El carrete la golpeó al final de su espalda y dio un grito. Entonces fue elevándose sobre sus pies a medida que los hilos tiraban de ella y los lazos apretaban sus muñecas. Yo me tambaleé hacia atrás, en parte para que pareciera la reacción normal ante la remota posibilidad de que hubiera alguien observando, y en parte porque perdí el equilibrio al soltarme el carrete. Me caí al suelo cuando Esmerelda lo abandonaba para siempre. La cometa continuó chasqueando y flameando y flameando y chasqueando mientras iba alzando a la niña de la tierra y la encumbraba en el aire, con carrete incluido. Me quedé tendido de espaldas y contemplé aquello un segundo para levantarme enseguida y salir corriendo detrás de ella tan veloz corno pude porque, una vez más, sabía que no podría alcanzarla. Ella gritaba y agitaba las piernas con todas sus ganas, pero los crueles lazos la sujetaban por las muñecas, la cometa estaba a merced de las fauces del viento, y ya quedaba muy lejos de mi alcance aunque hubiera querido cogerla.
Corrí y corrí, saltando de una duna y rodando por la ladera que da al mar, contemplando cómo la pequeña figura gesticulante iba alzándose más y más en el cielo a medida que la cometa se la llevaba. Apenas se oían ya sus gritos y chillidos; solo un leve gemido arrastrado por el viento. Voló sobre las arenas y las rocas en dirección al mar, y yo corría, alborozado, debajo de ella, contemplando como el carrete atascado se balanceaba bajo sus agitados pies. Su vestido ondulaba a su alrededor.
Subió y subió y yo seguí corriendo, sobrepasado ahora por el viento y la cometa. Corrí atravesando los charcos rizados a la orilla del mar y después acabé metiéndome en el agua hasta las rodillas. Fue entonces cuando algo, que a primera vista me pareció homogéneo, y después vi separarse y disgregarse, cayó de ella. Al principio pensé que se había meado encima pero enseguida vi flores descendiendo del cielo y caer en el agua delante de mí como una rara lluvia. Avancé chapaleando por el agua poco profunda hasta que llegué hasta ellas y recogí las que pude, alzando la vista desde mi recolecta para contemplar cómo Esmerelda y la cometa partían hacia el mar del Norte. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que pudiera llegar a cruzar el maldito mar y llegar a tierra antes de que el viento amainara, pero estimé que, aunque tal cosa pudiera ocurrir, yo ya había hecho todo lo que estaba en mi mano, y mi honor estaba a salvo.
Observé cómo se iba haciendo más y mas pequeña, y después me di la vuelta y me dirigí a la playa.
Sabía que tres muertes en mi inmediata vecindad en un plazo de cuatro años tenía que parecer sospechoso, y ya había planeado cuidadosamente mi reacción. No salí corriendo hacia la casa sino que volví a las dunas y me senté allí con las flores en la mano. Me canté canciones, me inventé historias, me entró hambre, me revolqué un poco en la arena, me froté un poco los ojos con ella y, en general, intenté meterme a fondo en un estado mental que pareciera terrible para un niño como yo. Y allí seguía sentado al atardecer, mirando fijamente al mar, cuando un joven trabajador forestal del pueblo me encontró.
Formaba parte del grupo de búsqueda organizado por Diggs después de que mi padre y mis parientes nos echaran en falta y llamaran a la policía. El joven apareció en lo alto de las dunas silbando y golpeando de vez en cuando cañaverales y matojos con un palo.
Hice como si no lo viera. Me quedé mirando fijamente al mar, tiritando y aferrado a las flores. Mi padre y Diggs llegaron después de que el joven diera la voz a la brigada de gente en hilera que batía las dunas en nuestra busca, pero yo seguí sin reconocer su presencia. Al final había decenas de personas arracimadas a mi alrededor, mirándome, haciéndome preguntas, rascándose la cabeza, mirando sus relojes e intercambiando miradas. Yo hice como si no viera a nadie. Formaron de nuevo una hilera y se pusieron a buscar a Esmerelda mientras a mí me llevaban a la casa. Me ofrecieron una sopa, que deseaba más que nada en el mundo, pero que hice como si no la viera, me hicieron preguntas que contesté con un silencio catatónico y una mirada perdida. Mi tío y mi tía me sacudieron por los hombros, sus rostros enrojecidos y sus ojos en lágrimas, pero yo hice como si no los viera. Finalmente mi padre me llevó a mi cuarto, me desvistió y me metió en la cama.
No me dejaron solo en mi habitación durante toda la noche y, tanto si fue mi padre, Diggs, o cualquier otro quien me acompañaba, lo mantuve despierto quedándome tendido tranquilamente durante un rato, fingiendo estar dormido, y a continuación poniéndome a gritar con todas mis ganas y cayéndome de la cama para acabar tirado en el suelo. En cada ocasión me recogían, me abrazaban y me devolvían a la cama. Y en cada ocasión yo pretendía volver a dormirme y volverme loco a los pocos minutos. Si cualquiera de ellos me hablaba yo me quedaba tintando en la cama y lo miraba fijamente, sordo y mudo.
Estuve así hasta el amanecer, cuando la partida de búsqueda volvió, sin Esmerelda, y entonces decidí que ya podía dormirme.
Tardé una semana en recuperarme y tengo que reconocer que fue una de las mejores semanas de mi vida. Eric volvió de su crucero con el colegio y comencé a hablar poco después de su llegada; al principio solo fueron palabras sin sentido que se fueron transformando más adelante en indicios inconexos de lo que había ocurrido, seguido siempre todo ello de alaridos y de estado catatónico.
Alrededor de la mitad de la semana permitieron que el doctor MacLennan me viera un momento, después de que Diggs rechazara la prohibición de mi padre de que nadie, excepto él, podía realizarme un examen médico. Y aún así, mi padre permaneció en la habitación, ceñudo y circunspecto, para asegurarse de que el examen se llevaba a cabo dentro de unos límites; me alegré de que no dejara al doctor explorarme de arriba abajo, y correspondí a ello mostrándome un poco más lúcido.
Al final de la semana seguía representando ocasionalmente mis fingidas pesadillas, y de vez en cuando me ponía repentinamente a temblar y me quedaba en silencio, pero ya comía más o menos normalmente y podía responder a las preguntas con cierta despreocupación. Aunque hablar de Esmerelda y de lo que le había ocurrido seguía provocándome mini ataques de histeria seguidos de gritos y mutismo total, tras un laborioso y paciente interrogatorio por parte de mi padre y de Diggs. les dejé entender que estaba dispuesto a contar lo que había ocurrido…una cometa enorme; Esmerelda que se enreda en los hilos; yo intentando ayudarla y el carrete que se me escapa de las manos; carrera desesperada; después la mente en blanco.
Les expliqué que tenía miedo de estar bajo una maldición, de traer la muerte y la destrucción a cualquiera que se me acercase, y que también tenía miedo de que me pudieran mandar a la cárcel si la gente pensaba que yo había matado a Esmerelda. Sollocé y me abracé a mi padre y hasta llegué a abrazar a Diggs, oliendo la tela de su rígido uniforme azul mientras lo hacía y sintiendo como casi se derretía y me creía. Le pedí que fuera a mi cabaña y que se llevara todas mis cometas y las quemara, lo cual cumplió diligentemente en una hondonada que hoy lleva el nombre de Cañada de la Pira de Cometas. Lo sentí por las cometas, y ya me había hecho a la idea de que tendría que renunciar para siempre a volarlas para hacer que todo aquel montaje pareciera convincente, pero merecía la pena. Esmerelda jamás apareció; nadie la volvió a ver después de mí, a juzgar por el resultado de las indagaciones de Diggs entre pescadores y trabajadores de las plataformas petrolíferas.