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—¿Te carga siempre así? —dijo la chica.

—¿Así, cómo? —dijo Jamie sin demostrarle la adecuada medida de indignación que se merecía de entrada por aquella pregunta.

—Tú montado en sus hombros.

—Ah, no, eso es solo para que yo pueda ver mejor al grupo musical.

—Gracias a Dios que solo es eso. Pensaba que ibais juntos así al retrete.

—Oh, sí; nos metemos juntos en un cubículo y Frank lo hace en el váter mientras yo lo hago en la cisterna.

—¡Estás de cachondeo!

—Síii —dijo Jamie con la voz distorsionada por un mueca de complicidad. Yo iba caminando junto a ellos lo mejor que podía, escuchando todo aquel rollo. Estaba un poco molesto de que Jamie hubiera mencionado algo, aunque fuera de broma, en relación a mí y a ir al váter; sabe muy bien lo sensible que soy sobre este tema. Solo una o dos veces me ha provocado con bromas sarcásticas sobre el interesante deporte que significa ir al baño de caballeros en el Cauldhame Arms (o en cualquier lugar, supongo) y atacar las colillas empapadas en los urinarios con el chorro de pis.

Admito que he visto a Jamie hacerlo y me quedé bastante impresionado. El Cauldhame Arms cuenta con unas excelentes instalaciones para tal deporte, pues tiene un inmenso urinario que comprende una pared entera y media de la otra, con un solo desagüe. Según Jamie, la finalidad del juego consiste en desplazar una colilla mojada desde el lugar en que se encuentre del canalillo hasta el agujero destapado del desagüe, deshaciéndola lo más posible en route. Puedes puntuar según el número de baldosas que superes al mover la colilla (con puntos extra si acabas metiéndola en el desagüe y si la desplazas desde el principio del canalillo hasta el agujero), por la magnitud de la destrucción causada en la colilla —al parecer es muy difícil desintegrar el cono negro en el extremo quemado— y, a lo largo de la noche, por el número de colillas despachadas de ese modo.

También se puede jugar al juego de maneras más limitadas en los pequeños urinarios individuales que ahora están tan de moda, pero Jamie nunca lo ha probado en esos porque es tan bajito que si tuviera que usar uno de esos tendría que colocarse a un metro de distancia para hacer que su chorrillo llegara en una trayectoria por alto.

De todos modos, se lo montan de manera que hacer un pis largo resulte más interesante, pero no estoy hecho para esas cosas, gracias al cruel destino.

—¿Es tu hermano o algo así?

—No, es mi amigo.

—Oye, ¿y siempre se pone así?

—Sí, normalmente, los sábados por la noche.

Se trata de una monstruosa mentira, por supuesto. Raramente me emborracho tanto que me impida hablar o caminar derecho. Y se lo habría dicho yo mismo a Jamie si hubiera podido hablar y no hubiera estado tan concentrado en poner un pie detrás de otro. Me parecía que ya no iba a ponerme a vomitar, pero esa misma parte irresponsable y destructiva de mi cerebro —probablemente formado por unas pocas neuronas, pero supongo que en todos los cerebros hay unas pocas como esas, y solo hacen falta unos cuantos gamberros para dar un mal nombre al resto— volvió a pensar en aquellos huevos fritos con beicon en el plato frío, y cada vez que ocurría me entraban arcadas. Tuve que hacer un gran esfuerzo de voluntad para ponerme a pensar en vientos helados, en cimas de montañas o en las formas que proyecta la sombra del agua sobre la arena socavada por las olas, en esas cosas que siempre me han parecido el epítome de la claridad y la pureza, y que ayudaban a distraer a mi cerebro de esa tendencia a regodearse en el contenido de mi estómago.

Sin embargo, necesitaba hacer un pis más desesperadamente que nunca. Jamie y la chica estaban casi pegados a mí, cada uno agarrándome de un brazo y sufriendo de vez en cuando mis empellones, pero mi borrachera había alcanzado un nuevo estado —en el momento en que las dos últimas pintas de cerveza y el whisky de acompañamiento llegaron a pasar a mi riego sanguíneo— en el que me sentía como si estuviera en otro planeta, a juzgar por las esperanzas que tenía de lograr comunicarles lo que deseaba. Caminaban cada uno a un lado y seguían hablando entre ellos, farfullando completas estupideces como si dijeran algo importante, y yo, con más cerebro que los de ambos juntos e información de importancia vital que comunicar, no podía articular una palabra.

Tenía que haber una forma. Intenté sacudir la cabeza e inspirar hondo un par de veces. Regularicé mis pasos. Pensé cuidadosamente sobre palabras y sobre cómo construirlas. Revisé mi lengua y comprobé la garganta. Tenía que sobreponerme. Tenía que comunicarme. Miré a mi alrededor mientras cruzábamos la calle; vi la señal que anunciaba Union Street sujeta a un muro bajo. Volví la cara hacia Jamie y después hacia la chica, me aclaré la garganta y dije con toda claridad:

—No sé si en alguna ocasión vosotros habéis compartido (o, por supuesto, seguís compartiendo, que para el caso es lo mismo en lo que a mí respecta, al menos mutuamente entre vosotros pero en ningún caso incluyéndome a mí) la idea equivocada que, por ventura, en cierta ocasión mantuve acerca de las palabras que componen la señal de acullá en lo alto, pero es hecho cierto que otrora yo pensara que «unión» hacía referencia a, digamos, la nomenclatura que delineaba una asociación de trabajadores, y entonces me pareció que ponerle ese nombre a una calle era un detalle bastante socialista viniendo de los prohombres del pueblo; me sorprendió pensar que todavía quedaban esperanzas con respecto a una posible paz o al menos a un alto el fuego en la lucha de clases si un reconocimiento tal del valor de los sindicatos podía llegar hasta las venerables e importantes señales del callejero en las vías públicas, pero tengo que reconocer que, tristemente, muy pronto fui sacado de mi error ante la idea tan extremadamente optimista que yo sostenía cuando mi padre, que Dios se apiade de su sentido del humor, me informó que la entonces recién confirmada unión de los parlamentos de Escocia e Inglaterra había sido la causa por la que los próceres locales —en connivencia con otros cientos de municipios de lo que hasta entonces había sido un reino independiente— decidieron celebrarlo de manera tan solemne y permanente, sin perder de vista, por supuesto, las oportunidades de sacar beneficios que tal forma temprana de absorción empresarial brindaba.