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—Ah, Jamie. Bueno. ¿Cómo estás?

—De baja. Se me cayó una plancha de metal en el pie esta mañana y lo tengo hinchado.

—Pero no es nada grave, ¿verdad?

—Naa. Pasaré el resto de la semana de baja, con un poco de suerte. Mañana voy a ver al médico para que me extienda el certificado de enfermedad. Solo quería decirte que estaré en casa todo el día. Puedes traerme uvas si quieres.

—Muy bien. Seguramente pasaré mañana. Te llamaré antes para confirmártelo.

—Fantástico. ¿Alguna noticia de quien tú ya sabes?

—No. Pensé que podría ser él cuando sonó el teléfono.

—Ya, se me ocurrió que lo pensarías. No te preocupes. No he oído que haya pasado nada extraño en el pueblo, de modo que seguramente todavía no ha llegado.

—Sí, pero yo quiero volver a verlo. Lo que no quiero es que vuelva a hacer todas las locuras que hacía antes. Sé que tendrá que volver allí aunque no las haga, pero me gustaría verle. Quiero ambas cosas, ¿sabes lo que quiero decir?

—Sí, sí. Todo saldrá bien. Creo que al final todo acabará bien para él. No te preocupes por eso.

—No, si no me preocupo.

—Bueno. Bien, voy a salir a comprar unas pintas de anestésico al pub. ¿Te apetece venir conmigo?

—No, gracias. Estoy bastante cansado. Esta mañana me levanté muy temprano. Seguramente nos veremos mañana.

—Fantástico. Bueno, cuídate y esas cosas. Hasta luego, Frank.

—Muy bien Jamie, adiós.

—Adiós —dijo Jamie. Colgué y bajé las escaleras para cambiar de canal y poner algo más sensible, pero cuando no había llegado al último escalón el teléfono volvió a sonar. Volví a subir las escaleras. Y justamente cuando lo hacía un escalofrío me recorrió el cuerpo con la sensación de que sería Eric, pero cuando descolgué el teléfono no se oía ningún pitido. Apreté la cara y dije:

—¿Sí? ¿Has olvidado decirme algo?

—¿Olvidar? ¡No me he olvidado de nada! ¡Lo recuerdo todo! ¡Todo! —me gritaba una voz familiar al otro extremo de la línea.

Me quedé helado, después tragué un nudo en la garganta y dije:

—Er…

—¿Por qué me acusas de olvidarme de cosas? ¿De qué me acusas de haberme olvidado? ¿De qué? ¡No me he olvidado de nada! —Eric resolló y escupió.

—Eric, ¡lo siento! ¡Creí que eras otra persona!

—¡Soy yo! —me gritó—. ¡No soy otra persona! ¡Soy yo! ¡Yo!

—¡Creí que eras Jamie! —exclamé quejándome, cerrando los ojos.

—¿Ese enano? ¡Qué cabrón eres!

—Lo siento, yo… —Entonces me detuve y pensé en lo que había dicho—, ¿Por qué le llamas «ese enano», y con ese tono? Es mi amigo. No tiene la culpa de ser tan bajito —le dije.

—¿Ah, sí? —fue su respuesta—. ¿Y tú cómo lo sabes?

—¿A qué te refieres con eso de que cómo lo sé? ¡No es culpa suya haber nacido así! —le contesté enfadándome cada vez más.

—Solo cuentas con su palabra para demostrarlo.

—¿Que solo cuento con su palabra para qué? —le dije.

—¡Para afirmar que es un enano! —soltó Eric.

—¿Cómo? —le grité, sin poder dar crédito a mis oídos—. Puedo ver con mis dos ojos que es un enano, ¡imbécil!

—¡Eso es lo que él quiere que tú creas! ¡Quizá se trata realmente de un extraterrestre! ¡Quizá el resto de los suyos son hasta más pequeños que él! ¿Cómo sabes tú que no se trata de un extraterrestre gigante que viene de una raza de extraterrestres diminutos? ¿Eh?

—¡No seas imbécil! —le grité por el teléfono, agarrándolo con fuerza con mi mano quemada.

—Bueno, ¡después no me vengas con que no te avisé! —me gritó Eric.

—¡No te preocupes! —le contesté gritándole a mi vez.

—Bueno, pasando a otro tema, —dijo Eric con una voz repentinamente tranquila que me hizo pensar que quizá alguien se había metido en la línea con una interferencia, y que me dejó aún más perplejo cuando continuó con un tono de conversación absolutamente normal preguntándome—: ¿cómo estás?

—¿Eh? —dije, confundido—. Ah… bien. Bien. ¿Cómo estás tú?

—Bueno, no me puedo quejar. A punto de llegar.

—¿Cómo? ¿Aquí?

—No. Allí. Joder, no es posible que la línea se oiga tan mal a esta distancia, ¿puede ser?

—¿A qué distancia? ¿Eh? ¿Que si puede ser? Pues no tengo ni idea. —Me llevé la otra mano a la frente con la sensación de que estaba perdiendo completamente el hilo de la conversación.

—Digo que ya casi estoy allí —me explicó Eric con voz cansina y un suspiro de tranquilidad—. No que casi estoy aquí. Aquí ya estoy. ¿Desde dónde te iba a llamar sino desde aquí?

—Pero, ¿dónde es «aquí»? —le dije.

—¿Me vas a venir otra vez con que no sabes donde estás? —exclamó Eric con incredulidad. Yo cerré los ojos y suspiré desalentado. Él continuó—: Y encima me acusas de olvidarme de cosas. Ja!

—¡Mira, loco de mierda! —comencé a gritar al plástico verde mientras lo asía con todas mis fuerzas y me provocaba punzadas de dolor en el brazo derecho que hicieron que se me contorsionara la cara—. ¡Me estoy hartando de que me llames y te pongas deliberadamente a decirme tonterías! ¡Deja ya esos jueguitos! —Resollé en busca de aire—. ¡Ya sabes de sobra a lo que me refiero cuando te pregunto dónde es «aquí»! ¡Quiero decir que dónde coño estas! Yo sé perfectamente donde estoy y tú lo sabes igual de bien. Así que deja ya de liarme con eso, ¿de acuerdo?

—Humm. De acuerdo, Frank —dijo Eric corno si hubiera perdido interés en el tema—. Perdona si te he estado tocando las pelotas con eso.

—Bueno… —comencé a gritar de nuevo, pero me controlé un poco y me calmé, respirando hondo—. Bueno… solo…solo te pido que no me hagas eso. Simplemente quería saber dónde estás.

—Sí, no te preocupes, Frank; lo entiendo —dijo Eric con un tono monótono—. Pero la cuestión es que no puedo decirte dónde estoy porque alguien podría oírlo. Estoy seguro de que lo comprendes, ¿no?

—De acuerdo. De acuerdo —dije yo—. Pero no estás en un teléfono público, ¿verdad?

—Bueno, por supuesto que no estoy en un teléfono público —me dijo con un cierto retintín en la voz; a continuación percibí cómo corregía el tono—. Sí, tienes razón. Estoy en la casa de alguien. Bueno, a decir verdad es una casa de campo.

—¿Cómo? —le dije—. ¿Quién? ¿De quién?

—No tengo ni idea —me replicó con un tono en el que casi se podía advertir cómo se encogía de hombros—. Supongo que lo puedo averiguar si de verdad te interesa. ¿De verdad que quieres saberlo?

—¿Cómo? No. Sí. Quiero decir, no. ¿Y qué importa? Pero dónde… quiero decir, cómo… bueno, ¿de quién…?

—Mira, Frank —me dijo Eric con tono cansino—, es una casita de campo para las vacaciones o un retiro de fin de semana o algo así, ¿vale? No sé de quién es; pero, como tú mismo señalas agudamente, no importa, ¿de acuerdo?

—¿Me estás diciendo que te has metido en casa de alguien? —le dije.

—Sí, ¿y qué? De hecho, ni siquiera he tenido que forzar la puerta. Encontré la llave de la puerta trasera, en el canalillo del desagüe. ¿Qué hay de malo? Es una casita preciosa.

—¿No tienes miedo de que te encuentren?

—No mucho. Aquí estoy, en el salón de la casa contemplando el camino de entrada y se puede divisar la carretera hasta muy lejos. Sin problemas. Tengo comida y hay un baño y un teléfono y un congelador; joder, si hasta cabría un alsaciano ahí dentro, y una cama y de todo. De lujo.

—¡Un alsaciano! —exclamé con un alarido.

—Bueno, pues sí, si tuviera uno. No lo tengo, pero si tuviera uno me cabría perfectamente ahí. En este caso…