Aquel verano llevé a menudo a Esmerelda a volar cometas. La dejaba jugar con una cometa pequeña de un solo hilo mientras yo usaba una de acrobacia.Yo me ponía a hacer bucles en el aire con la mía alrededor de la de ella, o la hacía descender en picado hacia la arena desde mi puesto en lo alto de una duna, bajando la cometa hasta hacer muescas en altas torres de arena que había construido y remontando el vuelo a continuación, mientras la cometa iba dejando en el aire una estela de arena de la desmoronada torre. Aunque me llevó un tiempo conseguirlo y estrellé un par de ellas, una vez llegué a echar abajo una presa con una cometa. La hacía bajar en picado y, tras cada pasada, conseguía mellar el muro con una esquina de la cometa hasta llegar a hacerle una hendidura al muro de la presa por donde el agua acababa saliendo y haciendo que finalmente se desmoronara toda la presa y arrasara el pueblo de casitas de arena que había debajo.
Y entonces, un día estaba yo en lo alto de una duna, tirando contra la fuerza del viento que empujaba la cometa, agarrando y cobrando y calibrando y ajustando y torciendo, cuando uno de aquellos giros se me apareció como un estrangulamiento alrededor del cuello de Esmerelda, y así nació la idea. Emplear las cometas.
Lo consideré con toda la tranquilidad del mundo, sin dejar de volar la cometa desde la duna, como si nada hubiera ocurrido excepto la computación maquinal de mi cerebro que guiaba la cometa, y me pareció razonable. Y mientras pensaba en ello, aquella idea cobró vida propia, germinando, tal cual, y alcanzando las proporciones de lo que finalmente concebí como la némesis de mi prima. Entonces, recuerdo que esbocé una sonrisa forzada y llevé la cometa acrobática en un vuelo rasante por encima de la hierba y del agua, de la arena y la espuma de las olas, corriéndola con el viento para, con un tironazo brusco, esquivar a la niña poco antes de que la golpeara en lo alto de la duna en donde estaba sentada sosteniendo en la mano su cometa, a la que daba tirones espasmódicos, conectada con el cielo. Se volvió hacia mí, sonrió y soltó una risotada chillona, entornando los ojos ante la luz del verano. Yo también me reí mientras seguía controlando, con igual presteza, tanto aquella cosa en las alturas del cielo, como la otra, que iba germinando en mi cerebro bajo las alturas.
Construí una cometa enorme.
Era tan grande que ni siquiera cabía en el cobertizo. La hice de viejos postes de aluminio de tienda de campaña, algunos de los cuales ya los había conseguido hacía tiempo en el desván y otros los había encontrado en el vertedero del pueblo. El entelado fue al principio de bolsas de basura, pero después lo sustituí por tela de tienda de campaña, también del desván.
Para el hilo empleé sedal de pesca naranja de gran resistencia enrollado en un tambor especialmente fabricado para el carrete, que había reforzado y que se encajaba en un arnés de pecho. La cometa tenía una cola elaborada con tiras de papel de revistas como Armas y municiones, que en aquel tiempo recibía regularmente. En la lona del armazón pinté una cabeza de perro de color rojo porque todavía no me había enterado de que yo no era del signo del Can. Mi padre me había contado hacía años que yo había nacido bajo el signo astral del Can Mayor porque Sirio era en aquel momento mi ascendente. Bueno, aquello era solo un símbolo.
Una mañana salí muy temprano; acababa de amanecer y no se había despertado nadie. Me fui al cobertizo, saqué la cometa, caminé un trecho por las dunas, la ensamblé, clavé una clavija de tienda de campaña en el suelo, amarré el nailon allí, y estuve un rato volando la cometa con el hilo muy corto. Hasta con aquel viento suave me hacía sudar y forcejear, y las manos se me fueron calentando a pesar de los recios guantes de soldador que llevaba puestos. Me convencí de que la cometa serviría y la volví a dejar en su sitio.
Aquella tarde, con el mismo viento —ahora más fresco— bañando la isla en dirección al mar del Norte, Esmerelda y yo salimos como siempre, deteniéndonos un momento en el cobertizo para recoger la cometa desmontada. Me ayudó a llevarla mientras nos alejábamos por las dunas, portando cumplidamente las cuerdas y el carrete apretados contra su pechito liso y dándole vueltas al trinquete, hasta que llegamos a un lugar que quedaba fuera de la vista de la casa. Era un alto cabezo de duna que miraba de frente a las lejanas costas de Noruega o Dinamarca, con hierba como cabellos que crecieran puntiagudos por encima del ceño.
Esmerelda se puso a buscar flores mientras yo iba construyendo la cometa con una lentitud solemne apropiada al caso. Recuerdo que ella les hablaba a las flores como si tratara de convencerlas de que salieran, para así cogerlas en un ramillete, arrancadas y apretadas. El viento agitaba su rubia cabellera frente a su rostro mientras ella caminaba, se agachaba, gateaba y hablaba, y yo seguía ensamblando la cometa.
Finalmente la cometa estaba lista, completamente montada y tirada en el suelo como una tienda de campaña caída sobre la hierba, verde sobre verde. El viento serpenteaba a su alrededor y la hacía flamear; el sonido de pequeños latigazos que la hacían removerse y parecer que estaba viva; la cara de perro amenazante. Desenrollé el hilo naranja de nailon y até algunos cabos al armazón, deshaciendo los nudos, uno a uno.
Llamé a Esmerelda para que viniera. Sostenía un ramillete de florecillas y me hizo esperarla pacientemente mientras me las iba describiendo una por una, inventándose los nombres que había olvidado o que nunca había sabido. Acepté la margarita que amablemente me ofreció y me la puse en el bolsillo izquierdo del pecho de la chaqueta. Le dije que ya había terminado de construir la nueva cometa y que podía ayudarme a probarla con el viento. Ella estaba emocionada y deseando agarrar los hilos. Le dije que quizá la dejara, pero que yo mantendría siempre el control. No quería soltar las flores de la mano y le dije que quizá también podría llevarlas.
Esmerelda exclamó ohhh y ahhh acerca del tamaño de la cometa y del fiero perrito pintado en ella. La cometa yacía sobre la hierba ondulada por el viento como una impaciente manta raya que encrespara su aletas. Encontré los hilos principales de control y se los entregué a Esmerelda, enseñándole cómo y dónde utilizarlos. Había hecho unas lazadas para pasarlas alrededor de sus muñecas de manera que, según le conté, no perdiera el agarre. Ella pasó sus manos por el nailon trenzado, asiendo con fuerza un hilo y tomando el manojo de flores y el otro hilo con la otra mano. Yo agarré mi parte de los hilos de control y los pasé en una lazada alrededor de la cometa. Esmerelda se puso a saltar y me dijo que me diera prisa y que empezara a volar la cometa. Eché un último vistazo alrededor y a continuación solo tuve que empujar un poco con el pie hacia arriba la parte superior de la cometa para que cogiera viento y se elevara. Retrocedí corriendo detrás de la espalda de mi prima mientras el hilo suelto entre ella y la cometa, que ascendía con rapidez, se iba tensando.
La cometa remontó el vuelo en el aire de manera brutal, elevando su cola con un sonido como el de cartón desgarrado. Dio una sacudida y crujió en el aire. Esquivó su propia cola y flexionó sus huecos huesos. Yo me coloqué detrás de Esmerelda y sostuve los hilos justo detrás de sus pequeños codos pecosos, esperando el tirón. Las líneas se tensaron y entonces llegó. Tuve que clavar los talones en el suelo para mantener el equilibrio. Choqué contra Esmerelda y ella dio un chillido. Había soltado los hilos cuando sintió el primer chasquido brutal al tensarse el nailon, y se quedó, alternativamente, mirándome con la cabeza vuelta y mirando al cielo que nos cubría. Seguía aferrada a sus flores y los tirones que yo daba lucían que sus brazos se movieran como los de una marioneta, atrapada en los lazos. Tenía el carrete sujeto al arnés, un poco suelto entre mi pecho y mis manos. Esmerelda volvió su rostro hacia mí una última vez, entre risitas, y yo también me reí. Entonces solté los hilos.