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La verdad es que no me gustó nada el modo en que Diggs me interrogó acerca de lo que había ocurrido, y por un momento pensé que podría haberlo adivinado, pero mis explicaciones le parecieron satisfactorias. No me ayudó mucho tener que referirme a mi padre como «mi tío» y a Eric y a Paul como «mis primos»; eso fue idea de mi padre para intentar ocultar a la policía mis lazos familiares en caso de que Diggs se pusiera a husmear y descubriera que yo no existía oficialmente. Le conté la historia de que yo era el hijo huérfano de un hermano más joven de mi padre que había desaparecido hacía tiempo y que tan solo pasaba largas temporadas de vacaciones1 en la isla, mientras pasaba de pariente en pariente, hasta que se resolviera definitivamente mi futuro.

De todos modos, salí bien parado de aquel difícil trago, y hasta el mar vino por una vez en mi ayuda, pues poco después de la explosión subió la marea y barrió todas las huellas delatoras que pude dejar en la arena, aproximadamente una hora antes de que llegara Diggs del pueblo para inspeccionar la escena del accidente.

Cuando llegué a la casa ya estaba allí la señora Clamp descargando la enorme cesta que llevaba sobre el manillar de su vieja bicicleta, apoyada contra la mesa de la cocina. Estaba ocupada rellenando los armarios de la cocina, el refrigerador y el congelador con la comida y las provisiones que había traído del pueblo.

—Buenos días, señora Clamp —le dije amablemente al entrar en la cocina. Ella se volvió a mirarme. La señora Clamp es muy vieja y extremadamente pequeña. Me miró de arriba abajo y dijo:

—Vaya, con que eres tú, ¿no? —y se dio la vuelta para seguir descargando cosas de la cesta, sumergiendo ambas manos en ella para emerger cargada de grandes paquetes envueltos en papel de periódico. Fue arrastrando los pies hasta el congelador, se subió a una banqueta que había al lado, deshizo los envoltorios, que revelaron bolsas de mis hamburguesas congeladas, y las metió en el congelador, introduciéndose casi hasta desaparecer. Me di cuenta de lo fácil que resultaría… Sacudí la cabeza para olvidar aquella estúpida idea. Me senté a la mesa de la cocina para observar cómo trabajaba la señora Clamp.

—¿Cómo le va, señora Clamp? —le pregunté.

—Bueno, pues no me puedo quejar —dijo la señora Clamp meneando la cabeza de un lado a otro y bajando de la banqueta para volver a coger más hamburguesas congeladas y seguir rellenando el congelador. Estaba seguro de que podía ver minúsculos cristales de hielo colgándole de su desvaído bigote.

—Vaya, hoy nos ha traído una carga enorme. Me sorprende que no se haya caído de camino hacia aquí.

—No me verás caer nunca, no. —La señora Clamp volvió, a negar con la cabeza, se dirigió al fregadero, extendió el brazo poniéndose de puntillas, abrió el grifo de agua caliente, se enjuagó las manos, se las secó con su mandil a cuadros de nailon, y sacó un trozo de queso de la cesta.

—¿Quiere que le prepare una taza de algo, señora Clamp?

—No te molestes por mí —dijo la señora Clamp meneando la cabeza dentro de la nevera, por debajo del compartimento del hielo.

—Bueno, pues entonces no preparo nada. —La observé mientras se volvía a lavar las manos. Cuando comenzó a separar las lechugas de las espinacas salí de la cocina y me dirigí a mi habitación.

Tomamos nuestro desayuno usual de los sábados: pescado con patatas de la huerta. La señora Clamp estaba sentada en el extremo de la mesa opuesto a mi padre, donde yo suelo sentarme. Yo estaba sentado hacia la mitad de la mesa, de espaldas al fregadero, colocando espinas de pescado en formas sugerentes mientras Padre y la señora Clamp intercambiaban comentarios muy formales, casi rituales. Formé un esqueleto humano con las espinas de los peces muertos y le puse un poco de salsa ketchup para darle un toque realista.

—¿Más té, señor Cauldhame? —dijo la señora Clamp.

—No, gracias, señora Clamp —respondió mi padre.

—¿Francis? —me preguntó la señora Clamp.

—No, gracias —repliqué yo. Un guisante resultaría una calavera demasiado verde para aquel esqueleto. Lo coloqué allí. Padre y la señora Clamp charloteaban de esto y aquello.

—He oído que el guardia estuvo por aquí el otro día, si no le importa que yo lo mencione —dijo la señora Clamp, y se aclaró la garganta educadamente.

—Por supuesto que no —dijo mi padre, y se metió en la boca una cucharada tan grande de comida que le impidió hablar durante los minutos siguientes. La señora Clamp movió la cabeza de arriba abajo ante su pescado demasiado salado y sorbió un poco de té. Yo me puse a tararear y mi padre me echó una mirada fulminante desde lo alto de aquellas mandíbulas que parecían enzarzadas en una pelea de lucha libre.

No se habló más del asunto.

Era sábado por la noche en el pub Cauldhame Arms y allí estaba yo como de costumbre, al fondo de aquel local lleno de gente y de humo, situado detrás del hotel, sosteniendo un vaso de plástico lleno de láger, las piernas levemente cruzadas en el suelo, la espalda contra la columna forrada de papel pintado, y Jamie el enano sentado a horcajadas sobre mis hombros, reposando de vez en cuando su pinta de cerveza negra en mi cabeza y dándome conversación.

—Bueno, ¿y qué has estado haciendo últimamente, Frankie?

—Nada del otro mundo. El otro día maté unos cuantos conejos y sigo recibiendo extrañas llamadas de Eric, pero eso es todo. Y tú, ¿qué?

—Pues nada. ¿Por qué te tiene que llamar Eric por teléfono?

—¿No lo sabías? —le dije, torciendo la cabeza para mirarle. Él se inclinó y me miró. Las caras se ven muy raras boca abajo—, Ah, pues porque se ha escapado.

—¿Escapado?

—Chisss. No hace falta ir contándoselo a la gente que no lo sabe. Sí, se largó. Ha llamado a casa un par de veces y dice que viene en esta dirección. Diggs vino el otro día y nos lo comunicó el mismo día que se fugó.

—Dios mío. ¿Lo están buscando?

—Eso dice Angus. ¿No ha salido nada en las noticias? Pensé que quizá tu sabrías algo.

—No. Vaya. ¿Crees que se lo dirán a la gente del pueblo si no lo agarran?

—Ni idea —le respondí, y me habría encogido de hombros si hubiera podido.

—¿Y qué va a pasar si sigue empeñado en prenderles fuego a los perros? Mierda. Y todos esos gusanos que usaba para intentar que se los comieran los niños. Los del pueblo se van a poner histéricos. —Podía notar cómo sacudía la cabeza de un lado a otro.

—Creo que no quieren alarmar a la gente. Seguramente piensan que pueden cogerlo.

—¿Tú crees que lo cogerán?

—Jo. Pues no tengo ni idea. Puede que esté loco, pero es inteligente. Si no lo fuera no se podría haber fugado, y cuando me llama por teléfono suena ingenioso. Ingenioso pero chalado.

—No pareces muy preocupado.

—Espero que lo consiga. Me gustaría volver a verlo. Y me gustaría que consiguiera llegar hasta aquí porque… bueno, solo porque sí. —Bebí un trago.

—Mierda. Espero que no cause ninguna agresión.

—Pudiera ser. Es lo único que me preocupa. Por lo que dice, parece que siguen sin gustarle demasiado los perros. Creo que, a pesar de todo, los niños no tienen nada que temer.

—¿Cómo viaja? ¿Te ha dicho si tiene intención de venir por aquí? ¿Tiene dinero?

—Debe de tener algo para ir haciendo esas llamadas, pero fundamentalmente se dedica a robar.

—Vaya. Bueno, al menos no puedes perder remisión de condena por escaparte de un manicomio.

—Ya —dije yo.

El grupo musical subió al escenario, un grupo de cuatro punks de Inverness llamados Los Vómitos. El cantante solista llevaba un corte de pelo a lo mohicano y muchas cadenas y cremalleras. Agarró el micrófono mientras los otros tres empezaban a destrozar sus respectivos instrumentos y a berrear: