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Aquel momento pasó y fui deteniéndome lentamente, reduciendo la carrera a un trote a medida que me aproximaba al Círculo de la Bomba, a donde casi llegué tambaleante para desplomarme en la arena de su interior y me quedé allí tendido, jadeante, exhausto, resollando, de cara al cielo gris y a la invisible llovizna, abierto de brazos y piernas en aquel círculo rodeado de rocas. Mi pecho subía y bajaba, mi corazón palpitaba dentro de su jaula. Un monótono zumbido me inundaba los oídos y todo mi cuerpo me cosquilleaba y retumbaba. Los músculos de las piernas parecían pasar por una especie de aturdimiento debido a la trepidante tensión soportada. Dejé caer la cabeza a un lado y apoyé la mejilla contra la húmeda arena fría.

Me pregunté qué se sentiría al morir.

El Círculo de la Bomba, la pierna de mi padre y su bastón, quizá su negativa a comprarme una moto, las velas en la calavera, los innumerables ratones y hamsters muertos: de todo ello tiene la culpa Agnes, mi madre y segunda mujer de mi padre.

No puedo recordar a mi madre porque si pudiera hacerlo la odiaría. Así las cosas, lo que odio es su nombre, su idea. Ella fue la que dejó que los Stove se llevaran a Eric a Belfast, que lo apartaran de la isla, de todo lo que él conocía. Pensaron que mi padre era un mal padre porque vestía a Eric con ropas de niña y lo dejaba suelto, y mi madre les permitió que se lo llevaran porque no le gustaban los niños en general, y Eric en particular; pensaba que, de alguna manera, afectaba negativamente su karma. Probablemente esa misma aversión a los niños la llevó a abandonarme tras mi nacimiento, y también la hizo volver en aquella única y fatídica ocasión en que acabó siendo parcialmente responsable de mi pequeño accidente. Si se considera todo en conjunto, yo creo que tengo razones más que suficientes para odiarla. Estaba tendido allí, en el Círculo de la Bomba, donde maté a su otro hijo, y tenía la esperanza de que ella también estuviera muerta.

Regresé a carrera lenta, resplandeciente de energía y sintiéndome incluso mejor que antes de comenzar la Carrera.Ya estaba deseando salir aquella noche: unas copas, una charla con Jamie, mi amigo, y un poco de música de gente sudorosa con pendientes en las orejas en el Arms. Di una pequeña carrerilla final, solo para sacudir la cabeza mientras corría y quitarme la arena que tenía en el pelo, y a continuación me relajé y volví a mi ritmo de trote.

Las rocas del Círculo de la Bomba me suelen dejar pensativo y esta vez no fue una excepción, especialmente si se considera el modo en que me tendí entre ellas, como un Cristo o algo así, abierto al cielo, soñando en la muerte. Bueno, Paul se fue al otro mundo en un abrir y cerrar de ojos; en aquella ocasión fui bastante humano. Blyth tuvo bastante tiempo para darse cuenta de lo que le estaba pasando, pegando saltos por el Parque de la Serpiente mientras la frenética y rabiosa víbora le mordía el muñón con saña, y la pequeña Esmerelda debió de tener algún atisbo de lo que le iba a ocurrir cuando se fue elevando con el viento.

Mi hermano Paul tenía cinco años cuando lo maté. Yo tenía ocho. Más de dos años después de haber substraído a Blyth de este mundo con la ayuda de una víbora encontré una oportunidad para deshacerme de Paul. No es que le tuviera una inquina personal; fue simplemente porque sabía que no podía quedarse. Sabía que no podría librarme del perro hasta que no desapareciera él (el pobre bienintencionado y brillante pero ignorante Eric seguía pensando que no había sido yo, y no podía decirle por qué sabía que sí).

Paul y yo salimos a dar un paseo por la arena de la playa en dirección al norte un luminoso día de otoño, después de una feroz tormenta que había caído la noche anterior despegando tablas del tejado de la casa, arrancando de raíz uno de los árboles que había junto al viejo corral de las ovejas y hasta rompiendo uno de los cables de suspensión del puente de madera. Padre hizo que Eric le ayudara con la limpieza y las reparaciones mientras Paul y yo nos escabullimos de su lado.

Siempre me llevé bien con Paul. Quizá porque desde muy pequeño supe que él no iba a durar mucho en este mundo, intenté que su estancia aquí fuera lo más agradable posible, y acabé tratándolo mucho mejor que la mayoría de los muchachos que tienen hermanos menores.

En cuanto llegamos al río que marca el final de la isla vimos que la tormenta había cambiado muchas cosas; el río había crecido tremendamente, socavando inmensos canales en la arena, haciendo que surgieran enormes torrenteras de agua marrón por todas partes y arrancando grandes pedazos de arena de los terraplenes. Tuvimos que caminar muy pegados a la orilla del agua en el límite de la marea baja para poder cruzar. Continuamos avanzando, yo agarrando a Paul de la mano, sin malicia alguna en mi corazón. Paul iba tarareando y haciéndome preguntas de esas que hacen los niños pequeños, como por ejemplo por qué el viento de una tormenta no se llevaba a los pájaros, y por qué el mar no rebosaba de agua cuando el río iba tan crecido.

Mientras caminábamos por la arena en aquella quietud, mirando las cosas interesantes que había arrojado la marea, la playa fue desapareciendo gradualmente. Donde la arena se extendía antes como una interminable línea dorada hacia el horizonte, ahora se veía una mayor extensión de suelo rocoso expuesto a la intemperie que aumentaba mientras más de lejos se mirara, hasta un punto en que las dunas parecían enfrentarse a una playa de pura roca. La tormenta había barrido toda la arena por la noche, comenzando justo después del río y continuando más allá de lugares a los que ni siquiera había puesto nombres o que no había visto jamás. Era una vista impresionante que al principio me asustó porque era un cambio muy drástico y me preocupaba que eso mismo pudiera ocurrirle a la isla algún día. Sin embargo recordé que mi padre me había contado que ese tipo de cosas habían ocurrido en el pasado y que la arena acababa volviendo en las semanas y meses siguientes.

Paul se divirtió mucho corriendo y saltando de roca en roca y tirando piedras a los charcos que se habían formado.

Los charcos entre las rocas eran una novedad para él. Seguimos avanzando por la playa y encontrando interesantes muestras de pecios de barcos hasta llegar a lo que yo pensé eran los restos herrumbrosos de un tanque de agua o una canoa medio enterrada. Se elevaba desde un montículo de arena, proyectándose en un ángulo muy empinado, sobresaliendo como un metro y medio de la playa. Paul intentaba agarrar peces en un charco mientras yo observaba aquella cosa.

Toqué el lado de aquel cilindro ahusado con expectación, sintiendo algo muy calmado y muy intenso, sin saber por qué. Después retrocedí y volví a mirarlo. Su forma me pareció clara y entonces pude adivinar aproximadamente qué parte de aquello seguía enterrado bajo la arena. Era una bomba, enterrada por la cola.

Volví hacia ella lentamente y comencé a acariciarla con ternura, haciendo con la boca sonidos tranquilizadores, como si fuera un niño dormido. Con la descomposición, ahora su color era rojo de óxido y negro, olía desagradablemente a humedad y proyectaba la sombra de un proyectil. Seguí la línea de la sombra por la arena, por encima de las rocas, y me encontré de repente observando al pequeño Paul que chapoteaba alegremente en un charco, chapaleando en el agua con un pedazo de tablón de madera casi tan grande como él. Sonreí y lo llamé.

—¿Ves esto? —le dije. Era una pregunta retórica. Paul asintió mirando con los ojos abiertos—. Esto —le dije— es una campana. Como las de la iglesia del pueblo. El ruido que oímos los domingos, ¿te acuerdas?