Выбрать главу

—¿Hola? ¿Cómo? —dije.

—Sigues ahí, ¿eh? He perdido a ese granuja. Ha sido culpa tuya. Joder, ¿de qué me sirve hablar contigo?

—Lo siento —le dije, sintiéndolo de verdad.

—Ahora ya es demasiado tarde. Me ha mordido el muy mierda. Pero lo voy a agarrar otra vez. Cabrón —entonces sonaron los bips. Oí cómo ponía más monedas—. Supongo que estarás contento, ¿no?

—¿Contento, de qué?

—De que el maldito perro se haya escapado, gilipollas.

—¿Cómo? ¿Yo? —balbuceé.

—No vayas a decirme que sientes que el perro se me haya escapado, ¿eh?

—Ah…

—¡Lo has hecho a propósito! —gritó Eric—. ¡Lo has hecho a propósito! ¡Querías que se escapara! ¡No me dejas jugar con nada! ¡Prefieres que se divierta el perro a que me divierta yo! ¡Asqueroso! ¡Cabrón de mierda!

—Ja, ja —me reí sin convicción—. Bueno, gracias por llamar… eh… Frank. Adiós. —Le colgué el teléfono de un golpe y me quedé allí quieto un segundo, felicitándome por lo bien que había reaccionado, teniendo en cuenta lo que había hecho. Me pasé el dorso de la mano por el ceño, que me sudaba ligeramente, y miré por última vez a la pared libre de sombras del primer piso.

Sacudí la cabeza y subí pesadamente los escalones. Había llegado al último escalón de aquel tramo cuando volvió a sonar el teléfono. Me quedé helado. Si lo contestaba… Pero si no, y padre podía…

Volví corriendo sobre mis pasos, lo descolgué y oí caer las monedas; a continuación se oyó «¡Cabrón!» seguido por una serie de golpes ensordecedores de plástico contra metal y vidrio. Cerré los ojos y escuché los porrazos y golpes hasta que al final se oyó un fuerte sonido seco que acabó en un suave zumbido que normalmente no suelen emitir los teléfonos; a continuación coloqué el teléfono en su sitio, me volví, miré a la pared del primer piso, y me puse en marcha en silencio, escaleras arriba.

Estaba tendido en la cama. Tendría que buscar otro modo de solucionar este problema a largo plazo. Era la única manera. Tendría que intentar influir en las cosas partiendo de la raíz causante de todo: el Viejo Saúl. Se necesitaba una medicina potente si quería que Eric no se cargara él sólito toda la red telefónica de Escocia y diezmara la población canina del país. Pero antes que nada tendría que volver a consultar a la Fábrica.

No era exactamente culpa mía, pero me afectaba completamente y quizá podría arreglar algo mediante la calavera del viejo sabueso, con la ayuda de la Fábrica, y un poco de suerte. La sensibilidad de mi hermano para captar las vibraciones que yo pudiera mandarle era una cuestión en la que prefería no pensar dado el estado de su cabeza, pero tenía que hacer algo.

Esperaba que aquel cachorrillo hubiera salido bien librado. Maldita sea, yo no culpo a todos los perros por lo que ocurrió. El Viejo Saúl era quien tenía la culpa, el Viejo Saúl, que había pasado a formar parte de nuestra historia y nuestra mitología personal bajo el nombre de el Castrador, pero al que ahora, gracias a las pequeñas criaturas que volaron por encima de la ensenada, tenía sometido a mi poder.

No había duda de que Eric estaba loco, aunque fuera mi hermano. Tenía suerte de contar con alguien cuerdo que aún lo quería.

6. LOS TERRITORIOS DE LA CALAVERA

Cuando Agnes Cauldhame llegó, embarazada de ocho meses y medio, en su BSA 500 con el manillar estilo choper y un ojo de Sauron pintado en rojo en el depósito, puede entenderse fácilmente que mi padre no estuviera encantado de la vida de verla. Después de todo, ella lo abandonó casi inmediatamente después de mi nacimiento, dejándolo con aquella criatura lloriqueante en los brazos. Desaparecer tres años sin más que una llamada o una postal, aparecer de repente como si nada por el camino del pueblo, cruzar el puente —por donde los puños de goma del manillar pasaron rozando— llevando en las entrañas el niño o los niños de otro y esperar que mi padre la alojara, la alimentara, la cuidara y la ayudara a alumbrar, implicaba una pequeña dosis de arrogancia.

Como entonces yo solo tenía tres años, no puedo recordarlo bien. De hecho no puedo acordarme de nada de aquello, pues no tengo ningún recuerdo anterior a los tres años. Pero bueno, tengo mis buenas razones para que me ocurra eso. Por lo poco que he podido recabar en las ocasiones en que mi padre ha dejado escapar algo, he conseguido hacerme una idea bastante precisa de lo que ocurrió. La señora Clamp también ha ido dejando caer algunos detalles de vez en cuando, aunque seguramente no tienen mucha más credibilidad que los que mi padre me contó.

Eric estaba fuera en aquel tiempo, pasando una temporada con los Stove, en Belfast.

Agnes, bronceada, enorme, envuelta toda ella en una túnica y collares, decidió dar a luz en posición de loto (en la cual, según afirmaba, había sido concebido el niño) entonando el «Om», y se negó a responder a las preguntas de mi padre acerca de dónde había estado esos tres años y con quién. Ella le contestó que no fuera tan posesivo con ella y con su cuerpo. Estaba bien y con niño; eso era todo lo que tenía que saber.

Agnes se atrincheró en lo que había sido su dormitorio a pesar de las protestas de mi padre. Quién sabe si mi padre se alegró secretamente de su vuelta y si hasta concibió la absurda esperanza de que quizá volviera para quedarse. La verdad es que no creo que él sea tan resistente, a pesar del aura que impone su presencia meditabunda cuando quiere impresionar. Sospecho que la naturaleza decidida de mi madre debió bastar para modelar su carácter. En cualquier caso, ella se salió con la suya y se pasó un par de semanas viviendo a todo plan en aquel impetuoso verano de amor y paz, etcétera.

En aquella época mi padre aún disfrutaba completamente de sus dos piernas, y tenía que usarlas para correr arriba y abajo, de la cocina o del salón al dormitorio y viceversa, cada vez que Agnes agitaba las campanillas cosidas en las patas de elefante de sus pantalones vaqueros, que estaban doblados en una silla junto a la cama. Y al mismo tiempo que hacía todo eso, mi padre tenía que cuidarme. Yo caminaba tambaleándome, dando mis primeros pasos y haciendo travesuras, como haría cualquier niño saludable de tres años.

Como ya he dicho, no puedo recordar nada de esa época, pero me han contado que disfrutaba haciendo rabiar al Viejo Saúl, el anciano bulldog blanco y patizambo que tenía mi padre porque, según me cuentan, era muy feo y no le gustaban las mujeres. Tampoco le gustaban las motos y, cuando llegó Agnes, se puso hecho una furia, ladrando y acometiendo. Agnes lo mandó a la otra punta del jardín de una patada y se fue aullando hacia las dunas. Solo volvió a aparecer cuando Agnes se metió en su cuarto, confinada en su cama. La señora Clamp mantiene que mi padre tenía que haber acabado con aquel perro muchos años antes de que todo aquello ocurriera, pero yo creo que aquel viejo sabueso de labios babosos, de turbios ojos amarillentos y olor a pescado debió de caerle en gracia simplemente por ser tan repulsivo.

Agnes se puso de parto puntualmente tal como estaba previsto, un caluroso día alrededor de la hora de comer, bañada en sudor y entonando «Ommmm» para sí misma, mientras mi padre hervía ollas de agua y hacía otras cosas y la señora Clamp secaba el sudor de la frente de Agnes y le hablaba, como quien no quiere la cosa, de todas sus conocidas que habían fallecido al alumbrar. Yo jugaba afuera, corriendo por todas partes con mis pantaloneros cortos y, supongo, bastante feliz de que tuviera lugar allí aquel embarazo que me otorgaba más libertad para hacer lo que quisiera por la casa y el jardín sin que mi padre me vigilara.