Dejé el frasco en el suelo y bajé corriendo la duna, extasiado ante la ola de agua que bajaba veloz por la trenzada superficie del lecho de la corriente, siguiendo carreteras y pasando por túneles hasta chocar con la última presa, desbordándola en un instante, para acabar aplastando el resto de las casas agrupadas en el segundo pueblo. Las presas se iban desintegrando, las casas se deslizaban en el agua, los puentes y los túneles se caían y los parapetos de arena se desplomaban por doquier; una maravillosa sensación de entusiasmo me subió desde el estómago como una ola y se asentó en mi garganta mientras yo me estremecía de emoción ante aquella devastación acuática que me rodeaba.
Vi como los cables se quedaban a la intemperie, barridos por el agua, y se enrollaban a un lado del curso de la corriente; después observé la cabeza de aquella riada de agua que se dirigía velozmente hacia el mar atravesando la arena seca. Me senté enfrente de donde estuvo antes el primer pueblecito de arena —por donde seguían fluyendo y avanzando lentamente oleadas de agua marrón— con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las rodillas y la cara entre las manos. Me sentí cálido y feliz, y un poco hambriento.
Finalmente, cuando la corriente fue decayendo hasta su nivel normal y ya no quedaba prácticamente nada de lo que me había llevado horas de traba]o, divisé lo que había estado buscando: los restos negros y plateados de la bomba que sobresalían desnudos y desgarrados un poco más abajo de donde había destruido la presa. No me quite las botas pero, con las puntas de los pies apoyados en la arena seca, fui avanzando con ayuda de las manos, hasta que me quedé casi completamente estirado por encima del lecho de la corriente. Recogí los restos de la bomba del lecho de la corriente, sujeté cuidadosamente con la boca aquella carcasa dentada, y volví hacia atrás con las manos hasta que pude impulsarme y ponerme en pie.
Limpié aquella pieza de metal casi plana con un trapo que llevaba en la Mochila de Guerra, recogí el frasco con la avispa, y me dirigí a la casa para tomar el té, saltando la corriente justo por el punto más alto en donde las aguas habían refluido.
Nuestras vidas no son más que símbolos. Todo lo que hacemos forma parte de un patrón sobre el que, al menos, tenemos derecho a decidir. Los fuertes hacen sus propios patrones e influyen en otra gente; los débiles se encuentran con sus patrones ya hechos. Los débiles y los infelices y los tontos. La Fábrica de las Avispas es parte del patrón porque forma parte de la vida y —en mayor medida— de la muerte. Al igual que la vida, es compleja, de manera que todos sus componentes se encuentran allí. La razón por la que puede responder preguntas es porque cada pregunta es un principio en busca de un final, y la Fábrica tiene que ver con el Finaclass="underline" nada menos que con la muerte. A mí que no me hablen de vísceras, palillos, dados, libros, pájaros, voces, péndulos, ni de toda esa parafernalia adivinatoria; yo tengo la Fábrica, que tiene que ver con el presente y el futuro; no con el pasado.
Aquella noche me quedé en la cama con la certeza de que la Fábrica estaba en su mejor momento, lista y a punto para recibir a la avispa que trepó y acabó metiéndose en aquel frasco que tenía ahora sobre mi mesilla de noche. Pensé en la Fábrica, arriba en el desván, y esperé a que sonara el teléfono.
La Fábrica de las Avispas es bella y mortífera y perfecta. Me proporcionaría alguna pista sobre lo que iba a suceder, me ayudaría a saber qué debería hacer y, después de consultarla, intentaría contactar con Eric mediante la calavera del Viejo Saúl. Somos hermanos, después de todo, aunque solo sea a medias, y ambos somos hombres, aunque yo lo sea a medias. Nos entendemos a un nivel profundo, aunque él esté loco y yo cuerdo. Hasta tenemos en común algo en lo que no había caído hasta hace poco, pero que puede ser muy útil ahora: ambos hemos matado, y hemos utilizado la cabeza para hacerlo.
Entonces se me ocurrió, como otras veces, que para eso están precisamente los hombres. Cada uno de los sexos puede hacer una cosa especialmente bien: las mujeres pueden dar a luz y los hombres pueden matar. Nosotros —yo me considero un miembro honorario de los hombres— somos el sexo fuerte. Golpeamos, nos introducimos, acometemos y tornamos. El hecho de que yo solo sea capaz de asumir esta terminología sexual de manera metafórica no me desanima. Puedo sentirlo en mis huesos, en mis genes no castrados. Eric debe responder a eso.
Dieron las once y media, y después llegó la medianoche y la señal horaria, así que apagué la radio y me puse a dormir.
8. LA FÁBRICA DE LAS AVISPAS
Por la mañana temprano, mientras mi padre dormía y la fría luz se filtraba a través de la definida negrura de unos recientes nubarrones, me levanté en silencio, me lavé y me afeité meticulosamente, regresé a mi habitación, me vestí lentamente, y después cogí el frasco con la avispa, que parecía adormilada, y me fui con él al desván, donde me esperaba la Fábrica.
Dejé el frasco en el pequeño altar bajo la ventana y realicé las últimas preparaciones de última hora que requería la Fábrica. Cuando terminé me froté las manos con el ungüento limpiador verde que tengo en un bote junto al altar. Consulté las tablas de Marea y Distancia que aparecen en el pequeño libro rojo que tengo en el otro lado del altar, y tomé nota de la hora de marea alta. Dispuse las dos pequeñas velas de avispas en la posición en que habrían estado las manecillas de un reloj en la esfera de la Fábrica que mostrara la hora de la marea alta local, después levanté un poco la tapa del frasco y extraje las hojas y el pequeño trozo de piel de naranja, dejando sola a la avispa.
Puse el frasco sobre el altar, el cual estaba decorado con varias cosas que transmitían potente energía: la calavera de la serpiente que mató a Blyth (que fue encontrada por su padre y partida por la mitad con una pala de jardinería; yo la recogí entre las matas y escondí la parte delantera de la serpiente en la arena antes de que Diggs pudiera llevársela como prueba), un fragmento de la bomba que destruyó a Paul (los pedazos más pequeños que pude encontrar; había muchos), un trozo de tela de tienda de campaña de la que utilicé para elevar a Esmerelda (no era un pedazo de la cometa, por supuesto, sino un sobrante) y un platillo que contenía algunos de los gastados dientes amarillentos del Viejo Saúl (fácilmente extraíbles).
Me puse la mano en la entrepierna, cerré los ojos y repetí mis catecismos secretos. Podía repetirlos como una letanía, pero intenté pensar en lo que significaban mientras los repetía. Contenían mis confesiones, mis sueños y esperanzas, mis miedos y mis odios, y todavía me estremecen cuando los recito, ya sea automáticamente o no. Sería suficiente con que hubiera una grabadora por los alrededores para que la horrible verdad sobre mis tres asesinatos fuera descubierta. Es por esa razón por lo que son muy peligrosos. Los catecismos también dicen la verdad sobre quién soy, sobre lo que quiero y lo que siento, y podría ser muy perturbador oírte a ti mismo describirte tal como piensas que eres, de las maneras más honestas y abyectas, igual que resulta humillante oír lo que has pensado en tus momentos más esperanzados y alejados de la realidad.
Una vez terminado el ritual llevé la avispa sin más dilación hasta el borde inferior de la Fábrica, y la dejé entrar.
La Fábrica de las Avispas ocupa un área de varios metros cuadrados en un irregular y algo desvencijado amasijo de metal, madera, vidrio y plástico.Todo está basado en la esfera del viejo reloj que solía colgar encima de la puerta del Royal Bank of Scotland en Porteneil.