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Así que conseguí superarme a mí mismo y pasar una maravillosa, aunque agotadora, semana disfrutando con la actuación. Las flores a las que seguía aferrado cuando me llevaron a la casa habían sido arrancadas de mi mano y depositadas en una bolsa de plástico en lo alto del refrigerador. Allí las descubrí, marchitas y mustias, olvidadas y desapercibidas, dos semanas después. Una noche me las llevé al santuario del desván y allí siguen hasta este día: espirales marrones de plantas secas como cinta adhesiva cello vieja y apergaminada, metidas en un frasco de cristal. A veces me pregunto dónde acabaría mi prima; en el fondo del mar, o arrastrada hasta una costa escarpada y desierta, o aventada hasta la ladera de una alta montaña, para acabar devorada por gaviotas o por águilas…

Prefiero pensar que murió cuando aún flotaba en el aire arrastrada por la cometa gigante, que voló alrededor del mundo y después se fue elevando más y más al morir de hambre y deshidratación, perdiendo así más peso y acabando finalmente como un minúsculo esqueleto remontando las corrientes de aire del planeta; una especie de Holandesa Errante. Pero dudo que una visión tan romántica de los hechos se ajuste a la realidad.

Me pasé la mayor parte del domingo en cama. Tras mi juerga de la noche anterior lo que quería era descansar, muchos líquidos, poca comida, y que se me pasara la resaca. En esos momentos me entraban ganas de decidir no volver a emborracharme jamás, pero al ser tan joven me pareció que probablemente sería una decisión poco realista, así que resolví no volver a emborracharme tanto.

Llegó mi padre y se puso a aporrear la puerta cuando vio que no me presentaba a desayunar.

—¿Y ahora qué te pasa? Si es que se puede preguntar.

—Nada —le contesté con voz ronca.

—Eso espero —dijo mi padre sarcásticamente—. ¿Y cuánto bebiste anoche?

—No mucho.

—Humm —murmuró.

—Enseguida bajo —dije yo, moviéndome arriba y abajo en la cama para hacer ruidos que sonaran como que me estaba levantando.

—¿Eras tú el que llamó anoche por teléfono?

—¿Cómo? —pregunté dirigiéndome a la puerta y dejando de moverme.

—¿Eras tú, no? Ya pensé que serías tú; intentaste camuflar la voz. ¿Qué hacías llamando a esa hora?

—Ehh… No recuerdo haber llamado, papá, de verdad —dije con calma.

—Humm. Eres un irresponsable, jovencito —dijo, y a continuación se fue hacia el vestíbulo arrastrando su zapatones. Yo me quedé allí, pensando. Estaba casi seguro de no haber llamado a casa la noche anterior. Había estado con Jamie en el pub, después con Jamie y la chica en la calle, después estuve solo cuando me puse a correr, y después con Jamie, y más tarde con él y su madre, para acabar volviendo a casa casi sobrio. No había momentos en blanco. Supuse que debía de ser Eric quien llamó. Por lo que dijo mi padre no debió de hablar con él mucho tiempo pues, si no, habría reconocido la voz de su hijo. Estaba tendido en la cama, deseando que Eric siguiera huido y encaminándose hacia aquí, y que mi cabeza y mis tripas dejaran de recordarme lo mal que me sentía.

—Mira la pinta que tienes —me dijo mi padre cuando finalmente aparecí con la bata para ver una vieja película en el televisor aquella tarde—. Supongo que estarás orgulloso de ti mismo. Supongo que crees que sentirte así te convierte en un hombre. —Mi padre chasqueó la lengua y sacudió la cabeza antes de volver la vista a su lectura, el Scientific American. Yo me senté silenciosamente en uno de los grandes sillones del salón.

—Me emborraché un poco anoche, papá, lo admito. Siento mucho que te enfades, pero te aseguro que ya estoy sufriendo las consecuencias.

—Espero que hayas aprendido una lección. ¿Te das cuenta de la cantidad de neuronas que conseguiste matar anoche?

—Unos cuantos miles —dije yo tras pararme un instante a calcularlo.

Mi padre asintió entusiásticamente con la cabeza y añadió:

—Por lo menos.

—Bueno, trataré de no volver a hacerlo.

—Humm.

—¡Brrap! —soltó mi ano con estruendo, sorprendiéndome tanto a mí como a mi padre. Bajó la revista y se quedó mirando fijamente al espacio por encima de mi cabeza, con una sonrisa de conocedor, mientras yo me aclaraba la garganta y abanicaba el aire con los faldones de mi bata tan disimuladamente como podía. Pude ver cómo las aletas de su nariz se flexionaban y se estremecían.

—Láger y whisky, ¿eh? —dijo moviendo con satisfacción la cabeza de arriba abajo y volviendo a llevarse la revista a los ojos. Sentí cómo me sonrojaba y me chirriaban los dientes, agradecido de que se hubiera retirado tras las páginas de papel cuché. ¿Cómo podía hacerlo? Yo continué como si no hubiera pasado nada.

—Ah. Por cierto —dije—. Espero que no te importe, pero le conté a Jamie que Eric se había escapado.

Mi padre me lanzó una mirada furiosa por encima de la revista, sacudió la cabeza y continuó leyendo.

—Idiota —dijo.

Por la noche, tras picar algo en lugar de cenar, subí al desván y utilicé el telescopio para echar un vistazo a distancia a la isla y asegurarme de que no había ocurrido nada mientras yo descansaba en la casa. Todo parecía en calma. Aquella fría noche nublada salí a dar un breve paseo por la playa hacia el extremo sur de la isla, volví a casa y, cuando estaba viendo un poco de televisión, llegó la lluvia, transportada por un viento rasante, tamborileando en la ventana.

Ya estaba en la cama cuando sonó el teléfono. Me levanté rápidamente, pues no me había dormido del todo cuando lo oí, y salí corriendo escaleras abajo antes de que llegara mi padre. No sabía si todavía estaba despierto o no.

—¿Sí? —dije sin aliento mientras me remetía la camisa del pijama en los pantalones. Sonaron unos bips y a continuación una voz al otro lado suspiró:

—No.

—¿Cómo? —dije frunciendo el ceño.

—No —repitió la voz al otro lado.

—¿Eh? —dije yo. No estaba seguro de que fuera Eric.

—Has dicho «Sí».Yo digo «No».

—¿Qué quieres que diga?

—«Porteneil 531».

—Muy bien. Porteneil 531. ¿Diga?

—Muy bien. Adiós. —La voz soltó una risita y la línea se cortó.

Yo me quedé mirando el teléfono con cara de odio y después lo colgué. Estuve dudando. El teléfono volvió a sonar. Lo descolgué antes de que acabara el primer ring.

—Eres… —comencé a decir y entonces volvieron a sonar los pitidos. Esperé a que terminaran y dije—: Porteneil 531.

—Porteneil 531 —dijo Eric. Al menos yo creía que era Eric.

—Sí —dije yo.

—¿Sí qué?

—Sí, que aquí es Porteneil 531.

—Yo creía que aquí es Porteneil 531.

—Es aquí. ¿Quién es? ¿Eres…?

—Soy yo. ¿Es Porteneil 531?

—¡Sí! —exclamé con un grito.

—¿Y quién es usted?

—Frank Cauldhame —dije tratando de conservar la calma—. ¿Quién es usted?

—Frank Cauldhame —respondió Eric.

Miré alrededor, arriba y abajo, pero mi padre no daba señales de vida.

—Hola, Eric —dije con una sonrisa. Decidí que, pasara lo que pasara, aquella noche no haría enfadar a Eric. Antes de decirle algo improcedente y conseguir que mi hermano rompiera otra pieza del mobiliario urbano perteneciente a Correos y Telégrafos, colgaría el teléfono.

—Te acabo de decir que me llamo Frank. ¿Por qué me llamas «Eric»?

—Venga, Eric. Reconozco tu voz.

—Soy Frank. Deja de llamarme Eric.

—Muy bien. Muy bien. Te llamaré Frank.

—¿Y quién eres tú?

Me quedé pensativo.

—¿Eric? —dije probando.

—Me acabas de decir que te llamabas Frank.

—Bueno. —Exhalé un suspiro y me apoyé contra la pared con una mano, meditando lo que podía decir—. Era solo… era solo una broma. Oh, Dios mío, no sé. —Fruncí el ceño mirando al teléfono y me quedé esperando a que Eric dijera algo.