Apoyé los hombros más firmemente contra la columna y bebí un trago mientras los pies de Jamie me daban golpecitos contra el pecho y aquella música estridente y atronadora retumbaba en el local lleno de sudor.
Durante el descanso, cuando uno de los camareros se fue al frente del escenario con un cubo y una fregona para limpiar los escupitajos de la gente, me acerqué al bar a por más bebida.
—¿Lo de siempre? —me preguntó Duncan desde detrás de la barra y Jarme asintió con la cabeza—. ¿Cómo estamos, Frank? —preguntó Duncan sirviendo una láger y una negra.
—Muy bien. ¿Y usted? —le contesté.
—Vamos tirando, vamos tirando. ¿Todavía quieres que te guarde botellas?
—No, gracias. Por ahora tengo suficientes para mi cerveza casera.
—Pero seguiremos viéndote por aquí, ¿no?
—Oh, por supuesto —le respondí. Duncan alargó el brazo para pasarle a Jamie su pinta y yo agarré la mía dejando al mismo tiempo el dinero en el mostrador.
—Salud, muchachos —nos dijo Duncan cuando nos dábamos la vuelta para volver a la columna.
Unas pintas más tarde, cuando Los Vómitos estaban en su primer bis, Jamie y yo estábamos de pie bailando y saltando. Jamie gritaba y daba palmadas y bailaba sobre mis hombros. No me importa bailar con chicas cuando lo hago por Jamie, aunque una vez, con una rubia muy alta, quería que nos fuéramos los dos afuera con ella para poder besarla. La idea de sus tetas apretujadas contra mi cara casi me hace vomitar, y le fallé en esa ocasión. Además, la mayoría de las chicas punkies no huelen a perfume, y solo unas pocas llevan falda, y cuando la llevan generalmente es de cuero. A Jamie y a mí nos dieron unos empujones y estuvimos a punto de caernos al suelo un par de veces, pero resistimos hasta el final de la noche sin que nos tocaran un pelo. Desafortunadamente, Jamie acabó hablando con una mujer, pero yo ya estaba demasiado ocupado tratando de respirar profundamente y de mantener fija en la retina la pared del fondo para que me importara aquello.
—Sí tía, dentro de nada me voy a comprar una moto. Una doscientos cincuenta, por supuesto —iba diciendo Jamie. Yo lo escuchaba a medias. No se iba a comprar ninguna moto porque no llegaría con los pies a los pedales, pero no le habría contradicho aunque hubiera podido porque nadie espera que se le cuente la verdad a las mujeres y, además, para eso están los amigos, como dicen. La chica, cuando por fin pude echarle el ojo, era una veinteañera bastante ordinaria que llevaba encima de los párpados tantas capas de maquillaje como el chasis de un auto de choque. Fumaba un horrible cigarrillo francés.
—Mi amiga tiene una moto a la que llama Sue. Es una Suzuki 185GT qu’era de su hermano, pero está ahorrando pa’ una GoldWing.
Estaban empezando a poner las sillas encima de las mesas y a pasar la fregona y a barrer los cristales rotos y las bolsas de patatas vacías, y yo seguía sin encontrarme demasiado bien. Mientras más escuchaba a la chica más enfermo me ponía. Su acento era horrible: de algún rincón de la costa oeste; seguro que era de Glasgow.
—Naa, yo no me compraría una de esas. Demasiado potentes. Una de quinientos me daría el apaño. La que me molaría sería una Moto Guzzi, aunque no estoy yo muy seguro de la transmisión por eje…
Joder, estaba a punto de montarle allí mismo un Vómito en Technicolor encima de la chaqueta de la chica, con lágrimas incluidas que le oxidarían las cremalleras y le inundarían los bolsillos, y que probablemente enviaría a Jamie volando al otro extremo del local, donde están las cajas de cerveza bajo los pedestales de los altavoces, con mi primera boqueada pestilente, y allí seguían ellos dos intercambiando absurdas fantasías de motoristas.
—¿Quieres un pitillo? —dijo la chica blandiendo un paquete delante de mis narices hacia Jamie. Yo seguía viendo estelas de luces y colores del paquete azul después de que ella lo guardara. Jamie debió coger un cigarrillo, aunque yo sabía que él no fumaba, porque vi encenderse un mechero que prendió una lluvia de chispas ante mis ojos, como un festival de fuegos artificiales. Casi podía sentir cómo se me iba derritiendo mi lóbulo occipital. Pensé en hacerle a Jamie un comentario jocoso sobre las maravillas que podía hacer con su altura, pero todas las líneas de conexión que salían y entraban en mi cerebro parecían estar colapsadas con mensajes urgentes que provenían de mis tripas. Podía sentir perfectamente un horrible revoltijo que se iba formando allá abajo, y estaba seguro de que aquello solo podía acabar de una manera, pero no podía moverme. Estaba bloqueado allí como un contrafuerte entre el suelo y la columna, y Jamie seguía de cháchara con la chica hablando del ruido que hace una Triumph y de las carreras nocturnas a alta velocidad que había hecho por la carretera de la costa del lago Lornond.
—Tú qué, ¿de vacaciones?
—Si, yo y mis coleguillas. Tengo un novio, pero está currando en las plataformas petrolíferas.
—Ah, ya.
Yo seguía respirando hondo, intentando despejarme la cabeza con oxígeno. No podía entender a Jamie; tenía la mitad de mi tamaño, la mitad de mi peso o menos, y bebiéramos lo que bebiéramos juntos, nunca parecía afectarle. Desde luego no iba derramando sus pintas por el suelo a escondidas; si lo hubiera hecho me habría mojado. Me di cuenta de que la chica se había percatado por fin de mi presencia. Me tocó en el hombro y, poco a poco, me fui dando cuenta de que llevaba así algún tiempo.
—Hola —me dijo.
—¿Cómo? —dije con dificultad.
—¿Estás bien?
—Sí —le dije asintiendo lentamente, esperando que se contentara con aquello, para inmediatamente volver la vista a un lado y hacia arriba, como si de repente hubiera encontrado algo muy importante e interesante en el techo digno de llamar mi atención. Jaime me dio un toque con el pie—. ¿Cómo? —volví a decir, sin tratar de mirarlo.
—¿Piensas quedarte aquí toda la noche?
—¿Cómo? —dije—. No. ¿Cómo? ¿Es que quieres marcharte? Bueno, vamos. —Me llevé las manos hacia atrás para hallar la columna y, una vez la hube encontrado, me impulsé hacia arriba esperando que los pies no me resbalaran en el suelo lleno de cerveza.
—Quizá será mejor que me dejes bajar. Frank, tío — dijo Jamie dándome toques más fuertes con el pie. Volví a girar la cabeza a un lado y hacia arriba, como si intentara mirarlo a la cara, y asentí. Dejé que la espalda se me fuera deslizando por la columna hasta que me quedé prácticamente en cuclillas en el suelo. La chica ayudó a Jamie a saltar. De repente, su melena pelirroja y el cabello rubio de Jamie se veían extravagantes desde aquel rincón del local, ahora completamente iluminado. Duncan se estaba acercando con el cepillo y un enorme cubo, vaciando ceniceros y fregando mesas. Yo hice un esfuerzo por levantarme y después sentí cómo Jamie y la chica me agarraban cada uno por debajo de un brazo v me ayudaban. Estaba empezando a experimentar triple visión y a preguntarme cómo se podía conseguir eso con solo dos ojos. No estaba seguro de si me estaban hablando o no.
Solté «Sí», en caso de que me hubieran dicho algo, y después sentí cómo me llevaban al aire libre por la salida de incendios. Necesitaba ir al cuarto de baño, y con cada paso que daba me parecía que aumentaban las convulsiones de mi estómago.
Tuve esa horrible visión de mi estómago como si estuviera formado por dos compartimentos del mismo tamaño, uno lleno de pis y el otro de cerveza, whisky, patatas fritas, cacahuetes asados, escupitajos, mocos, bilis y uno o dos trozos de pescado con patatas, todo ello sin digerir. A alguna parte enferma de mi cerebro se le ocurrió de repente ponerse a pensar en huevos fritos flotando en aceite en mitad de un plato, rodeados de beicon crujiente y rizado donde flotaban pequeños charcos de grasa, y los alrededores del plato salpicados con manchones de grasa coagulada. Luché contra la espantosa necesidad de vomitar que surgía de mi estómago. Intenté pensar en cosas agradables; pero cuando me di cuenta de que me resultaba imposible pensar en ninguna, decidí concentrarme en lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Estábamos fuera del pub, caminando por la acera, pasando de largo el Banco, con Jamie a un lado y la chica al otro. Era una noche fría y cubierta de nubes, y las farolas eran de sodio. Dejamos atrás el olor del pub y traté de que el aire fresco circulara por mi cabeza. Me daba cuenta de que iba dando ligeros tumbos, empujando de vez en cuando a Jarme o a la chica, pero no podía hacer gran cosa para evitarlo; me sentía como uno de aquellos viejos dinosaurios, tan enormes que necesitaban virtualmente un cerebro aparte para mover sus patas traseras. Parecía como si yo tuviera un cerebro aparte para cada miembro, y que todos hubieran roto relaciones diplomáticas. Avanzaba, ladeándome y tropezando, lo mejor que podía, confiando en la suerte y en los dos que me acompañaban. La verdad es que no confiaba mucho en ninguno de ellos; en Jamie porque era demasiado pequeño para sostenerme si empezaba a desplomarme, y en la chica, porque era una chica. Probablemente demasiado débil; y, aunque no lo fuera, no me sorprendería que dejara que me rompiera la crisma contra la acera, porque a las mujeres les gusta ver a los hombres indefensos.