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—Sí; Seguida después del ’sayuno, Frank?

—¿Cómo?

—El ruido seguida después ’sayuno del ’omingo, Frank —y me dio suavemente en la rodilla con su manita gordezuela.

Yo asentí con la cabeza.

—Sí, eso es. Las campanas hacen ese ruido. Son enormes pedazos de metal hueco llenos de ruidos y dejan salir los ruidos los domingos por la mañana después del desayuno. Eso es.

—¿Un ’sayuno? —Paul se quedó mirándome con sus cejitas levantadas. Yo moví la cabeza de un lado a otro con paciencia.

—No. Una campana.

—«C es para Campana» —canturreó tranquilamente moviendo la cabeza de arriba abajo y mirando aquel artefacto oxidado. Seguramente se había acordado de unas rimas del libro de canciones infantiles. Era un niño brillante; mi padre quería mandarlo más adelante a la universidad, cuando llegara el momento, y había empezado a enseñarle el alfabeto.

—Eso es. Muy bien, pues esta vieja campana ha debido de caerse de un barco, o quizá la ha arrastrado el río hasta aquí tras una crecida. Ya sé lo que haremos; yo me iré corriendo hasta las dunas y tú golpeas la campana con tu pedazo de madera y veremos si vo puedo oírla. ¿Lo hacemos? ¿Quieres que lo hagamos? Sonará muy fuerte y te puedes asustar.

Yo me agaché para poner mi cara a su altura. Él sacudió la cabeza enérgicamente y puso su nariz contra la mía.

—¡No! ¡No me asustaré! —dijo gritando—.Yo…

Estuvo a punto de salir frente a mí y golpear la bomba allí mismo con la tabla de madera —ya la había levantado por encima de la cabeza y la blandía en el aire— cuando alargué los brazos y lo levanté por la cintura.

—¡Todavia no! —le dije—. Espera a que yo me haya ido más lejos. Es una campana muy vieja y es posible que solo le quede un sonido. ¿No querrás desperdiciarlo, verdad?

Paul meneó el cuerpo de lado a lado, y la cara que puso indicaba que no le importaría malgastar lo que fuera con tal de poder golpear la campana con su tabla de madera.

—Bueeeno —dijo, y se quedó quieto. Lo dejé en el suelo—. Pero ¿puedo darle fuerte de verdad?

—Tan fuerte como puedas, cuando yo te haga una señal desde lo alto de aquella duna. ¿De acuerdo?

—¿Puedo praticar?

—Practica golpeando en el suelo.

—¿Puedo dar golpes en los charcos?

—Sí, practica dándole a los charcos de agua. Es una buena idea.

—¿Puedo dar golpes en este charco? —Señaló con la madera al charco circular que se había formado en la arena alrededor de la bomba. Negué meneando la cabeza.

—No, porque quizá se enfade la campana.

—¿Las campanas se ’fadan? —preguntó con el ceño fruncido.

—Sí, se enfadan. Ahora me voy. Tú golpeas fuerte a la campana y yo escucharé con atención.

—Sí, Frank.

—No golpearás la campana hasta que yo te haga una señal, ¿de acuerdo?

—Pometido —dijo meneando la cabeza.

—Muy bien. Es solo un momento. —Me di la vuelta y comencé a correr lentamente en dirección a las dunas. Sentía algo raro en la espalda. Fui mirando a los alrededores a medida que avanzaba para comprobar que no hubiera nadie por allí. Tan solo había unas gaviotas dando vueltas en un cielo apagado con nubes cargadas. Cuando miré hacia atrás pude ver a Paul por detrás de mi hombro. Seguía junto a la bomba, golpeando la arena con su tablón, agarrándolo con ambas manos y descargándolo con todas sus fuerzas, saltando al tiempo que lo hacía y gritando. Aceleré la carrera por las rocas hasta la arena dura, pasé la línea de algas de la marea y llegué a la arena dorada, más lenta y seca, y subí hasta la hierba, en lo alto de la duna más cercana. Llegué gateando a la cima y dirigí la vista hacia la arena y las rocas donde se encontraba Paul, una minúscula figura contra el brillo reflejado de los charcos y las arenas mojadas, oscurecido por la sombra del inclinado cono de metal que tenía junto a él. Me levanté, esperé a que me viera, eché un último vistazo alrededor y después ondeé las manos extendidas hacia arriba y me tiré al suelo con las manos detrás de la cabeza.

Mientras estaba tendido allí, esperando, caí en la cuenta de que no le había dicho a Paul dónde tenía que golpear la bomba. No pasó nada. Yo seguí allí tirado sintiendo que el estómago se me iba hundiendo lentamente en la arena de la cima de la duna. Suspiré con resignación y alcé la vista.

Paul se veía como un muñeco en la distancia, arremetiendo y brincando y echando los brazos atrás y dándole golpes una y otra vez a la bomba en el costado. Se podían oír sus gritos de júbilo por encima del rumor del viento en la hierba. «Mierda», me dije a mí mismo y me puse la mano bajo la barbilla justo en el momento en que Paul, tras echar una mirada en mi dirección, comenzó a atacar la espoleta de la bomba. La golpeó una vez y yo ya me había quitado las manos de debajo de la barbilla para volver a taparme la cabeza cuando de repente Paul, la bomba, el pequeño charco de agua que la rodeaba como un halo y todo lo que había a diez metros alrededor desapareció dentro de una ascendente columna de arena, humo y rocas volantes, iluminado todo un instante desde el interior en ese breve y cegador primer momento, por la detonación del potente explosivo.

La ascendente columna de restos se elevó y se ensanchó, y comenzó a descender cuando la onda expansiva me llegó como un latido de la duna. Tenía una vaga idea de que existían multitud de pequeñas grietas en las resecas laderas de las dunas cercanas. El estruendo se propagó por ellas como el encrespado ruido de tripas de un trueno. Observé un creciente círculo de salpicaduras que surgía del centro de la explosión a medida que los restos volvían a caer. La columna de gas y arena fue desplazada por el viento, oscureciendo la arena con su sombra y formando una cortina de niebla en su base, como la que se puede ver a veces bajo un nubarrón cuando comienza a descargar la lluvia. Ahora podía ver el cráter.

Salí corriendo duna abajo. Me detuve a unos quince metros del cráter aún humeante. No me paré a observar con detenimiento los restos que había alrededor, tan solo una mirada de reojo, como queriendo, y al mismo tiempo evitando, ver carne ensangrentada o ropas desgarradas. El estrepitoso sonido regresó retumbando posiblemente desde las colinas que hay detrás del pueblo. El borde del cráter estaba marcado con enormes astillas de piedras desgarradas del lecho rocoso que hay bajo la arena; se alzaban como dientes rotos alrededor de aquella escena, unas apuntando al cielo y otras desplomadas alrededor. Contemplé cómo la nube lejana de la explosión se iba desplazando por encima del estuario, dispersándose, y después me di!a vuelta y corrí con todas mis fuerzas hacia la casa.

Así que hoy en día estoy en condiciones de afirmar que se trataba de una bomba alemana de media tonelada, y que fue lanzada por un HE 111 averiado que iba de vuelta a su base en Noruega tras un infructuoso ataque a la base de lanchas rápidas que había al fondo del estuario. Me gusta imaginar que fue el cañón que estuvo instalado en mi Bunker el que le acertó y forzó al piloto a dar la vuelta y arrojar las bombas que llevaba.

Las puntas de algunas de aquellas astillas de roca ígnea todavía sobresalen de la superficie de la arena que acabó volviendo a la playa, y conforman el llamado Círculo de la Bomba, el monumento más apropiado para honrar la memoria del pobre Paul; un blasfemo círculo de piedra en donde juegan las sombras.

Volví a tener suerte. Nadie vio nada, y nadie podía imaginar que yo lo hubiera hecho. En esta ocasión estuve ocupado con el dolor, desgarrado por la culpa, y Eric tenía que cuidarme mientras yo representaba mi papel a la perfección, sin ayuda de nadie. No disfruté engañando a Eric, pero sabía que era necesario; no podía decirle que yo lo había hecho porque no habría entendido por qué lo había hecho. Se habría horrorizado, y probablemente jamás habría vuelto a ser mi amigo. Así que tuve que hacerme pasar por un niño torturado que se culpaba a sí mismo y Eric tenía que consolarme mientras mi padre seguía meditabundo.