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—No —le interrumpí cerrando los ojos de nuevo y levantando la mano como si él estuviera dentro de la casa conmigo—. No me lo digas.

—Muy bien. Bueno, solo pensé en llamarte para decirte que estoy bien y para ver cómo estás.

—Estoy bien. ¿Estás seguro de que tú también estás bien?

—Sí; estoy mejor que nunca. Me siento sensacional. Creo que es por mi dieta; todo…

—¡Escúchame! —le interrumpí desesperadamente sintiendo cómo se me iban abriendo los ojos mientras pensaba lo que le iba a preguntar—. No habrás sentido nada especial esta mañana, ¿verdad? ¿Al amanecer? ¿Algo diferente? Quiero decir, ¿alguna cosa? ¿No sentiste nada… eh… nada en tu interior? ¿Sentiste algo?

—¿Qué estás farfullando ahora? —dijo Eric levemente enfadado.

—¿Sentiste algo esta mañana, muy temprano?

—¿A qué diablos te refieres con lo de «sentiste algo»?

—Quiero decir que si experimentaste algo; cualquier mínima cosa, esta mañana alrededor del amanecer.

—Bueno —dijo Eric lentamente y con tono mesurado—. Es curioso que lo menciones porque…

—¿Sí? ¿Sí? —dije yo emocionado, apretando el auricular tan cerca de la boca que me golpeé los dientes contra el aparato.

—Nada de nada. Esta mañana ha sido una de las pocas en las que puedo afirmar honestamente que no he experimentado nada —me informó Eric cortésmente—. Estaba dormido.

—¡Pero si me habías dicho que no dormías! —le dije furioso.

—Por Dios, Frank, nadie es perfecto. —Y pude oír como se ponía a reír.

—Pero… —comencé a decirle. Cerré la boca y rechiné los dientes. Una vez más, cerré los ojos.

—Bueno, Frank, tío —dijo él—, para serte sincero, esto se está poniendo muy aburrido. A lo mejor te vuelvo a llamar pero, de todos modos, nos vemos pronto. Chao.

Antes de que yo pudiera decir algo la línea se cortó y me dejó furioso y con ganas de pelea, sosteniendo el auricular en la mano y mirándolo con rabia como si tuviera la culpa. Me dieron ganas de ponerme a golpear algo con él, pero me di cuenta de que sería como un mal chiste dadas las circunstancias, así que lo colgué de un porrazo. Soltó un tintineo de respuesta y le lancé otra mirada furibunda. A continuación le di la espalda y salí escaleras abajo, me tiré en el sofá y empecé a pulsar sin descanso los botones del mando a distancia del televisor, canal tras canal, una y otra vez, durante diez minutos. Al cabo de ese tiempo me di cuenta que, de tres programas que ponían (las noticias, otra horrible teleserie de detectives americana, para variar, y un programa de arqueología) había conseguido ver simultáneamente lo mismo que cuando los veía por separado. Tiré el mando a distancia enfadado y salí afuera, bajo la luz que se empezaba a desvanecer, para tirar unas piedras a las olas.

9. LO QUE LE PASÓ A ERIC

Dormí hasta bastante tarde. Mi padre había regresado justo después de que yo volviera de la playa y me fui enseguida a la cama, de modo que pude dormir largo y tendido. Por la mañana llamé a Jamie, se puso su madre, y me enteré de que había ido al médico pero que volvería enseguida. Cargué mi bolsa con comida, le dije a mi padre que volvería antes del anochecer y me puse en camino hacia el pueblo.

Jamie ya estaba en su casa cuando llegué. Bebimos un par de latas de Red Death y charlamos de nuestras cosas; después, tras compartir unos refrigerios y algunos de los pasteles caseros de su madre, me marché y dirigí mis pasos hacia las colinas que hay detrás del pueblo.

En lo alto de una cima cubierta de matorrales, una suave pendiente de rocas y tierra por encima de la hilera de árboles de la Comisión Forestal, me senté en una enorme roca y almorcé. Observé en la distancia difuminada por el calor, más allá de Porteneil, las tierras de pasto moteadas de ovejas, las dunas, el vertedero, la isla (no es que se distinguiera como tal isla, pues parecía parte de tierra firme), las playas y el mar. En el cielo flotaban unas nubéculas; el azul dominaba aquella vista y se iba diluyendo pálidamente hasta el horizonte y la inmensa calma del estuario y el mar. Las cigarras cantaban en el aire a mi alrededor y yo observaba un milano revoloteando en busca de movimiento entre la maleza, los matorrales, las retamas y las aulagas que tenía debajo. Los insectos zumbaban y bailaban, y yo sacudí un abanico de helechos trente a la cara para espantarlos mientras terminaba de comerme mis sándwiches y de beberme el zumo de naranja.

A mi izquierda los picos elevados de los montes se encaminaban hacia el norte, creciendo gradualmente en altura y difuminándose en grises y azules, refulgiendo en la distancia. Contemplé el pueblo que se extendía a mis pies con los prismáticos, vi camiones y automóviles en dirección a la carretera principal, y seguí con la mirada un tren que se dirigía al sur, parando en el pueblo y poniéndose de nuevo en marcha, serpenteando por el terreno llano que hay frente al mar.

De vez en cuando me gusta salir de la isla. No demasiado lejos; me gusta poder seguir teniéndola a la vista, si es posible, pero es bueno alejarse de vez en cuando y tener una sensación de la perspectiva desde más lejos. Soy consciente, por supuesto, de lo pequeño que es ese pedazo de tierra; no soy tonto. Conozco el tamaño de este planeta y me doy cuenta de lo minúscula que es la parte que conozco. He visto mucha televisión y cantidad de programas de naturaleza y de viajes como para no darme cuenta de lo limitado que es mi conocimiento de otros lugares en lo que se refiere a experiencia directa; pero no quiero aventurarme más lejos, no necesito viajar ni ver otras tierras extranjeras ni conocer a gente diferente. Sé quién soy y conozco mis limitaciones. Tengo razones de peso para restringir mis horizontes; temor —oh, sí, lo reconozco— y una necesidad de confianza y seguridad en un mundo que, por lo que sea, me ha tratado cruelmente a una edad en la que no tuve verdadera oportunidad de cambiarlo.

También hay que tener en cuenta la lección que aprendí de Ene.

Eric se fue. Eric, con su brillantez, su inteligencia, su sensibilidad y todo lo que prometía, abandonó la isla y trató de seguir su propio camino; escogió un sendero y lo siguió. Aquel sendero le condujo a la destrucción de prácticamente todo lo que era, lo transformó en una persona tan diferente que las similitudes que quedaron con el joven cabal que fue un día parecían simplemente obscenas.

Pero era mi hermano y, en cierto modo, seguí queriéndolo. A pesar de su trastorno seguí queriéndolo igual que, supongo, él me había querido a pesar de mi incapacidad. Es ese sentido protector, al parecer, que se supone que las mujeres deben sentir por los más pequeños y que los hombres se ven impulsados a sentir por las mujeres.

Eric abandonó la isla antes de que yo naciera y solo regresaba en vacaciones, pero tengo la impresión de que su espíritu siempre se quedó aquí, y cuando volvió para quedarse, un año después de mi pequeño accidente, cuando mi padre pensó que ya éramos suficientemente mayores como para que él siguiera cuidando de nosotros, no le guardé rencor por haber vuelto. Por el contrario, nos llevamos bien desde el principio, y estoy seguro de que se avergonzaba de tenerme todo el día pegado a él como una lapa copiando todo lo que hacía, aunque, siendo como es Eric, con su sensibilidad hacia los sentimientos de los demás, no se habría atrevido a decírmelo y arriesgarse a herirme.

Cuando le mandaron a las escuelas privadas yo lo pasé muy mal; al volver para pasar con nosotros las vacaciones yo estaba exultante de alegría; saltaba y me regocijaba y me emocionaba. Nos pasamos verano tras verano en la isla volando cometas, construyendo modelos con madera y plástico, con Lego y Mecano y con cualquier cosa que encontráramos por ahí, levantando presas y construyendo cabañas y trincheras. Volábamos aviones de aeromodelismo y navegábamos barcos en miniatura, construíamos yates de arena con sus velas al viento y nos inventábamos sociedades secretas, códigos y lenguajes. Me contaba historias que iba inventándose a medida que avanzaba. Y algunas de las historias las representamos nosotros mismos: soldados valerosos que luchaban entre las dunas, que ganaban y luchaban y luchaban y, a veces, morían. Fue únicamente en esas ocasiones cuando me hizo sufrir deliberadamente ya que alguna de sus historias requería su propia muerte heroica y yo me lo tomaba demasiado en serio mientras él yacía tirado en la hierba moribundo tras haber volado por los aires el puente o la presa o el convoy enemigo o incluso tras haberme salvado a mí mismo de la muerte; entonces yo prorrumpía en lágrimas y le empujaba levemente intentando cambiar mi propia historia y él se negaba, se dejaba resbalar entre mis brazos y moría; la mayoría de las veces moría.