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La esfera del reloj es el objeto más importante que he rescatado del vertedero del pueblo. La encontré allí en el Año de la Calavera y la traje a casa rodando por el camino que lleva a la isla y por el puente colgante. La guardé en el cobertizo hasta que mi padre se fue de casa y entonces sudé y me esforcé durante todo el día para trasladarla al desván. Está hecha de metal y mide casi un metro de diámetro; pesa bastante y está inmaculada; los números son romanos y fue construida, como el resto del reloj, en Edimburgo, en 1864, exactamente cien años antes de mi nacimiento. No hay duda de que no se trata de una mera coincidencia.

Como el reloj se podía ver por los dos lados, con toda seguridad debió de existir otra esfera idéntica, la otra cara del reloj; pero a pesar de que rebusqué por todo el vertedero durante semanas tras hallar la esfera que tengo, jamás encontré la otra, así que eso también forma parte del misterio de la Fábrica: su propia pequeña leyenda del Grial. El viejo Cameron, en su herrería del pueblo, me contó que había oído que un chatarrero de Inverness se llevó los mecanismos del reloj, así que tal vez la otra esfera acabó fundida hace años, o quizá ahora adorne la pared de alguna casa elegante en Black Isle, construida con los beneficios de la chatarra de los coches o del variable precio del plomo. Prefiero la primera posibilidad.

En la esfera había unos cuantos agujeros que me encargué de soldar, pero dejé el agujero en el centro muerto en donde el mecanismo se conectaba con las manecillas; es a través de ese agujero por donde se deja que entre la avispa en la Fábrica. Una vez allí dentro puede deambular por la esfera cuanto quiera, inspeccionando las pequeñas velas en donde yacen enterradas sus primitas, o ignorándolas si así lo prefiere.

Una vez que ha conseguido llegar hasta el borde de la esfera, cuyo perímetro tengo sellado con una franja de madera de dos pulgadas de alto y cubierto con un círculo de cristal de un metro de diámetro que le encargué especialmente al cristalero del pueblo, la avispa puede, a través de unas compuertas tamaño avispa, entrar en uno de los doce corredores que hay frente a cada uno de los inmensos —en comparación con el tamaño de las avispas— números de la esfera. Si la Fábrica lo estima conveniente, el peso de la avispa puede activar un delicado columpio de balancín fabricado con delgadas piezas de hojalata, hilo y pasadores, que hace que se cierre una pequeña puerta detrás del insecto, confinándolo al corredor que haya elegido. A pesar de que mantengo los mecanismos de las puertas bien lubricados y equilibrados, y de que los reparo y los pruebo para que el más insignificante temblor los ponga en funcionamiento —me resulta muy difícil discernir cuándo la Fábrica está llevando a cabo su mortífero y lento cometido—, en ocasiones la Fábrica no acepta a la avispa en el corredor de su primera elección y la deja trepar de vuelta para salir hacia la esfera de nuevo.

A veces las avispas se ponen a volar o se ponen a andar boca abajo por la parte interior del círculo de cristal, y en ocasiones se quedan mucho tiempo en el agujero bloqueado del centro por donde entran, pero tarde o temprano eligen un agujero y una puerta que funciona, y su destino queda sellado.

La mayoría de las muertes que ofrece la Fábrica son automáticas, pero algunas requieren mi intervención para el coup de gráce, y ello, por supuesto, tiene mucho que ver con lo que la Fábrica esté intentando comunicarme. Tengo que apretar el gatillo de la vieja escopeta de aire comprimido si la avispa se mete dentro del cañón o conectar la corriente si cae en la Piscina Hirviente. Si acaba metiéndose en el Salón de la Araña o en la Cueva de Venus o en la Hormiguería entonces no me queda más que esperar a que la naturaleza siga su curso y mirar. Si su recorrido la lleva al Pozo de Ácido o a la Cámara de Hielo o a esa otra cámara que lleva el irónico título de Caballeros (en donde el instrumento de exterminio es mi propia orina, por lo general bastante reciente), entonces puedo volver a ser un mero observador. Si cae en las múltiples púas electrificadas de la Cámara Voltaica, puedo contemplar al insecto chisporroteando; si tropieza en el Peso Muerto veo cómo acaba aplastado y espachurrado; y si acaba metiéndose en el Corredor de la Cuchilla lo veo cortado en dos y contorsionándose. Cuando añado alguna de las muertes alternativas puedo ver a la avispa derramar cera derretida sobre sí misma, comer mermelada envenenada o acabar atravesada por una aguja propulsada por una goma; puede incluso desencadenar una serie de acciones que acabarían con ella encerrada en una cámara sellada en donde se introduce dióxido de carbono de una bombona de sifón, pero si le da por elegir el agua caliente o el cañón del rifle en la trampa llamada Vuelta de Tuerca del Destino, entonces me toca participar directamente en su muerte. Y si elige el Lago Ardiente, entonces soy yo quien tengo que apretar la palanquita que provoca la chispa que hará arder la gasolina.

La muerte por fuego siempre ha estado en las Doce, y es uno de los Finales que nunca se reemplazan por una de las Alternativas. El final por Fuego significa para mí la muerte de Paul; aquello ocurrió cerca del mediodía, igual que la muerte de Blyth por veneno está representada por el Salón de la Serpiente en las Cuatro. Esmerelda murió probablemente ahogada (servicio de Caballeros), y he situado la hora de su muerte arbitrariamente a las Ocho, para mantener una cierta simetría.

Contemplé cómo la avispa salía del frasco, bajo la fotografía de Eric que había colocado boca abajo sobre el cristal. El insecto no perdió el tiempo; en un segundo ya estaba avanzando por la esfera de la Fábrica. Trepó por el nombre del fabricante, en donde se especificaba el año en que nació el reloj, pasó junto a las velas de avispas ignorándolas por completo, y se fue casi directamente en dirección al enorme XII, pasando por encima y atravesando la puerta opuesta, que se cerró silenciosamente tras ella. Avanzó rápidamente por el corredor pasando a través del túnel fabricado con una lata de langosta, el cual le impedía retroceder y, a continuación, entró en el túnel de acero pulido por el que se deslizó resbalando hasta la cámara cubierta de cristal donde moriría.

Entonces me recosté en mi asiento suspirando. Me pasé una mano por el pelo y volví a reclinarme hacia delante para observar el lugar donde había caído la avispa mientras ella iba trepando por un renegrido e irisado cuenco de alambres de acero que me habían vendido corno colador de té pero que ahora colgaba sobre un cuenco de gasolina. Sonreí de lástima. La cámara estaba bien ventilada con numerosos agujeros en la parte superior e inferior del tubo de cristal, de manera que la avispa no se ahogara con los efluvios de la gasolina; cuando la Fábrica estaba a punto, siempre se podía percibir un leve olor de gasolina en el desván. Ahora podía oler la gasolina mientras observaba a la avispa, y hasta pudiera ser que hubiera en el aire un leve rastro de pintura fresca, aunque no estaba seguro. Me encogí de hombros y presioné a fondo el botón de la cámara haciendo que un perno se deslizara por su guía hecha de palo de tienda de campaña y entrara en contacto con la rueda de la piedra y con el mecanismo de apertura de gas del encendedor desechable suspendido sobre el cuenco de gasolina.

Ni siquiera se necesitaron varios intentos para que prendiera; funcionó a la primera y las llamas, que, aunque débiles, relumbraban brillantemente en la temprana penumbra de aquel desván iluminado con la luz de la mañana, se encrespaban y abrazaban la malla abierta del colador. Las llamas no la atravesaron pero el calor sí lo hizo y la avispa se lanzó a volar, zumbando desesperadamente por encima de las llamas para acabar chocando contra el cristal, volviendo a caer, golpeándose con el lateral del colador, paseándose por el borde, a punto de caer a las llamas, y volviendo a levantar el vuelo, chocando varias veces con el tubo de metal del tobogán y volviendo a caer en la trampa de la malla metálica. Dio un último salto en el aire, voló desesperada unos segundos, pero debía de tener las alas chamuscadas porque su vuelo resultó bastante irregular y pronto acabó cayendo en el cuenco de malla metálica, en donde murió después de forcejear, retorcerse, quedarse inmóvil y humear levemente.