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Las madres les decían a sus hijos que, o se portaban bien o vendría Eric Cauldhame a llevárselos y les haría cosas horribles con gusanos y larvas. Supongo que era inevitable que la historia acabara deformándose gradualmente y que llegaran a decirles a los niños que Eric les prendería fuego a ellos mismos, no solo a sus perros; y como también supongo que era inevitable, muchos niños empezaron a pensar que yo era Eric, o que hacía lo mismo que él. O tal vez sus padres adivinaron algo sobre Blyth, Paul y Esmerelda. En cualquier caso, lo que empezó a pasar fue que los niños salían corriendo al verme, o me gritaban palabrotas desde lejos, así que traté de pasar desapercibido y restringí mis visitas al pueblo al mínimo indispensable. Hasta hoy día sigo recibiendo esas extrañas miradas de niños, jóvenes y adultos, y sé de algunas madres que les dicen a sus hijos que se porten bien o «vendrá Frank y te llevará», pero no me importa. Puedo soportarlo.

Me subí a la bicicleta y volví a casa haciendo un poco el loco, atravesando charcos por el camino y cogiendo el Salto —un trecho en el que hay una gran bajada empinada en una duna y después una breve subida en donde no es difícil despegar del suelo— a unos cuarenta kilómetros por hora, aterrizando con un enlodado ruido seco y a punto de estrellarme contra las retamas pero deseando volver a abrir la boca con aquella misma sensación. Al final llegué sin contratiempos. Le dije a mi padre que estaba bien y que volvería para la cena en una hora aproximadamente, y me fui directamente a mi cobertizo a limpiar mi bicicleta, Gravel. Cuando terminé, me puse a fabricar unas cuantas bombas nuevas para reponer las que había utilizado el día anterior, y algunas más de repuesto. Encendí la vieja estufa eléctrica dentro del cobertizo, no tanto para calentarme yo mismo sino para prevenir que la mezcla, de alto nivel higroscópico, absorbiera humedad adicional del aire.

Lo que a mí me gustaría sería no tener que molestarme en venir del pueblo cargado con bolsas de azúcar de kilo y latas de herbicida para meterlo todo en tubos metálicos de conducción eléctrica que Jamie el enano me consigue del constructor para el que trabaja en Porteneil. Con un sótano lleno de cordita suficiente como para volar por los aires la mitad de la isla parece una pérdida de tiempo, pero mi padre no me deja acercarme allí abajo.

Fue su padre, Colin Cauldhame, quien consiguió la cordita en los desguaces de barcos que solía haber en la costa. Uno de nuestros parientes trabajaba allí y encontró un viejo barco de guerra con un polvorín aún cargado con el explosivo. Colin compró la cordita y la utilizó para encender la chimenea y la cocina. La cordita sirve para encender fuegos cuando no está comprimida. Colin compró suficiente cantidad como para que nunca faltara en la casa en los siguientes doscientos años aunque su hijo hubiera seguido utilizándola, así que quizá pensó en revenderla. Sé que mi padre la empleó durante un tiempo para encender la cocina, pero hace mucho que no la usa. Dios sabe cuánto quedará todavía allí abajo; he visto grandes montones de sacas y tardos que todavía llevan el sello de la Armada Real, y he soñado en mil maneras de llegar hasta ella, pero como no haga un túnel desde el cobertizo y saque la cordita por el fondo de manera que los fardos aparezcan intactos al entrar en el sótano, no veo ninguna otra forma de hacerlo. Mi padre inspecciona el sótano cada tres o cuatro semanas, baja nervioso escaleras abajo con una linterna, se pone a contar los fardos y a oler el aire, y revisa el termómetro y el higrómetro.

En el sótano se está bien y hace fresco, pero no hay humedad, a pesar de que debe de estar justo al nivel del mar, y mi padre parece saber lo que se trae entre manos, igual que parece seguro de que el explosivo no se ha vuelto inestable, pero yo creo que en realidad el asunto lo pone nervioso y que está así desde que ocurrió lo del Círculo de la Bomba. (Vuelvo a declararme culpable; también fue culpa mía. Mi segundo asesinato, por el cual me da la impresión de que algunos miembros de la familia empezaron a sospechar.) Si está tan asustado no entiendo por qué no se le ocurre deshacerse de ella. Pero la impresión que tengo es que él tiene su propias supersticiones sobre la cordita. Algo relacionado con un eslabón del pasado, o con un demonio maligno que nos acecha, un símbolo de todas las desgracias de la familia; esperando, quizá, sorprendernos a todos un día.

La cuestión es que no hay modo de entrar allí y por eso tengo que cargar con metros de tubería metálica desde el pueblo con sudores y fatiga, doblarla y cortarla y taladrarla y remacharle los bordes y volver a doblarla, luchando a brazo partido hasta que la mesa de trabajo y el cobertizo empiezan a crujir con mi esfuerzo. Supongo que se puede considerar un trabajo artesanal, y no cabe duda de que requiere cierta habilidad, pero a veces me aburre, y lo único que me consuela tras tanto doblarme y levantarme es pensar en el fin que tengo destinado para esos pequeños torpedos negros.

Dejé todo en orden, limpié el cobertizo tras mis actividades de fabricación de bombas y me fui a cenar.

—Están buscándolo —me dijo mi padre de repente, entre bocados de coles y pedazos de soja. Sus negros ojos destellaron frente a mí como dos negros tizones y, a continuación, volvió a bajar la mirada. Yo le di un trago a mi última cerveza recién salida. La nueva remesa de cerveza casera sabía mejor que la última, y más fuerte.

—¿Eric?

—Sí, Eric. Lo están buscando en los páramos.

—¿En los páramos?

—Creen que puede estar en los páramos.

—Sí claro, eso explicaría que lo estén buscando allí.

—Por supuesto —dijo mi padre asintiendo con la cabeza—. ¿Por qué estás tarareando?

Yo me aclaré la garganta y seguí comiéndome mis hamburguesas como si no lo hubiera oído.

—Se me ha ocurrido… —comenzó a decir, sin dejar de llevarse a la boca cucharadas de aquel revoltijo verde-marronaceo y de masticarlas durante mucho tiempo. Me quedé esperando para ver si acababa de oír lo que iba a decirme. Dejó la cuchara en el aire, como apuntando hacia algún lugar en lo alto, y dijo—: ¿qué extensión dirías que tiene el cable del teléfono?

—¿Flojo o estirado? —solté yo sin pensármelo dos veces y dejando el vaso de cerveza en la mesa. Él gruñó y no dijo nada más, dedicándose a su plato de comida, aparentemente apaciguado, aunque no satisfecho. Yo bebí un trago.

—¿Hay algo especial que quieres que te encargue en el pueblo? —me preguntó finalmente mientras se enjuagaba la boca con zumo de naranja natural. Yo moví la cabeza de un lado a otro y bebí cerveza.

—No. Lo de siempre —contesté encogiéndome de hombros.

—Puré de patatas en polvo y hamburguesas congeladas y azúcar y pastel de frutas y especias picadas y copos de maíz y porquería de esa, supongo. —Mi padre esbozó una maliciosa sonrisa, a pesar de que lo dijo sin ningún retintín.

Yo asentí con la cabeza.

—Sí, con eso está bien. Ya sabes lo que me gusta.

—No comes una dieta sana. Debería ser más estricto contigo.

Yo no dije nada, pero seguí comiendo lentamente. Estaba seguro de que mi padre me estaba observando desde el otro extremo de la mesa, dando un gran trago de su zumo sin quitar la vista de mi cabeza, que estaba inclinada sobre mi plato.

Sacudió la cabeza y se levantó de la mesa llevándose su plato al fregadero para enjuagarlo.

—¿Vas a salir hoy? —me preguntó mientras abría el grifo.

—No. Hoy me quedaré. Salgo mañana por la noche.

—Espero que no acabes borracho como una cuba otra vez. Una noche de estas te van a arrestar y entonces… ¿qué va a ser de nosotros? —Me echó una mirada—. ¿Eh?