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Eso de ir por ahí incendiando perros es una estupidez como una casa.

7. INVASORES DEL ESPACIO

Antes de caer en la cuenta de que los pájaros eran mis aliados ocasionales solía jugarles malas pasadas: trataba de pescarlos, les disparaba, los ataba a estacas con la marea baja, les colocaba bombas con detonadores eléctricos bajo sus nidos, y cosas así.

Mi juego favorito consistía en capturar dos de ellos empleando un cebo y una red, y después atarlos juntos. Generalmente se trataba de gaviotas y lo que hacía era atarles una pata a cada una con un grueso hilo de nailon naranja de pesca. A veces combinaba una gaviota con un cuervo pero, fueran o no de la misma especie, enseguida descubrían que no podían volar juntos —aunque el sedal era en teoría lo suficientemente largo— y acababan (tras unos torpes intentos acrobáticos muy divertidos) peleándose.

Cuando finalmente uno de ellos acababa muerto la situación no era mucho mejor para el que quedaba, normalmente herido y atado a un pesado cadáver en lugar de a un contendiente vivo. He podido ver a un par de ellos, con gran determinación, que acabaron cortándole la pata al adversario vencido, pero la mayoría no lo conseguían, o ni siquiera se les ocurría, y acababan atrapados por las ratas al caer la noche.

Tenía otros juegos, pero ese siempre me pareció una de mis invenciones más maduras; cargada de un cierto simbolismo y de una rara mezcla de crueldad y de ironía.

Uno de los pájaros se cagó encima de Gravti cuando iba pedaleando por el camino que lleva al pueblo un martes por la mañana. Me detuve, lancé una mirada furibunda hacia las gaviotas que volaban en círculo y a un par de zorzales, arranqué un manojo de hierbas y limpié la mancha blancuzca amarillenta que me dejaron en el guardabarros delantero. Era un luminoso día soleado y soplaba una suave brisa. El pronóstico del tiempo para el día siguiente era bueno y esperaba que continuara hasta la llegada de Eric.

Me encontré con Jamie para comer juntos en el salón del Cauldhame Arms y nos sentamos a jugar a un juego electrónico en una mesa con televisor.

—Si está tan loco no entiendo por qué no lo han cogido todavía —dijo Jamie.

—Ya te lo he dicho; está loco pero es muy astuto. No es tonto. Siempre ha sido muy inteligente, desde niño. Aprendió muy pronto a leer y conseguía que todos los parientes y tíos y tías le dijeran «Vaya, en estos tiempos parecen personitas mayores desde tan pequeños» y cosas así antes, incluso de que yo naciera.

—Pero eso no quita que sea un demente.

—Eso es lo que ellos dicen, pero yo no lo sé.

—¿Y qué me dices de los perros? ¿Y de las larvas?

—De acuerdo, no te voy a decir que eso no es de locos, lo admito, pero a veces pienso que es posible que esté tramando algo, que, al fin y al cabo, no esté verdaderamente loco. Tal vez está simplemente harto de actuar como una persona normal y ha decidido actuar como un loco, y lo encerraron porque se pasó de la raya.

—Y los odia con locura —dijo Jaime con un mohín de incredulidad mientras se bebía su pinta mientras yo aniquilaba varias naves espaciales evasivas y multicolores en la pantalla.

—Bueno, si lo prefieres así —le dije echándome a reír—. Yo qué sé. Quizá esté realmente loco. Quizá yo sea quien está loco. Quizá todo el mundo está loco. O, por lo menos, toda mi familia.

—Así se habla.

Me quedé mirándolo un segundo y después sonreí.

—A veces lo pienso. Mi padre es un excéntrico… Supongo que yo también. —Me encogí de hombros y volví a concentrarme en el campo de batalla— Pero no me molesta. Hay mucha gente mucho más loca por todas partes.

Jamie se quedó un rato en silencio mientras yo iba pasando de pantalla en pantalla, repletas de zumbadoras naves que me perseguían. Pero al final se me acabó la racha de suerte y me alcanzaron. Agarré mi pinta mientras Jamie se disponía a cargarse algunos de aquellos aguerridos escuadrones. Me fijé en su coronilla cuando bajó la cabeza para acercarse a la pantalla. Estaba empezando a quedarse calvo aunque yo sabía que solo tenía veintitrés años. Volvió a recordarme a un títere, con aquella cabeza desproporcionada y aquellos bracitos y piernecitas rechonchos que se agitaban con el esfuerzo de apretar el botón de «fuego», moviendo de un lado a otro el mando.

—Sí —dijo al rato, sin dejar de atacar las oleadas de naves invasoras—, y me da la impresión de que muchos de ellos son políticos y presidentes y cosas así.

—¿Cómo? —exclamé, sin saber muy bien de qué estaba hablando.

—Lo de que hay gente aún más loca. Me da la impresión de que muchos de ellos son dirigentes de países, de religiones o de ejércitos. Los que están auténticamente chalados.

—Sí, supongo que sí —le dije pensativo observando la batalla en la pantalla—. O quizá es que son los únicos que están en sus cabales. Después de todo, ellos son quienes acaparan todo el poder y la riqueza. Son quienes consiguen que todo el mundo haga lo que ellos quieren, como morir por ellos y trabajar para ellos y llevarlos al poder y protegerlos y pagar impuestos y comprarles juguetes, y son los que sobrevivirán a otra gran guerra, en sus búnkers y sus túneles. Así que, teniendo todo eso en cuenta, ¿quién se atreve a decir que son ellos los que están chalados porque no hacen las cosas como el hombre de la calle cree que se deberían hacer? Si ellos pensaran como el hombre de la calle entonces serían el hombre de la calle y en su lugar habría otro que se lo estaría pasando bomba.

—Supervivencia del más fuerte.

—Sí.

—Supervivencia del… —Jamie inspiró profundamente y sacudió el mando con tanta fuerza que por poco se cae del taburete, pero consiguió esquivar los veloces rayos amarillos que lo acosaban en la esquina de la pantalla— …más cabrón. —Alzó la mirada hacia mí y tras un rápido mohín volvió enseguida la vista a sus controles. Yo bebí un trago y asentí con la cabeza.

—Como prefieras llamarle. Si el que sobrevive es el más cabrón, entonces estamos bien jodidos.

—Cuando dices «estamos» te refieres a todos los que somos hombres de la calle —dijo Jamie.

—Sí, o a cualquiera. A toda la especie. Si verdaderamente fuéramos tan malos y desalmados como para llegar a utilizar todas esas maravillosas bombas H y bombas de neutrones contra nosotros mismos, entonces no sería una mala idea que acabáramos borrándonos nosotros mismos del mapa antes de llegar al espacio y empezar hacer cosas horribles contra otras razas.

—Quieres decir que llegaremos a ser los Invasores del Espacio.

—¡Sí! —dije riéndome y balanceándome en el taburete—. ¡Eso es! ¡Eso es lo que somos! —Volví a reírme y golpeé con un dedo la pantalla para señalarle una formación de cosas rojas y verdes que aleteaban cuando, en ese preciso momento, uno de ellos se separó de la formación y se lanzó en picado disparando sobre la nave de Jamie, sin llegar a alcanzarla pero golpeándole con una de sus alas verdes antes de desaparecer por el fondo de la pantalla, haciendo que la nave de Jamie detonara en una deflagración de destellos rojos y amarillos.

—Mierda —dijo incorporándose en su asiento. Sacudió la cabeza.

Yo me incorporé hacia delante en espera de que apareciera mi nave espacial.

Un poco mareado tras mis tres pintas me puse a pedalear silbando en mi bicicleta hacia la isla. Siempre disfrutaba con mis charlas de sobremesa con Jamie. A veces conversábamos cuando nos encontrábamos los sábados por la noche, pero no se puede oír nada cuando hay un grupo tocando, y después estoy demasiado borracho para hablar o, si puedo hablar, estoy demasiado borracho para recordar algo de lo que he dicho. Lo cual, si me paro a pensarlo, viene a ser lo mismo, a juzgar por el modo en que personas normalmente sensibles acaban metamorfoseándose en idiotas que farfullan y pontifican con malos modos y mucho ruido cuando las moléculas de alcohol en su flujo sanguíneo sobrepasan al número de sus neuronas, o lo que sea. Afortunadamente, eso solo se nota si uno permanece sobrio, así que la solución es tan agradable (al menos en ese momento) como obvia.