Que yo hiciera algo que molestara al Viejo Saúl, que se debiera al calor que lo ponía especialmente agresivo, que si fue la señora Clamp quien le propinó una patada en la cabeza al llegar, como ella misma afirma: todas son meras hipótesis que no puedo confirmar. Lo cierto es que el sucio, bronceado y osado bebé de pelo enmarañado que era yo en esos días pudo muy bien dedicarse a preparar alguna travesura que implicara al perro.
Ocurrió en el jardín, en un lugar que más tarde se convirtió en huerto de vegetales cuando mi padre se obsesionó con la nutrición saludable. Mi madre ya se había puesto a jadear y a gemir, apretando y respirando hondo, como una hora antes de dar a luz, atendida por la señora Clamp y mi padre, cuando los tres (o al menos dos de ellos, ya que Agnes debía de estar demasiado preocupada) oyeron ladridos furiosos y un grito estridente.
Mi padre salió a la ventana, miró al jardín, gritó y salió corriendo de la habitación dejando sola a la desconcertada señora Clamp.
Llegó apresuradamente al jardín y me recogió. Volvió corriendo a la casa, llamó gritando a la señora Clamp, me tendió sobre la mesa de la cocina y empleó unas servilletas para detener la hemorragia lo mejor que pudo. La señora Clamp, ignorante de lo que estaba pasando y bastante enojada, apareció con las medicinas que le había pedido y por poco se desmayó cuando vio aquella mancha entre mis piernas. Mi padre cogió la bolsa y le dijo que volviera arriba con mi madre.
Una hora después ya había recobrado el conocimiento y yacía drogado y exangüe en mi cama mientras mi padre había salido con la escopeta que tenía entonces en busca del Viejo Saúl.
Lo encontró en un par de minutos, sin tener que salir propiamente de la casa. El viejo perro estaba escondido junto a la puerta del sótano, en la fresca sombra de los primeros escalones. Gimió y se sacudió, y mi sangre joven se mezcló en sus babeantes labios colgantes con apestosa saliva y espesa mucosa lagrimal al menear la cabeza y levantar la mirada, tembloroso y suplicante, hacia mi padre, que lo agarró y lo estranguló.
Bueno, con el tiempo conseguí que mi padre me contara esto; y, según él, fue en el mismo instante en que estaba retorciendo entre sus manos el cuello de aquel perro que luchaba por las últimas boqueadas de vida, cuando oyó otro chillido que, esta vez, provenía de arriba, del interior de la casa, y era del niño que estaba naciendo, a quien le pusieron de nombre Paul. No puedo ni remotamente imaginar qué retorcidos pensamientos pudieron cruzar por la mente de mi padre en aquel instante para que eligiera tal nombre para el niño, pero ese fue el nombre que escogió Angus para su nuevo hijo. Tuvo que elegirlo él mismo porque Agnes no se quedó mucho tiempo. Pasó dos días recuperándose, expresó su horror y consternación por lo que me había ocurrido y después se subió a la moto y salió pitando. Mi padre intentó detenerla interponiéndose en su camino, así que ella le pasó por encima y le partió la pierna de mala manera, en el camino que da al puente.
Así es como la señora Clamp se encontró de repente cuidando a mi padre, que insistía en cuidarme a mí. Seguía negándose a que la anciana señora llamara a cualquier otro médico y él mismo se soldó la fractura, aunque no correctamente; de ahí la cojera. La señora Clamp tuvo que llevar al niño recién nacido al dispensario local el día después de que se fuera la madre de Paul. Mi padre protestó pero, como decía la señora Clamp, bastante tenía con cuidar a dos inválidos en aquella casa para tener encima a un recién nacido que requiere también cuidados constantes.
Y esa fue la última visita de mi madre a la isla y a la casa. Dejó un muerto, un recién nacido y dos lisiados de por vida. No es un mal balance para un par de semanas en el verano del amor psicodélico y guay, de haz el amor y no la guerra y de la fraternidad del mundo.
El Viejo Saúl acabó enterrado en la pendiente detrás de la casa, que más adelante bauticé como los Territorios de la Calavera. Mi padre sostiene que abrió en canal al animal y encontró mis pequeños genitales en su estómago, pero nunca he conseguido que me diga lo que hizo con ellos.
Paul, por supuesto, era Saúl. Aquel enemigo era, debió de ser, lo suficientemente astuto para transferirse al niño. Por eso mi padre eligió un nombre como aquel para mi nuevo hermano. Afortunadamente me di cuenta a tiempo y me ocupé de él a tan tierna edad porque si no, Dios sabe en qué se podría haber transformado aquel niño poseído por el alma de Saúl. Pero la fortuna, la tormenta y yo nos confabulamos para ponerlo en contacto con la Bomba, y con aquello se terminó el juego.
En cuanto a los pequeños animales, los jerbos, los ratones blancos y los hámsters, todos ellos tuvieron que sufrir sus pequeñas muertes enlodadas para que yo pudiera recuperar la Calavera del Viejo Saúl. Catapultaba a los minúsculos animales al otro lado de la ensenada para así poder celebrar funerales. Como mi padre jamás me habría dejado que me pusiera a cavar en nuestro cementerio familiar de animales, no me quedó más remedio que lanzarlos de aquel modo y hacer que abandonaran esta vida vistiendo los indignos atavíos de medio volante de badmington. Solía comprar los volantes de badmington en la tienda de juguetes y deportes del pueblo y les cortaba el extremo de goma, después introducía al indómito conejillo de indias (en una ocasión utilicé literalmente uno de ellos, solo para hacer honor a su nombre, pero por regla general resultaban demasiado caros y un poco grandes) por el embudo de plástico hasta que se quedaba ajustado a su cintura corno un pequeño vestido. Así pertrechados, los lanzaba volando por encima del lodo y el agua hasta su asfixiante final; después los enterraba empleando como ataúdes las grandes cajas de cerillas que siempre teníamos en la cocina y que había ido guardando durante años para meter soldaditos de plástico, hacer casas en miniatura y cosas así.
Le dije a mi padre que estaba intentando pasarlos al otro lado de la ensenada, a tierra firme, y que los que tenía que enterrar, los que no llegaban, eran víctimas de la investigación científica, pero no creo que necesitara ninguna excusa; a mi Padre nunca pareció molestarle el sufrimiento de las formas inferiores de vida, a pesar de haber sido un hippy, y eso se debía seguramente a su formación médica.
Llevaba un registro, por supuesto, y por lo tanto tengo allí consignado que tuve que realizar al menos treinta y siete de esos supuestos experimentos de vuelo, antes de que mi leal pala de mango largo, al penetrar en la corteza de la tierra, en los Territorios de la Calavera, diera con algo más duro que el terreno arenoso, y averiguara por fin dónde yacían los huesos del perro.
Habría estado bien si hubiera pasado una década desde el día en que murió el perro hasta que exhumé su calavera, pero la verdad es que ocurrió a los cinco meses. Sin embargo, el Año de la Calavera, terminó con mi viejo enemigo en mi poder, y aquel cántaro óseo fue extraído de la tierra como una muela muy picada una noche oscura y tormentosa muy a propósito para el asunto, con la ayuda de una linterna y de mi pala Golpeduro, mientras mi padre dormía y yo hubiera tenido que estar haciendo lo mismo, y los truenos, la lluvia y el vendaval estremecían los cielos.
Cuando por fin llegué al Bunker con aquello, estaba temblando, aterrorizado con mis propias fantasías paranoides, pero lo había conseguido; llevé allí aquella sucia calavera y la limpié y le metí dentro una vela y la rodeé de magia potente, de cosas importantes, y regresé, helado y empapado, a cobijarme en mi cálida camita.
Así que, teniendo en cuenta lo que tuve que pasar, creo que no me puedo quejar, que he conseguido solucionar mis problemas de la mejor manera posible. Mi enemigo está doblemente muerto, y todavía sigue en mi poder. No soy un hombre completo, y nada puede ya cambiar eso; pero yo soy yo, y considero eso como suficiente recompensa.