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—Yo no voy por ahí emborrachándome como una cuba —le aseguré—. Simplemente me tomo un trago o dos para ser más sociable, y ya está.

—Pues cuando vuelves a casa armas demasiado follón para ser alguien que solo quiere ser sociable, y lo sabes muy bien. —Me dirigió otra de sus miradas sombrías y volvió a sentarse.

Yo me encogí de hombros. Por supuesto que me emborracho. ¿De qué sirve beber si no te emborrachas? Pero voy con cuidado; no quiero meterme en líos.

—Bueno, pues haz el favor de tener cuidado. Siempre sé cuanto has bebido por tus pedos. —Bufó, como imitando uno de ellos.

Mi padre tiene una teoría sobre la conexión entre la mente y la barriga que, según él, es una conexión crucial y directa. Es otra de esas ideas suyas que trata de venderle a la gente; ya tiene un manuscrito sobre el tema («El arte del pedo») que también manda de vez en cuando a editores de Londres y que ellos, como es de esperar, le devuelven a vuelta de correo. En su tratado afirma, con variados argumentos, que a partir de los pedos puede deducir, no solo lo que la gente ha comido o bebido, sino de qué clase de persona se trata, lo que debería beber o comer, si se encuentra en estado de inestabilidad emocional o contrariada, si guarda secretos, si se está riendo de ti a tus espaldas o si está tratando de congraciarse contigo, e incluso lo que está pensando en el preciso momento en que suelta el pedo (y todo ello básicamente por el sonido). Una estupidez de cabo a rabo.

—Humm —dije yo con el último bocado, reclinándome en mi asiento y limpiándome la boca con el dorso de la mano, más que nada para molestarlo. Él continuó moviendo la cabeza de arriba abajo.

—Sé con certeza cuando te has tomado una cerveza oscura o una lager clara. Y puedo afirmar que he llegado a oler Guinness que en alguna ocasión has expelido.

—Yo no bebo Guinness —dije mintiéndole, verdaderamente impresionado—. Tengo miedo de coger garganta de atleta.

Aquel ingenioso chiste no pareció pescarlo pues, sin detenerse, continuó:

—Eso es tirar el dinero, ya sabes. No creas que voy a costear tu alcoholismo.

—Vamos, no digas tonterías —le dije levantándome.

—Sé muy bien de lo que estoy hablando. He visto hombres mejores que tú pensar que podían controlar la bebida y que ha acabado en un estercolero puliéndose una botella de licor estomacal.

Si aquella última ocurrencia estaba destinada a golpearme por debajo de la cintura, no lo consiguió; lo de «hombres mejores que tú» lo tenía ya muy manido desde hacía tiempo.

—Bueno, es mi vida, ¿no? —le dije poniendo mi plato en el fregadero y saliendo de la cocina. Mi padre no dijo nada.

Aquella noche miré la televisión, me dediqué a poner papeles en orden, a corregir los mapas para añadir la recién bautizada colina del Destructor Negro, a escribir una breve descripción de lo que había hecho con los conejos y dejar constancia escrita tanto de los efectos de las bombas que había empleado como de la calidad de la última remesa. Decidí que a partir de entonces llevaría siempre la Polaroid en la Mochila de Guerra; en el caso de expediciones punitivas de bajo riesgo, como la acometida contra los conejos, compensaría de sobra el peso adicional de la cámara y el tiempo empleado en utilizarla. Pero está claro que para acciones verdaderamente diabólicas la Mochila de Guerra tiene que ir muy ligera, y llevar la cámara significaría un riesgo, aunque desde hace dos años no he tenido ninguna amenaza real, desde la época en que algunos chicos mayores del pueblo se dedicaron a meterse conmigo en Porteneil y a tenderme emboscadas en el camino.

Durante un tiempo pensé que la situación llegaría a ser insoportable, pero ellos no continuaron con las hostilidades tal como yo creía. Una vez, cuando me pararon en el camino con mi bicicleta y me empujaron para pedirme dinero, los amenacé con mi navaja. Aquella vez se retiraron, pero unos días después intentaron invadir la isla. Los mantuve a raya con bolitas de acero y piedras, y ellos respondieron con sus escopetas de aire comprimido, y durante un rato resultó bastante emocionante, pero entonces llegó la señora Clamp con el correo semanal y nos amenazó a todos con llamar a la policía, y después de insultarla, se fueron.

Fue entonces cuando inicié mi sistema de zulos, construyendo depósitos de aprovisionamiento de bolas de acero, piedras, tuercas y plomos de pesca enterrados en cajas en diferentes puntos estratégicos de la isla. También coloqué trampas de lazo y cables atados a botellas de cristal para tropezar, entre la hierba o en las dunas que hay sobre la ensenada, de modo que si alguien quisiera husmear acabaría cazándose a sí mismo o sacando la botella de su agujero en la tierra y rompiéndola contra una piedra. Las siguientes dos noches me quedé sentado, asomando la cabeza por el tragaluz trasero del desván, con los oídos atentos a cualquier tintineo de cristal rompiéndose o a interjecciones apagadas, o a la más común señal de pájaros que levantan el vuelo, pero no pasó nada. Lo que hice fue evitar durante un tiempo encontrarme con los muchachos por el pueblo, yendo únicamente con mi padre o en las horas que sabía que estaban en el colegio.

El sistema de zulos aún pervive, y hasta he añadido un par de bombas de gasolina a uno o dos de los depósitos secretos que se encuentran en una posible vía de ataque donde todavía están las botellas que se romperían pero en donde he desmantelado las trampas de lazo para llevármelas al cobertizo. Mi Manual de Defensa, que contiene cosas como mapas de la isla con la localización de los zulos marcados, probables rutas de ataque, un resumen de tácticas y una lista de las armas que tengo o podría tener, incluye en esta última categoría bastantes cosas desagradables, como cables para tropezar y trampas de lazo preparadas para la anchura de un cuerpo, sin contar con las botellas rotas medio enterradas boca arriba bajo la hierba, minas de detonación electrónica fabricadas con bombas de tubería y clavos pequeños, todas ellas enterradas en la arena, y algunas armas secretas interesantes, aunque improbables, como frisbees con cuchillas sujetas a sus bordes.

No es que quiera matar a nadie, pues todo esto tiene un carácter más defensivo que ofensivo, y hace que me sienta mucho más seguro. Pronto tendré dinero para una ballesta verdaderamente potente, que es algo que estoy deseando tener hace ya mucho tiempo; sería una buena compensación, ya que nunca he logrado convencer a mi padre de que me compre un rifle o una escopeta de repetición, que me vendría de maravilla de vez en cuando. Tengo mis tirachinas y mis hondas y la escopeta de aire comprimido, y todos ellos pueden resultar letales en las circunstancias oportunas, pero no tienen el poder de tiro a largo alcance que yo deseo. Con las bombas de tubería pasa lo mismo. Se tienen que colocar en el lugar preciso, o como mucho lanzarlas al objetivo, y hasta aquellas que se pueden lanzar con la honda —fabricadas del tamaño apropiado para tal efecto— resultan poco precisas y lentas. También se me pasan por la cabeza cosas horribles que pueden ocurrir empleando la honda; las bombas de honda tienen que llevar una mecha muy corta para que detonen al poco de llegar al blanco y no te las puedan lanzar de vuelta, y ya me he salvado un par de veces por los pelos con un par de ellas que detonaron cuando acababan de salir de la honda.

He experimentado con armas, por supuesto, tanto con armas de lanzamiento de proyectiles como con morteros caseros que pueden alojar una bomba de honda, pero eran muy rudimentarias, peligrosas y lentas, y con bastante tendencia a explotar.

Una escopeta de repetición sería ideal, aunque yo me conformaría con un rifle del 22, pero una ballesta me haría el apaño. Quizá algún día pueda ingeniarme algún modo de sortear mi inexistencia oficial y solicitar yo mismo una pistola, aunque en tal caso, y considerando todas las cosas, tal vez no me concederían la licencia. Ah, si estuviera en América, pienso a veces.