Me quedé sentado observando cómo el renegrido insecto se asaba y chisporroteaba, contemplando las calmadas llamas que se elevaban hasta la malla metálica y aleteaban a su alrededor como una mano, observando el reflejo de las llamas saltarinas en el extremo del tubo de cristal y, finalmente, me acerqué y desabroché la base del cilindro, deslicé el cuenco de gasolina apoyado sobre una cubierta de metal y apagué el fuego. Desarmé la parte superior de la cámara y con unas pinzas extraje el cadáver. Lo coloqué en una caja de cerillas y lo deposité en el altar.
La Fábrica no siempre entrega sus muertos; el ácido y las hormigas no dejan nada, y la trampa de moscas de Venus y la araña dejan únicamente un cascara hueca, si es que dejan algo. Pero esta vez, sin embargo, volvía a tener un cadáver calcinado; tenía que volver a deshacerme de unos restos. Me puse la cabeza entre las manos balanceándome adelante y atrás en mi pequeña banqueta. La Fábrica me rodeaba, el altar estaba detrás de mí. Le eché un vistazo a la parafernalia de lugares posibles de la Fábrica, a sus múltiples caminos hacia la muerte, a sus túneles y corredores y cámaras, a sus luces al final de los túneles, a sus tanques y contenedores y tolvas, a sus disparadores, sus pilas y sus hilos, sus puntales y soportes, a sus tubos y cables. Apreté varios interruptores y unas hélices comenzaron a zumbar por aquellos corredores conectados entre sí enviando el aire que succionaban por unos respiraderos, donde había untado un poco de mermelada, en dirección a la esfera. Estuve escuchándolos un rato hasta que llegó hasta mí el olor a mermelada, pero su función consistía en atraer a su final a las avispas lentas o reticentes, no a mí. Apagué el motor.
Empecé a apagarlo todo; a desconectar, vaciar y alimentar. La mañana se iba imponiendo en el espacio más allá de las claraboyas y se oyeron un par de pájaros madrugadores en el aire fresco del día. Cuando di por concluido el apagado ritual de la Fábrica me acerqué al altar y repasé con la vista todos sus componentes, la variedad de peanas en miniatura y pequeños recipientes de cristal, los recuerdos de mi vida, las cosas que en otro tiempo encontré y guardé. Fotografías de todos mis parientes muertos, los que yo maté y los que simplemente se murieron. Fotografías de los vivos: Eric, mi padre, mi madre. Fotografías de cosas; una BSA 500 (desgraciadamente no era una foto de la moto; creo que mi padre se encargó de destruir todas las fotos en las que aparecía), la casa, cuando todavía estaba reluciente con sus torbellinos de pintura, y hasta una fotografía del mismo altar.
Pasé la caja de cerillas que contenía la avispa muerta por encima del altar, la agité en el aire frente a él, delante del frasco de arena de la playa que hay junto a la casa, de los frascos con los preciados fluidos, de unas virutas sacadas del bastón de mi padre, de otra caja de cerillas que contiene un par de dientes de leche de Eric envueltos en algodón, de un frasquito con unos cabellos de mi padre, de otro frasquito lleno de óxido y pintura rascados del puente que nos une a tierra firme. Encendí las velas de avispas, cerré los ojos, mantuve la caja de cerillas-ataúd frente a mí para poder sentir la avispa desde el interior de mi cabeza; era un escozor, una sensación de cosquilleo que provenía del interior de mi cráneo. Cuando terminé apagué las velas, cubrí el altar, me levanté, me sacudí los pantalones de pana, recogí la fotografía de Eric que había colocado sobre el cristal de la Fábrica y envolví con ella el ataúd, la sujeté con una goma elástica y me metí el paquete en el bolsillo de la chaqueta.
Me fui caminando lentamente por la playa hacia el Bunker, con las manos en los bolsillos y la cabeza baja, observando la arena y mis pies, pero sin prestarles atención. Lo que veía era fuego por todas partes. La Fábrica lo había mencionado en dos ocasiones, yo recurrí instintivamente a él cuando fui atacado por el conejo macho y ahora lo tenía metido en la cabeza. Eric también había contribuido a que cada día lo presintiera más cercano.
Alcé el rostro hacia el aire frío y los azules y rosas pastel del cielo recién abierto sintiendo la brisa húmeda, oyendo el siseo de la lejana marea de bajamar. Se oyó el balido de una oveja.
Tenía que probar al Viejo Saúl, tenía que intentar como fuera contactar con mi demente y loco hermano antes de todos aquellos fuegos se conjuraran y eliminaran a Eric, o acabaran con mi vida en la isla. Intenté convencerme a mí mismo de que no se trataba de algo preocupante, pero sentía en mis entrañas que sí lo era; la Fábrica no miente, y por una vez había sido excepcionalmente específica. Estaba preocupado.
Una vez en el Bunker y una vez hube colocado el ataúd frente a la calavera del Viejo Saúl, con aquella luz que salía por los órbitas oculares en donde en otro tiempo estuvieron sus ojos, me arrodillé en la incitante oscuridad frente al altar con la cabeza inclinada. Pensé en Eric; lo recordé tal como era antes de su desgraciada experiencia, cuando, a pesar de haber pasado tiempo fuera de la isla, formaba parte inseparable de ella. Lo recordé como el muchacho inteligente, amable y nervioso que había sido, y pensé en lo que se había convertido: una fuerza flamígera y perturbadora que se aproximaba por las arenas de la isla como un ángel demente que agitara la cabeza con gritos fragorosos de locura y delirio.
Me incliné hacia delante y, cerrando los ojos, puse la palma de mi mano derecha sobre el cráneo del viejo perro. La vela estaba recién encendida y el hueso solo estaba templado. Alguna parte cínica y desagradable de mi cerebro me decía que, en aquella posición, me parecía al míster Spok de Star Trek derritiendo una mente o algo así, pero yo lo ignoré; no había que distraerse. Inspiré profundamente y pensé aún más profundamente. El rostro de Eric se apareció borroso ante mis ojos, todo pecas, pelo rubio y sonrisa. Un rostro joven, delgado, inteligente y joven, tal como lo veía cuando intentaba pensar en él cuando era feliz, durante nuestros felices veranos en la isla.
Me concentré, apreté mis entrañas y contuve la respiración como cuando intentaba forzar una cagada cuando estaba estreñido; la sangre me subió a la orejas. Con el índice y el pulgar de la otra mano presioné mis párpados cerrados contra mi propio cráneo mientras la otra mano seguía calentándose sobre el Viejo Saul. Vi luces, formas caprichosas como ondas desplegándose en el agua o enormes huellas dactilares en espiral.
Sentí que se me contraía el estómago involuntariamente y que una ola de algo parecido a una emoción llameante surgía de él. Eran tan solo ácidos y glándulas, ya lo sabía, pero sentí que me transportaba de un cráneo a otro. ¡Eric! ¡Estaba comunicándome! Podía sentirlo; sentir los pies doloridos, las plantas llagadas, las piernas tambaleantes, las manos pegajosas de sudor seco, el cuero cabelludo sin lavar, escociendo; podía olerlo como a mí mismo, ver a través de aquellos ojos que apenas podían cerrarse y que ardían en su cráneo, crudos e inyectados en sangre, parpadeando secos. Podía sentir los restos de una horrible comida que yacía muerta en mi estómago, podía sentir el sabor de carne, huesos y pelos quemados en mi lengua; ¡Estaba allí! Estaba…
Una llamarada de fuego me flageló. Me vi lanzado por el aire, despedido desde el altar como una pieza de suave metralla y rebotado en el suelo de cemento cubierto de tierra hasta dar con la pared opuesta del Bunker, con la cabeza retumbando y la mano derecha dolorida. Me caí de lado y me enrosqué en mí mismo.