Me quedé allí tendido respirando hondo un momento, abrazándome los costados y moviéndome levemente, rascándome la cabeza con el suelo del Bunker. Sentía corno si mi mano derecha fuera del tamaño y color de un guante de boxeo. Cada leve latido de mi corazón bombeaba dolor por mi brazo. Me puse a canturrear quedamente y poco a poco fui incorporándome hasta quedarme sentado, frotándome los ojos y sin dejar de menearme suavemente, acercando las rodillas a la cabeza, recostándome sobre la espalda. Traté de recomponer mi maltratado ego.
Al otro extremo del Bunker, una vez pude volver a enfocar la vista borrosa, pude ver que la calavera seguía resplandeciente, la llama seguía viva. Le eché una mirada furiosa, levanté la mano derecha y comencé a lamérmela. Miré a mi alrededor para ver si mi vuelo de un lado a otro de la habitación había dañado algo pero me pareció que todo seguía en su sitio; el único afectado era yo. Exhalé un suspiro trémulo y me relajé dejando la cabeza apoyada contra la pared que tenía detrás.
Al rato me eché hacia delante y coloqué la palma de la mano, aún palpitante, sobre el suelo del Bunker para dejar que se enfriara. La mantuve así un buen rato y después la levanté y me sacudí la tierra que se me había pegado, entornando los ojos para forzar la vista en busca de alguna herida visible, pero la luz era muy escasa. Lentamente me puse en pie y me dirigí al altar. Encendí las velas con manos temblorosas, coloqué la avispa con el resto de las cosas en la estantería de plástico a la izquierda del altar y quemé su ataúd provisional en el platillo de metal que había frente al Viejo Saúl. La fotografía de Eric se prendió en llamas y su rostro aniñado se desvaneció en el fuego. Soplé por uno de los ojos del Viejo Saúl y apagué la vela.
Me quedé quieto un instante tratando de ordenar mis pensamientos y después me dirigí a la puerta de metal del Bunker y la abrí. La sedosa luz de la mañana cubierta de nubes brillantes inundó todo y me hizo encoger el rostro. Me di la vuelta, apagué las otras velas y le eché otro vistazo a mi mano. La palma estaba enrojecida e inflamada. La volví a lamer.
Casi lo había conseguido. Estaba seguro de que había tenido a Eric a mi alcance, que había conseguido tener su mente bajo mi mano y que había formado parte de él, que había visto el mundo a través de sus ojos, que había oído el palpito de la sangre en su cabeza, que había sentido la tierra bajo sus pies, que había olido su cuerpo y había probado su última comida. Pero Eric había resultado demasiado para mí. El incendio que ardía en su cabeza era demasiado intenso como para que alguien que estuviera cuerdo pudiera resistirlo. Tenía esa potencia lunática tan fiel a sí misma que solo pueden resistir de manera constante los dementes profundos, y que puede ser emulada momentáneamente por los más feroces soldados o los más agresivos deportistas. Todas las partículas del cerebro de Eric estaban concentradas en su misión de volver y prender fuego, y no hay cerebro normal, ni siquiera el mío, que estaba lejos de ser normal y era más potente que la mayoría, que pueda igualar tal despliegue de fuerzas. Eric estaba entregado a una Guerra Total, a una Jihad; cabalgaba sobre el Viento Divino, por lo menos hacia su propia destrucción, y no había nada que yo pudiera evitar con aquellos medios.
Cerré el Bunker y me volví por la playa hacia la casa, de nuevo con la cabeza baja y hasta más meditabundo y preocupado de lo que estaba en mi camino de ida.
Me pasé el resto del día metido en la casa, leyendo libros y revistas, viendo televisión y pensando todo el tiempo. No podía hacer nada por Eric desde dentro, así que tenía que cambiar el sentido de mi ataque. Mi mitología personal, sustentada por la Fábrica, era lo suficientemente flexible como para aceptar aquel fracaso que acababa de experimentar y utilizar aquella derrota como una vía para alcanzar la solución real. Mis pelotones de reconocimiento se habían chamuscado los dedos, pero me quedaban otros recursos. Acabaría venciendo, pero no lo conseguiría aplicando directamente mis poderes. Desde luego no mediante la aplicación directa de cualquier otro poder, sino empleando la inteligencia con imaginación, que siempre acaba siendo la base firme para cualquier empresa. Si no podía estar a la altura del reto que representaba Eric, entonces merecería acabar destruido.
Mi padre seguía pintando, trasladándose de un lado a otro con la escalera hasta las ventanas, con la lata de pintura y la brocha apretada entre los dientes. Le ofrecí mi ayuda, pero insistió en hacerlo él mismo. Yo había empleado la escalera en otras ocasiones para intentar llegar hasta el despacho de mi padre, pero tenía pestillos especiales en las ventanas, y hasta mantenía las persianas bajadas y las cortinas corridas. Estaba encantado de ver lo difícil que le resultaba subir y bajar por las escaleras. Nunca podría llegar al desván. Pensé que tenía suerte de que la casa tuviera la altura que tenía, porque si no mi padre podría haber trepado por la escalera de mano hasta el tejado y podría haber echado un vistazo por las claraboyas hacia el interior del desván. Pero ninguno de los dos teníamos nada que temer. Nuestras respectivas ciudadelas estaban seguras por el momento.
Por una vez mi padre me dejó hacer la cena y yo preparé unos vegetales con curry, que ambos encontramos aceptables, mientras veíamos un programa de geología de la Universidad Abierta en el televisor portátil que yo había trasladado a la cocina para la ocasión. Decidí que cuando terminara con el asunto de Eric tenía que reiniciar la campaña para convencer a mi padre de que comprara un aparato de vídeo. Era muy fácil perderse buenos programas en los días soleados.
Después de la comida mi padre se fue al pueblo. Era algo fuera de lo común pero no le pregunté a dónde iba. Aquel día parecía cansado tras pasarse tantas horas subiendo y bajando escaleras, pero se fue a su habitación, se cambió de ropa y apareció cojeando en el salón para despedirse de mí.
—Voy a salir —dijo. Echó un vistazo al salón como si buscara alguna prueba de que ya había comenzado yo a tramar alguna travesura antes de que él se fuera. Yo seguí mirando la tele y asentí con la cabeza sin mirarlo.
—Me parece muy bien —respondí yo.
—No llegaré tarde. No hace falta que cierres.
—Muy bien.
—¿No te importa?
—Desde luego que no. —Le miré, crucé los brazos y me arrellané aún más en el viejo sillón. Él dio un paso atrás y se quedó con los pies en el recibidor y el cuerpo metido en el salón, sostenido únicamente por la mano en el picaporte que le impedía caerse. Volvió a asentir con la cabeza, y el sombrero que llevaba puesto se le hundió aún más.
—De acuerdo. Te veré luego. Espero que te portes bien.
Yo sonreí y volví la vista a la pantalla.
—Sí, papá. Hasta luego.
—Humm —dijo y, tras echar un último vistazo al salón, como si quisiera asegurarse de que no había desaparecido la plata, cerró la puerta y se oyeron sus pasos por el recibidor hasta la puerta principal. Observé cómo ascendía por el sendero, me quedé un rato sentado y después fui a probar la puerta del despacho que, como de costumbre, estaba tan herméticamente cerrada que parecía que formara parte de la pared.
Me quedé dormido. La luz de fuera se iba desvaneciendo, en la tele ponían una horrible serie americana de detectives y me dolía la cabeza. Parpadeé sobre mis ojos pegados, bostecé para despegar los labios y quitarme el sabor rancio de la boca con un poco de aire y me desperecé para acabar aterido de frío; entonces oí el teléfono.
Salté del sofá, tropecé y casi me caigo, y llegué a la puerta, después al recibidor, a las escaleras y finalmente al teléfono lo más rápido que pude. Descolgué el teléfono con la mano derecha, que me dolía. Me apreté el auricular contra la oreja.
—¿Diga? —exclamé.
—Hola, amigo Frankie, ¿cómo te va? —dijo Jamie. Sentí una mezcla de alivio y decepción. Suspiré.