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—Bueno, Eric —dijo Eric—, ¿qué noticias tenemos?

—Oh, bueno, nada especial. Anoche salí. Estuve en el pub. ¿Me llamaste anoche?

—¿Yo? No.

—Ah. Es que papá dice que llamó alguien. Pensé que quizá fuiste tu.

—¿Por qué iba yo a llamar?

—Bueno, pues no sé —me encogí de hombros—. Por la misma razón por la que has llamado esta noche. Por lo que sea.

—Bueno, ¿y por qué crees que he llamado esta noche?

—Pues no sé.

—Joder; no sabes por qué he llamado, no estás seguro de tu propio nombre, confundes el mío. No estás muy fino, ¿verdad?

—Por Dios… —dije más para mí mismo que para Eric. Podía sentir cómo la conversación estaba derivando por el camino equivocado.

—¿No vas a preguntarme cómo estoy?

—Sí, sí —dije—. ¿Cómo estás?

—Fatal. ¿Cómo estas tú?

—Bien. ¿Por qué te sientes fatal?

—La verdad es que no te importa.

—Por supuesto que me importa. ¿Qué te pasa?

—Nada que te importe lo más mínimo. Pregúntame cualquier otra cosa, como qué tiempo hace, dónde estoy o algo así. Ya sé que no te importa cómo me encuentro.

—Por supuesto que me importa. Eres mi hermano. Es normal que me importe —protesté yo. Justo en ese momento oí como se abría la puerta de la cocina y, segundos después, apareció mi padre al pie de las escaleras y, agarrando la bola de madera esculpida en el poste, se quedó mirándome furioso. Alzó la cabeza y la giró ligeramente a un lado para escuchar mejor. Yo me perdí parte de lo que Eric me estaba diciendo y solo pude oír:

—…importa como me sienta. Cada vez que llamo es lo mismo. «¿Dónde estás?» Eso es lo único que te importa; no te importa dónde está mi cabeza, solo mi cuerpo. No sé por qué me tomo la molestia, no sé. Mejor sería que no me molestara en llamar.

—Humm. Bueno. Tienes razón —le dije bajando la vista para mirar a mi padre y sonriendo. Seguía allí, inmóvil y en silencio.

—¿Ves lo que te digo? Eso es todo lo que se te ocurre decir. «Humm. Bueno. Tienes razón». Gracias por tu puta comprensión. Eso demuestra lo que te importo.

—De nada. Al contrario —le dije. Me aparté el teléfono de la boca y le grité a mi padre—: ¡Es Jamie otra vez, papa!

—… no sé por qué me tomo la molestia de hacer un esfuerzo.

Eric seguía enrollándose al teléfono sin, al parecer, percatarse de lo que yo acababa de decir. Mi padre tampoco me hizo mucho caso y se quedó en la misma posición que estaba, alzando la barbilla.

Yo me pasé la lengua por los labios y dije:

—Bueno, Jamie…

—¿Cómo? ¿Lo ves? Te has vuelto a olvidar de mi nombre. ¿De qué sirve todo esto? Eso es lo que me gustaría saber. ¿Humm? ¿De qué sirve? El no me quiere. Pero, tú sí que me quieres, ¿verdad? ¿Eh? Su voz se fue desvaneciendo poco a poco, convirtiéndose en un eco; debió de apartarse el teléfono de la cara. Sonaba como si estuviera hablando con otra persona dentro de la cabina.

—Sí, Jamie, por supuesto. —Sonreí a mi padre, asentí con la cabeza y me pasé la mano por debajo de la axila del otro brazo, intentando parecer lo más relajado posible.

—Tú sí que me quieres, ¿verdad, cariño? Como si tu corazoncito ardiera por mí… —seguía murmurando Eric en la distancia. Yo tragué saliva, sonreí y miré a mi padre.

—Bueno, así son las cosas, Jamie. Esta misma mañana se lo decía a mi padre aquí presente. —Le hice un gesto con la mano a mi padre.

—Te estás abrazando de amor por mí, ¿verdad, cariño?

Entonces sentí que mi corazón y mi estómago iban a entrar en colisión cuando empecé a escuchar un impetuoso jadeo por el teléfono que se superponía a los susurros de Eric. Un leve gemido y ciertos sonidos salivares me pusieron la carne de gallina. Me estremecí. Sentí una sacudida en la cabeza como si me hubiera echado al coleto un whisky de cien grados. Y seguía oyéndose jadeo tras jadeo, gemido tras gemido. Se oyó a Eric pronunciar al fondo unas palabras tranquilizadoras en voz baja. Oh, Dios mío, tenía un perro metido en la cabina. Oh, no.

—¡Bueno! ¡Oye! ¡Oye, Jamie! Dime qué te parece —dije en voz alta con desesperación, preguntándome si mi padre habría notado cómo se me ponía la piel de gallina. Pensé que se me salían los ojos de las órbitas, pero poco podía hacer para remediarlo; estaba intentando por todos los modos que se me ocurriera algo que pudiera llamar la atención de Eric—. Se me acaba… se me acaba de ocurrir que deberíamos… que deberíamos convencer aWilly de que nos deje probar otra vez su viejo coche, ¿sabes?: el Mini con el que se pone a saltar por la arena de vez en cuando. Nos lo pasamos bien aquella vez, ¿no? —A esas alturas ya casi no me quedaba voz y tenía la garganta seca.

—¿Cómo? ¿De qué estás hablando? —sonó la voz de Eric de repente, otra vez cerca del teléfono. Yo tragué y volví a sonreír a mi padre, cuyos ojos parecían haberse entornado ligeramente.

—Ahora te acuerdas, ¿verdad Jamie? Cuando probamos el Mini de Willy. Pues tengo que convencer a mi padre, aquí presente—, susurré estas dos últimas palabras— de que me compre un coche viejo para poder conducir por la arena.

—Estás diciendo estupideces. Nunca he conducido el coche de nadie por la arena. Te has vuelto a olvidar de quién soy —dijo Eric, que seguía sin oír lo que le estaba diciendo. Aparté la vista de mi padre y me puse a mirar al rincón, suspirando y musitando para mis adentros «Oh, Dios mío», apartado del teléfono.

—Sí. Sí, eso es, Jamie —continué ya sin esperanza—. Mi hermano sigue de camino hacia aquí, por lo que tengo entendido. Yo y mi padre, aquí presente, esperamos que se encuentre bien.

—¡Pero cabrón! ¡Si hasta estás hablando como si yo no estuviera aquí! ¡Joder, no puedo soportar que la gente haga eso! Tú no me harías eso, ¿verdad? No dejarías que se apagara la llama de tu pasión. —Su voz volvió a alejarse y pude escuchar el sonido de un perro (ahora que lo pienso, sonaba como un cachorro) por el teléfono. Estaba empezando a sudar.

Oí pasos en el vestíbulo y después se apagó la luz de la cocina. Los pasos retornaron y comenzaron a subir por la escalera. Me di la vuelta rápidamente y sonreí a mi padre al pasar.

—Bueno, pues eso es lo que te decía, Jamie —dije bastante patéticamente, quedándome seco, metafórica y literalmente.

—No te pases toda la noche al teléfono —me dijo mi padre al pasar, y continuó escaleras arriba.

—¡Muy bien, papá! —exclamé alegremente mientras comenzaba a experimentar ese dolor cerca de la vejiga que me entra cuando las cosas me van especialmente mal y no veo ninguna salida.

—¡Aaaaauuuuu!

Me aparté el teléfono de la oreja y me quedé mirándolo un segundo. No estaba seguro de quién había emitido el sonido, si Eric o el perro.

—¿Hola? ¿Hola? —susurré enfebrecido, levantando la vista para ver cómo la sombra de mi padre desaparecía de la pared del primer piso.

—¡Aaaoooguaaaooouuu! —llegaba el sonido a través de la línea. Me estremecí y di un paso atrás. Dios mío, ¿qué le estaba haciendo a aquel animal? Entonces oí un ruido metálico en el auricular y un grito como un insulto, y el teléfono volvió a matraquear y a golpearse—. Pequeño granuja… ¡Aaargh! Joder! ¡Mierda! Vuelve, pequeño…

—¡Hola! ¡Eric! ¡Digo… Frank! Quiero decir… ¡Hola! ¿Qué pasa? —susurré mirando de nuevo hacia arriba en busca de sombras, encorvándome alrededor del teléfono y cubriéndome la boca con la mano libre—. ¿Hola?

Se oyó un estruendo y a continuación un «¡Tú te lo has buscado!», seguido de un grito que pudo escucharse muy cerca del teléfono, y después otro golpe. Durante un tiempo se oyeron ruiditos indefinidos pero, aunque me esforcé, no pude adivinar de dónde provenían, y podían haber sido simples interferencias de la línea. Me preguntaba si debería colgar el teléfono, y estaba a punto de hacerlo cuando regresó la voz de Eric farfullando algo que no entendí.