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La chica miró a Jamie.

—¿’dicho algo? ¿eh?

—Creía que solo se estaba aclarando la garganta —dijo Jamie.

—Ah, me pareció que había soltado algo sobre bananas.

—¿Bananas? —dijo Jamie incrédulo, mirando a la chica.

—Bueno —dijo ella, mirándome a mí y meneando la cabeza—.Ya está bien.

Para que después hablen de los problemas de comunicación entre la gente, pensé. Estaba claro que estaban tan borrachos que ni siquiera entendían una lengua hablada con corrección. Suspiré hondo mirando primero a uno y después a la otra mientras seguíamos avanzando lentamente por la calle principal, pasando los almacenes Woolworth y los semáforos. Miré hacia delante y traté de pensar qué demonios podía hacer. Me ayudaron a cruzar la calle siguiente y casi me caigo tratando de subir a la acera. De repente fui consciente de la vulnerabilidad de mi nariz y de mis dientes si llegaran a entrar en contacto con el duro granito de las aceras de Porteneil a cualquier velocidad levemente superior a una pequeña fracción de metro por segundo.

—Oye, yo y una de mis colegas hemos hecho carreras por los carriles de la Comisión Forestal que hay en los montes a cincuenta por hora, derrapando por todas partes como si fuera un circuito de carreras.

—Qué chulada.

Dios mío, seguían hablando de motos.

—¿A dónde lo llevamos? ¿A tu casa?

—A la de mi madre. Si aún está levantada nos preparará un té.

—¿Tu mamá?

—Sí.

—Vale.

Se me pasó por la cabeza como un flash. Estaba tan claro que no podía imaginar cómo es que no me había dado cuenta antes. Sabía que no tenía tiempo que perder y no podía dudarlo un instante —pronto iba a explotar— de manera que bajé la cabeza, me desembaracé de Jamie y de la chica y salí corriendo calle abajo. Me escaparía; haría como Eric para poder encontrar un lugar agradable y tranquilo en donde mear.

—¡Frank!

—Vamos, me cago en la puta, no jodas más, ¿qué quiere ese ahora?

La acera seguía bajo mis pies, que continuaban moviéndose más o menos como se espera de ellos. Podía oír a Jamie y a la chica corriendo detrás mío, gritando, pero ya había sobrepasado la vieja fábrica de serrín y el monumento a los caídos y estaba cogiendo velocidad. Mi distendida vejiga no mejoraba las cosas, pero tampoco me lo estaba poniendo tan imposible como temía.

—¡Frank! ¡Vuelve! ¡Frank, detente! ¿Qué te pasa? ¡Frank, estás loco, cabrón, te vas a romper el cuello!

—Oh, déjalo que se largue. Se habrá escondido.

—¡No! ¡Es mi amigo! ¡Frank!

Giré en la esquina de Bank Street, esquivando por poco dos farolas, y me lancé por la primera a la izquierda hacia Adam Smith Street para salir a la gasolinera de McGarvie. Llegué patinando con los pies a la explanada de la gasolinera y me escondí detrás de un surtidor, jadeando y eructando y sintiendo que se me salía el corazón. Me bajé los pantalones y me acuclillé, apoyando mi espalda contra el surtidor de cinco estrellas, respirando pesadamente al tiempo que el charco de humeante pis se iba acumulando en los huecos del deteriorado suelo de cemento de la estación de servicio.

Resonaron unos pasos y apareció una sombra a mi derecha. Volví la cabeza y vi a Jamie.

—Ahh… ahh… ahh — resoplaba sin aliento apoyándose con una mano en otro surtidor para equilibrarse, pues se había inclinado hacia delante y se miraba los pies, y con la otra mano en la rodilla, y el pecho inflándose y desinflándose—. Por… ahh… fin… ahh… por fin… ahh… te encuentro. Fffguauu…— Se sentó en la peana de cemento que sostienen los surtidores y se quedó mirando un rato el oscuro cristal de la oficina. Yo también estaba sentado, con la espalda pegada al surtidor, soltando las últimas gotitas. Me desplomé completamente contra mi espalda y me senté pesadamente en la peana, después me levanté tambaleante y me subí los pantalones.

—¿Por qué lo hiciste? —me dijo Jamie, todavía jadeante.

Yo le saludé con la mano, luchando por ponerme el cinturón. Estaba empezando a sentir nauseas de nuevo, y percibía descomunales emanaciones de humo del pub que surgían de mi ropa.

—Lo… —comencé a decir—. Lo siento — y las palabras se convirtieron en una arcada. La parte antisocial de mi cerebro se puso a pensar de repente en los huevos y en el beicon grasiento y mi estómago estaba a punto de entrar en erupción. Me doblé por la cintura, con arcadas y vómitos, sintiendo que el estómago se me contraía como un puño cerrado; involuntariamente, con vida propia, como una mujer debe de sentir las patadas de un teto. La garganta me raspaba con la fuerza del chorro. Jamie me agarró cuando estaba a punto de caerme. Me quedé allí quieto, como una navaja medio abierta, salpicando ruidosamente la explanada, Jamie metió una mano por la cintura de mis pantalones de pana para evitar que me cayera de bruces y me puso la otra mano en la frente mientras murmuraba algo. Yo seguía teniendo nauseas y ahora el estómago me dolía muchísimo; tenía los ojos inundados de lágrimas, la nariz me moqueaba y sentía la cabeza como si fuera un tomate maduro a punto de explotar. Luché por recobrar el aliento entre arcadas, arrojando chorros de vómito, y tosiendo y escupiendo al mismo tiempo. Oí cómo emitía un horrible sonido como el que hacía Eric cuando le daba un ataque por el teléfono, y confié en que no pasara nadie en ese instante y me sorprendiera en un momento tan indigno y en una posición tan delicada. Por fin paré, me sentí mejor, y volví a empezar, sintiéndome diez veces peor. Me eché hacia un lado con la ayuda de Jaime y me apoyé con las dos manos en una zona del suelo de cemento un poco más limpia, donde las manchas de aceite parecían estar secas. Tosí, escupí y sentí arcadas unas cuantas veces hasta que me eché hacia atrás y apoyé la espalda en los brazos de Jamie colocando las rodillas a la altura de la barbilla para aliviar el dolor de los músculos de mi estómago.

—¿Mejor ahora? —dijo Jamie. Yo asentí. Me incliné hacia delante hasta apoyarme en el trasero y los talones, con la cabeza entre las rodillas. Jamie me daba palmaditas en la espalda—. Quédate así un minuto, querido Frankie—. Sentí cómo se fue unos segundos. Volvió con unas toallitas de papel áspero del dispensador del patio y me limpió la boca con un trozo y el resto de la cara con otro. Hasta se las llevó y las tiró al cubo de la basura.

A pesar de que seguía sintiéndome borracho, de que me dolía el estómago y de que me sentía la garganta como si allí hubiera tenido lugar una pelea de puerco espines, me sentía mucho mejor.

—Gracias —conseguí decirle a Jaime, y comencé a levantarme. Jamie me ayudó a ponerme en pie.

—Por Dios, Frank, cómo te has puesto.

—Ya veo —le dije enjugándome los ojos con la manga de la camisa y echando un vistazo alrededor para comprobar que seguíamos solos. Le di un par de palmadas en el hombro y nos dirigimos a la calle.

Caminamos por las calles desiertas, yo respirando profundamente y Jamie sosteniéndome por un codo. La chica se había ido, no había duda, pero no lo sentía lo más mínimo.

—¿Por qué te pusiste a correr de ese modo?

—Tenía que largarme —le contesté meneando la cabeza.

—¿Cómo? —y se puso a reír—. ¿Y por qué no lo dijiste?

—No podía.

—¿Solo porque estaba allí la chica?

—No —le dije, y tosí—. No podía hablar. Demasiado borracho.

—¿Cómo? —dijo Jamie riendo.

—Sí —le dije asintiendo con la cabeza—. Volvió a reírse y sacudió la cabeza. Seguimos caminando.

La madre de Jamie todavía estaba levantada y nos preparó un té. Es una mujer grande que siempre lleva puesta una bata verde cuando la veo por las noches después de salir del pub en las ocasiones en que, como ocurre a menudo, su hijo y yo acabamos en su casa. No es muy desagradable, aunque hace ver que le agrado más de lo que en verdad siente.