Por ejemplo, siempre ha habido una parte de mí que se siente culpable por haber matado a Blyth, a Paul y a Esmerelda. Esa misma parte de mí se siente ahora culpable por haberme vengado en conejos inocentes por culpa de un macho bravucón. Pero yo lo comparo con un partido de oposición en el parlamento, o con una prensa crítica con el gobierno, que actúan como una conciencia y como un freno, pero sin estar en el poder y sin visos de conseguirlo. Otra parte de mí es racista, probablemente porque apenas me he encontrado con gente de color y todo lo que sé de ellos es lo que leo en los periódicos y lo que veo en la televisión, donde suelen hablar de los negros en plural y de que se presume su inocencia hasta que no se pruebe su culpabilidad. Esta parte de mi sigue teniendo bastante fuerza, aunque yo sé muy bien que no hay una razón lógica para el odio de razas. Cuando veo gente de color en Porteneil, comprando souvenirs o deteniéndose a tomar algo, siempre espero que me pregunten algo para así poder demostrarles lo educado que soy y probar que mis razonamientos son más poderosos que mis instintos naturales, o que mi educación.
Y, sin embargo, por la misma razón no había necesidad de vengarse con los conejos. Nunca es necesario vengarse, ni siquiera en el mundo de verdad. Yo creo que los ajustes de cuentas contra gente que solo está relacionada lejana o circunstancialmente con los que han obrado mal contra otros, solo sirven para que los que se toman la venganza por su cuenta se sientan mejor. Como la pena de muerte, la pides porque hace que tú te sientas mejor, no porque sirva para disuadir ni tonterías por el estilo.
Al menos los conejos no sabrán nunca que Frank Cauldhame hizo lo que hizo con ellos, a diferencia de las comunidades humanas, que terminan enterándose de lo que les hicieron los malos, consiguiendo que la venganza acabe teniendo el efecto contrario del que se perseguía, instigando la resistencia en lugar de aplastarla. Por lo menos admito que todo eso lo hago para inflar mi ego, para recuperar mi orgullo y darme gusto, no para salvar un país, ni para establecer la justicia, ni para honrar la memoria de los muertos.
De modo que había partes de mí que contemplaban la ceremonia de bautizo del tirachinas con cierto regocijo y hasta desprecio. Es como si en ese estado que tengo en mi cabeza hubieran intelectuales que se burlaran de la religión y al mismo tiempo se reconocieran incapaces de negar el efecto que tiene sobre las masas. En la ceremonia unté el metal, el plástico y la goma del nuevo tirachinas con cera de oídos, mocos, sangre, orina, pelusa de ombligo y queso de uña del dedo gordo, y lo bauticé disparando el tirador de goma vacío hacia una avispa sin alas que estaba subiendo por la esfera de la Fábrica, y también disparé contra mi pie desnudo y me hice un moretón.
Ciertas partes de mí mismo pensaban que todo aquello era una tontería, pero eran una minoría insignificante. El resto de mí sabía que ese tipo de cosas funcionaban. Me conferían poder, hacían que formara parte de las cosas que poseo y del lugar donde vivo. Me hacen sentir bien.
Encontré una fotografía de Paul cuando era un bebé en uno de los álbumes de fotos que conservaba en el desván y, tras la ceremonia, escribí el nombre del nuevo tirachinas en el dorso de la fotografía, la envolví alrededor de una bolita de acero y la aseguré con cinta adhesiva; a continuación salí del desván y de la casa a la fría llovizna de un nuevo día.
Llegué hasta el final agrietado de la vieja rampa que hay en el extremo norte de la isla. Estiré la goma del tirachinas casi hasta el máximo y lancé la bola de cojinete y la fotografía, siseando y dando vueltas, mar adentro. Ni siquiera la vi salpicar en el agua.
El tirachinas estará seguro mientras nadie sepa su nombre. Hay que reconocer que eso no le sirvió de nada al Destructor Negro, pero su muerte se debió a que yo cometí un error, y mi poder tiene tanta fuerza que, cuando extravía su rumbo (lo cual ocurre muy raramente, pero ocurre) hasta las cosas que he investido con un gran poder de protección, se vuelven vulnerables. Sentí de nuevo, en mi cabeza-estado, la rabia por haber llegado a cometer un error como aquel, y la determinación de que no volvería a ocurrir. Era como si a un general que ha perdido una batalla o algún territorio importante le abrieran un expediente disciplinario o fuera fusilado.
Bueno, yo ya había hecho todo lo que estaba en mi mano para proteger el nuevo tirachinas y, aunque sentía mucho que lo que me ocurrió en los Territorios del Conejo me hubiera costado un arma fiel, con tantos honores de guerra a su nombre (sin mencionar una suma importante que desaparecía del presupuesto de Defensa), pensé que quizá todo lo que había ocurrido había sido para bien. La parte de mí que cometió el error con el macho, dejándole que me sorprendiera por un momento con la guardia baja, podría seguir acechándome si no fuera porque aquella prueba del ácido la encontró. El incompetente, o mal aconsejado general, había sido expulsado. El regreso de Eric podría requerir que todas mis reacciones y poderes se encontraran en su mejor forma y eficacia.
Todavía era muy temprano y, aunque la niebla y la llovizna deberían haberme dejado un poco melancólico, seguía con buen ánimo y con confianza para llevar a cabo la ceremonia de bautizo.
Me apetecía una Carrera, así que dejé mi chaqueta cerca del Poste donde me encontraba el día en que llegó Diggs con la noticia y me encajé el tirachinas entre el cinturón y los pantalones de pana. Tras comprobar que tenía los calcetines estirados y sin arrugas, me apreté los cordones de las botas con tensión de carrera y me puse a trotar a paso lento hasta la franja de arena dura que hay entre la línea de algas de dos mareas. La llovizna iba y venía, y el sol se veía de vez en cuando a través de la niebla y las nubes, como si fuera un disco rojo y nebuloso. Soplaba un suave viento que venía del norte y giré hacia aquella dirección. Poco a poco fui aumentando el ritmo hasta conseguir una carrera regular de grandes pasos que pusieron a trabajar mis pulmones adecuadamente y activaron mis piernas. Mis brazos, con los puños cerrados, se movían con un ritmo fluido, enviando hacia delante primero un hombro y después el otro. Respiraba profundamente, pisando la arena con firmeza. Llegué a los trechos entrelazados del río que acaban desembocando en la arena, y ajusté mi paso para ir sorteando los pequeños canales sin mojarme, saltándolos de uno en uno. Una vez superados, bajé la cabeza e incrementé la velocidad. Mi cabeza y mis puños cortaban el aire, mis pies flexionados se agitaban, se agarraban a la arena y me impulsaban.
El aire me azotaba y breves rachas de viento con lluvia me salpicaban la cara. Mis pulmones explosionaban e implosionaban, explosionaban e implosionaban; plumas de arena mojada salían despedidas volando de mis talones: se alzaban a mi paso, caían trazando pequeñas curvas y salpicaban mientras yo me alejaba corriendo. Levanté la cara y eché la cabeza para atrás, descubriendo mi cuello al viento, como un amante, y a la lluvia, como una ofrenda. Mi respiración me raspaba en la garganta y el leve aturdimiento que había empezado a sentir poco antes debido a la hiperventilación se fue desvaneciendo cuando mis músculos empezaron a aprovechar el flujo adicional de energía que bombeaba mi sangre. De un impulso incrementé la velocidad mientras la zigzagueante línea de algas y maderas viejas y latas y botellas se deslizaba junto a mí; me sentí como una cuenta en un collar que fuera lanzado al aire ensartado en su bramante, absorbida por la garganta, los pulmones y las piernas, como un continuado salto en el aire de fluyente energía. Mantuve aquel acelerón final tanto como pude; después, cuando sentí que comenzaba a perderlo, me relajé y volví a correr simplemente rápido por un rato.
Seguí acometiendo, cruzando la arena, dejando que las dunas a mi izquierda se fueran desplazando como graderías en un hipódromo de carreras. Frente a mí podía distinguir el Círculo de la Bomba, donde debería detenerme o girar. Volví a acelerar, bajando la cabeza y gritándome interiormente a mí mismo, gritando mentalmente, utilizando mi voz como una prensa que se atornillaba comprimiéndose cada vez más hasta exprimir un último esfuerzo de mis piernas. Volé por encima de la arena, con el cuerpo inclinado demencialmente hacia delante, con los pulmones a punto de explotar y las piernas retumbando.