo empecé a levantar el hacha para seguir partiendo leña.

Después de comer me fui al pueblo con Gravel, que es como llamo a mi bicicleta, y algún dinero. Le dije a mi padre que volvería antes de la cena. Cuando estaba a mitad de camino de Porteneil comenzó a llover, así que me detuve para ponerme el impermeable. Cayó un buen chaparrón pero conseguí llegar sin contratiempos. El pueblo se veía gris y vacío bajo la mortecina luz de la tarde; unos coches pasaban como una exhalación por la carretera que va al norte, algunos con las luces encendidas, haciendo que todo se tornara más tenebroso a su paso. Primero fui a la armería y ferretería a ver al viejo Mackenzie para comprarle otro de sus tirachinas americanos de caza y unos perdigones para la escopeta de aire comprimido.

—¿Y cómo estamos hoy jovencito?

—Muy bien, ¿y usted?

—Bah, voy tirando. Ya ves —me dijo moviendo lentamente su cabeza canosa de un lado a otro, con sus amarillentos ojos y cabellos bastante macilentos bajo la luz eléctrica de la tienda. Siempre nos decimos las mismas cosas. A menudo me quedo en la tienda más tiempo del previsto porque huele muy bien.

—¿Y cómo le va a ese tío tuyo? No lo he visto desde… bueno, hace tiempo.

—Muy bien.

—Vaya, me alegro, me alegro —dijo el señor Mackenzie entornando los ojos con una leve expresión forzada y asintiendo lentamente con la cabeza. Yo también moví la cabeza de arriba abajo y miré mi reloj.

—Bueno, tengo que irme —le dije, y comencé a retroceder mientras metía mi nuevo tirachinas en la mochila que llevaba a la espalda y guardaba los perdigones envueltos en papel de estraza en los bolsillos de mi cazadora de combate.

—Oh, bueno. Si te tienes que ir, te tienes que ir —dijo Mackenzie mirando al mostrador y asintiendo, como si estuviera inspeccionando las moscas, las bobinas y los reclamos para patos que tenía expuestos. Tomó un paño que había junto a la caja registradora y comenzó a pasarlo lentamente por la superficie, levantando la vista una sola vez antes de que yo saliera para decirme—: Bueno, adiós.

—Sí, adiós.

En el Café Firthview sito en un enclave en donde debió de tener lugar un terrible y localizado hundimiento de tierras desde que le pusieron ese nombre que anuncia vistas al estuario, pues para poder ver el agua debería tener al menos un piso más de altura— me tomé una taza de café y jugué una partida de Invasores del Espacio. Tenían una máquina nueva, pero después de jugar más o menos una libra ya lo dominaba y gané una nave espacial extra. Enseguida me aburrí y me senté con mi café.

Revise los carteles que colgaban de las paredes del café para ver si había alguna actividad interesante programada en los alrededores, pero aparte del Cine Club no había mucho más. Entre las películas anunciadas estaba El tambor de hojalata, pero ese era un libro que me regaló mi padre hacía tiempo, uno de los pocos regalos de verdad que me había hecho jamás, y por eso evité por todos los medios leerlo, al igual que hice con Myra Breckímidge, otro de sus ocasionales regalos. Por regla general mi padre me da el dinero que le pido y me deja que me compre lo que quiera. No creo que le interese mucho lo que yo haga: pero por otra parte tampoco me niega nada. Por lo que a mí respecta, tenemos una especie de acuerdo tácito por el cual yo me callo la boca en lo que se refiere a mi inexistencia oficial a cambio de poder hacer más o menos lo que me venga en gana en la isla y de poder comprarme más o menos lo que quiera en el pueblo. El único motivo de discusión que tuvimos recientemente fue debido a la moto que él prometió comprarme cuando fuera un poco mayor. Yo le sugerí que no sería mala idea comprármela a mitad del verano, porque así podría practicar antes de que llegara el mal tiempo, pero él pensaba que en esa época habría demasiados turistas por el pueblo y por las carreteras. Me da la impresión de que es una excusa para seguir aplazándolo; debe de tener miedo de que gane demasiada independencia, o a lo mejor teme simplemente que me mate como muchos otros jóvenes que se compran una moto. No sé; la verdad es que nunca he sabido si se compadece de mí. Ahora que pienso en ello, yo tampoco sé nunca hasta qué punto él me da pena.

Cuando me fui a la ciudad esperaba encontrarme con alguien conocido, pero la única gente que vi fue al viejo Mackenzie en la armería y ferretería y a la señora Stuart en el café, gorda y aburrida tras su mostrador de fórmica, leyendo una novelita romántica de la colección Mills & Boon. No es que yo conozca a mucha gente de todas formas; Jamie es mi único amigo de verdad, aunque por él he conocido a otra gente de mi edad a los que considero conocidos. El no haber ido a la escuela y el haber simulado que no pasé toda mi vida en la isla me ha supuesto no crecer con amigos de mi edad (excepto Eric, por supuesto, pero incluso él desaparecía largas temporadas), y en la época en que decidí aventurarme fuera de los límites de la isla y conocer a más gente, Eric se volvió loco y las cosas se pusieron un poco difíciles en el pueblo.