—Mírate jovencito, no tienes muy buen aspecto. Venga, siéntate aquí y te traeré un té enseguida. Vaya oveja descarriada. —Yo estaba plantado en un sillón del salón en aquella casa de protección oficial mientras Jamie intentaba colgar nuestras chaquetas. Se podían oír sus saltos en el vestíbulo.
—Gracias —le dije con la voz rota y la garganta seca.
—Aquí tienes, cariño. Bueno, ¿quieres que encienda el fuego? ¿Tienes mucho frío?
Sacudí la cabeza y ella sonrió y asintió y me dio unas palmaditas en el hombro y se fue arrastrando los pies a la cocina. Jamie entró y se sentó en el sofá junto a mi sillón. Me miró, esbozó una sonrisa forzada y sacudió la cabeza.
—¡Estás hecho un desastre! ¡Estás hecho un desastre! —Dio una palmada y se hundió en el sofá, con los pies rectos delante de él. Yo parpadeé y miré a otro lado—. No te preocupes, querido Frankie. Con un par de tazas de té estarás como nuevo.
—Humm —logré murmurar, y me estremecí.
Me marché sobre la una de la mañana, más sobrio y empapado en té. Mi estómago y mi garganta casi habían vuelto a su estado normal, aunque mi voz seguía sonando áspera. Les di las buenas noches a Jamie y a su madre y me fui caminando por las afueras del pueblo hasta el sendero que lleva a la isla. Después continué por el camino en la más absoluta oscuridad, utilizando a veces mi pequeña linterna, en dirección al puente y a la casa.
Era un paseo muy tranquilo a través de terrenos de dunas, marismas y ocasionales pastos. Lo único que se podía oír, aparte de mis pasos en el sendero, era el lejano estruendo de los camiones pesados por la carretera que atraviesa el pueblo. El cielo estaba cubierto de nubes que apenas dejaban pasar la luz de la luna y me dejaban frente a una oscuridad absoluta.
Me acordé de una ocasión, en mitad del verano, hace dos años, cuando volvía por el sendero con el crepúsculo de la tarde después de pasar el día caminando por los montes que hay detrás del pueblo. A la caída de la noche vi unas luces extrañas desplazándose en el aire más allá de la isla. Ondeaban y se movían de un modo muy extraño, refulgiendo, desplazándose y destellando con una densidad y solidez impensables en algo que flota en el aire. Me paré y estuve observándolas un tiempo, tratando de captarlas con mis prismáticos, y me dio la impresión de que, de vez en cuando, entre las cambiantes imágenes de luz, podía distinguir estructuras a su alrededor. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, y mi mente se apresuró a racionalizar lo que veía. Rápidamente desplacé la mirada a las tinieblas y volví a alzar la vista hacia aquellas lejanas y silenciosas torres de llamas oscilantes. Estaban suspendidas en el cielo como rostros de fuego que observaran la isla desde lo alto, como esperando algo.
Entonces caí en la cuenta y supe lo que estaba pasando.
Un espejismo, un reflejo de capas de aire en alta mar. Estaba contemplando las llamaradas de las plataformas petrolíferas, quizá a cientos de kilómetros de distancia, en el mar del Norte. Al volver a mirar aquellas formas difuminadas alrededor de la llama me parecieron plataformas, construidas vagamente con el fulgor de sus propios gases. Seguí mi camino feliz tras aquello —sin duda mucho más feliz de lo que estaba antes de ver la extraña aparición— y se me ocurrió que alguien menos lógico y menos imaginativo que yo habría llegado a la conclusión de que lo que estaba viendo eran OVNIS.
Finalmente llegué a la isla. La casa estaba a oscuras. Me quedé contemplándola en la oscuridad, apreciando en silencio su masa bajo la tenue luz de una luna borrosa, y pensé que parecía mayor de lo que era, como una inmensa cabeza de piedra, como una enorme calavera iluminada por la luna, llena de formas y recuerdos, que miraba al mar, unida a un vasto y poderoso cuerpo, enterrado en las rocas y la arena, dispuesto a desperezarse y a salir de allí, desenterrándose él mismo, esperando una orden o señal inescrutable.
La casa miraba fijamente al mar, a la noche, y yo entré en ella.
5. UN RAMILLETE DE FLORES
Maté a Esmerelda porque me pareció que me lo debía a mí mismo y al mundo en general. Después de todo, me había cargado a dos niños y por lo tanto le había hecho a las mujeres una especie de favor estadístico. Si tenía el valor para demostrar mis convicciones, pensé, debía equilibrar un poco la balanza. Mi prima fue, simplemente, el objetivo más obvio y más fácil.
Como en las otras ocasiones, no le guardaba ningún rencor personal. Los niños no son gente de verdad, en el sentido de que no son varones y hembras pequeñitos, sino una especie aparte que (probablemente) se convertirán en lo uno o lo otro a su debido tiempo. Los niños pequeños especialmente, antes de verse envueltos en la insidiosa y maligna influencia de sus padres y de la sociedad, son abiertamente asexuados y, por lo tanto, perfectamente dignos de aprecio. Me gustaba Esmerelda (aunque pensaba que su nombre era un poco empalagoso) y jugaba mucho con ella cuando venía a visitarnos. Era la hija de Harmsworth y de Morag Stove, mis medio tíos por parte de la primera esposa de mi padre; era el matrimonio que se hizo cargo de Eric desde los tres a los cinco años. A veces venían desde Belfast para pasar el verano con nosotros; mi padre se llevaba bien con Harmsworth y, como yo me ocupaba de Esmerelda, pasaban unas vacaciones bastante relajadas aquí. Me da la impresión de que a la señora Stove no le hacía mucha gracia que yo me ocupara de su hija ese verano, pues fue el verano siguiente de que yo volara por los aires al pequeño Paul en su más tierna edad, pero a los nueve años no había duda de que yo era un niño feliz y bien adaptado, responsable y bien hablado y, siempre que salía a relucir el tema, indudablemente entristecido por el fallecimiento de mi hermanito. Estoy convencido de que la razón por la que los adultos que me rodeaban estaban absolutamente convencidos de mi inocencia era debido a que yo tenía la conciencia verdaderamente limpia. Llegué a montar la doble farsa de mostrarme ligeramente culpable por motivos que no venían al caso, y así los adultos me decían que no me culpara a mí mismo por no haber podido prevenir a tiempo a Paul. Resultaba perfecto.
Ya había decidido que intentaría asesinar a Esmerelda antes de que llegaran ella y sus padres a pasar las vacaciones. Eric estaba fuera en un crucero con el colegio, así que estaríamos solos, ella y yo. Sería un poco arriesgado, tan seguido después de la muerte de Paul, pero tenía que hacer algo para equilibrar la balanza. Podía sentirlo en mis entrañas, en mis huesos; tenía que hacerlo. Era como una comezón interior, como algo que no podía evitar, como cuando vas por la calle en Porteneil y golpeas sin querer un talón en un adoquín. Entonces tengo que golpear el otro talón en otro adoquín con una fuerza parecida al del primer talonazo para volver a quedarme a gusto. Lo mismo me pasa si me rozo un brazo contra una pared o una farola; tengo que rozarme también el otro brazo enseguida, o por lo menos rascármelo con la otra mano. De otras muchas maneras como esas es como trato de mantener el equilibrio, aunque no tengo ni idea de por qué. Es simplemente algo que se tiene que hacer; y del mismo modo, me tenía que deshacer de alguna mujer, inclinar ligeramente la balanza hacia el otro lado.
Aquel año me había dado por las cometas. Era 1973, supongo. Empleaba multitud de cosas para fabricarlas: caña, listones de madera y perchas de alambre, varillas de aluminio para tiendas de campaña, y cubiertas de papel y de plástico y bolsas de basura y cordel y cuerda de nailon y bramante y toda clase de pequeñas trabillas y hebillas y trozos de cordón eléctrico y de cintas de goma y pedazos de cable y alfileres y tornillos y clavos y piezas desmontadas de los barcos de modelismo y de diversos juguetes. Construí un carrete manual con doble manubrio con retén y espacio para medio kilómetro de hilo en el tambor; elaboré diferentes tipos de colas para las diferentes necesidades de las cometas, y docenas de cometas, grandes y pequeñas, algunas de ellas de acrobacia. Las guardaba en mi cobertizo y, con el tiempo, tuve que sacar las bicicletas afuera y taparlas con una lona cuando la colección me desbordó.