Cuando sufría sus migrañas, que a veces le duraban días, yo vivía sobresaltado y le llevaba bebidas frías y algo de comida a su habitación a oscuras en el segundo piso, entrando a gatas, poniéndome en pie y temblando en ocasiones si él gemía o se removía en la cama. Yo me quedaba destrozado cuando él sufría y la vida no tenía sentido; los juegos y las historias me parecían tontos y absurdos, y lo único que soportaba era lanzar pedradas a botellas o a gaviotas. Salía a cazar gaviotas, decidía las cosas para que Eric no sufriera; cuando se recuperaba era como si el verano apareciera de repente otra vez y no cabía en mi cuerpo de alegría.
Al final, aquel impulso irrefrenable hacia fuera lo consumió, como le ocurre a cualquier hombre de verdad, y lo apartó de mí llevándolo hacia el mundo exterior con todas sus fabulosas oportunidades y sus desagradables peligros. Eric decidió seguir las huellas de su padre y convertirse en médico. Entonces me dijo que no me preocupara, que las cosas no cambiarían; seguiría teniendo libres la mayoría de los veranos, aunque tuviera que quedarse en Glasgow para hacer prácticas en hospitales o acompañar a médicos en sus rondas de visita a pacientes; me dijo que todo seguiría igual cuando estuviéramos juntos, pero yo sabía que no era verdad y podía darme cuenta de que en el fondo de su corazón él también lo sabía. Estaba claro, en sus ojos y en sus palabras. Abandonaba la isla, me abandonaba a mí.
No podía culparlo, ni siquiera entonces, cuando más lo sentí. Era Eric, mi hermano, y hacía lo que debía hacer, como el valeroso soldado que moría por la causa, o por mí. ¿Cómo podía dudar de él o culparlo cuando a él jamás se le ocurrió sugerir que dudara de mí o que me culpara? Dios mío; con todas aquellas muertes, aquellos tres niños asesinados, y uno de ellos un fratricidio. Y a él nunca se le habría pasado ni remotamente por la cabeza que yo hubiera tenido algo que ver con aquello. Me habría dado cuenta. No habría sido capaz de mirarme a la cara si hubiera sospechado algo pues era incapaz de ocultar nada.
De modo que se marchó, primero un curso, aceptado antes que la mayoría debido a sus brillantes resultados en los exámenes, y después otro curso. El verano entre ambos cursos volvió por aquí, pero había cambiado. Intentó seguir haciendo conmigo las mismas cosas que hacíamos antes, pero me di cuenta de que ya era algo forzado. Se había apartado de mí, su corazón no estaba ya en la isla. Estaba con la gente que había conocido en la universidad, con sus estudios, que le encantaban; quizá estaba en el resto del mundo, pero desde luego ya no estaba en la isla. Ya no estaba conmigo.
Salíamos mucho al aire libre a volar cometas, a levantar presas y cosas así, pero ya no era lo mismo; era un adulto intentando que me lo pasara bien, no otro chico compartiendo su entusiasmo conmigo. No lo pasamos mal, y no me arrepiento de que estuviera con nosotros, pero después de un mes se alegró de marcharse con algunos de sus amigos al sur de Francia de vacaciones. Yo lamenté lo que percibí como la pérdida del amigo y el hermano que había conocido, y sentí más punzante que nunca mi herida, esa cosa que sabía que me mantendría para siempre en un estado adolescente, que jamás me dejaría llegar a crecer y convertirme en un hombre de verdad, capaz de abrirme mi propio camino en el mundo.
Pero enseguida me olvidé de esas ideas. Tenía la Calavera, tenía la Fábrica y una vicaria sensación de orgullo varonil por la brillante actuación de Eric allí afuera mientras que yo, por mi parte, iba lentamente convirtiéndome en el señor incontestable de la isla y de las tierras que la rodeaban. Eric me escribió cartas contándome cómo le iba, me llamaba y hablaba conmigo y con mi padre, y me hacía reír por teléfono como solo un adulto puede hacerlo aunque tú no quieres que lo hagan. Nunca me quiso dar la impresión de que nos había abandonado, a mí y a la isla.
Entonces sufrió su desafortunada experiencia que, aunque ni mi padre ni yo lo sabíamos, le ocurrió después de otras muchas cosas, y que fue suficiente para acabar con la persona cambiada que yo conocía. Iba a lanzar a Eric despedido hacia algo distinto: una amalgama de su anterior yo (aunque satánicamente invertido) y de un hombre inteligente y mundano, un adulto herido y peligroso, confundido y patético y maníaco al mismo tiempo. Me recordaba a un holograma, quebrado; con la imagen completa contenida en un fragmento como una punta de lanza, al mismo tiempo fragmento y totalidad.
Ocurrió durante su segundo año, cuando estaba haciendo prácticas en un gran hospital universitario. Ni siquiera tenía que estar allí aquel día, en las entrañas de aquel hospital de desechos humanos; estaba echando una mano en su tiempo libre. Más tarde nos dijeron que hacía tiempo que Eric venía arrastrando problemas de los que no nos había hablado. Se había enamorado de una chica y aquello terminó mal; ella le dijo que nunca le había querido y se largó con otro. Sus migrañas habían sido especialmente intensas durante un tiempo y habían interferido en su trabajo. Por ello y por lo de la chica es por lo que Eric se había dedicado a trabajar por su cuenta en el hospital que había junto a la universidad, ayudando a las enfermeras en las guardias de noche, sentado en la oscuridad de la sala con sus libros mientras aquellos niños enfermos gemían y tosían.
Eso es lo que estaba haciendo aquella noche en que sufrió su desagradable experiencia. Aquella era la sala donde estaban internados los bebés y los niños que padecían deformaciones tan graves que requerían asistencia hospitalaria para seguir viviendo, y aún así no por mucho tiempo. Recibimos una carta con explicaciones de lo que había ocurrido de una enfermera que había hecho amistad con mi hermano, y por el tono de su carta se deducía que era una equivocación mantener vivos a aquellos niños; al parecer eran poco más que monstruos de feria utilizados por los médicos y los internos para mostrárselos a los estudiantes.
Era una noche cerrada y calurosa de julio y Eric estaba en aquella espantosa sala, cerca del almacén y de las calderas del hospital. Le había dolido la cabeza todo el día y, estando en la sala había empeorado hasta convertirse en una terrible migraña. La ventilación de aquel lugar había estado fallando desde las últimas dos semanas y unos ingenieros habían estado trabajando con el sistema; aquella noche era muy calurosa y sofocante, y las migrañas de Eric siempre han empeorado en tales condiciones. Alguien tenía que venir a relevarle en una hora aproximadamente pues, de otro modo, supongo que hasta Eric se habría dado por vencido y se habría vuelto a su habitación en la residencia para echarse un rato. Pero tal como ocurrieron las cosas, él estaba haciendo una ronda por la sala cambiando pañales y tranquilizando a las lloriqueantes criaturas, cambiando vendajes y goteos o lo que fuera, sintiendo la cabeza como si se le fuera a partir en dos y la vista distorsionada con luces y líneas.
El niño a quien estaba asistiendo cuando ocurrió aquello era más o menos un vegetal. Entre otros defectos padecía una incontinencia total y era incapaz de emitir cualquier sonido que no fuera un gorgoteo, no podía controlar adecuadamente sus músculos —hasta tenía que tener la cabeza sujeta por un soporte— y llevaba una placa metálica sobre la cabeza porque los huesos que debían formar su cráneo nunca llegaron a unirse y hasta la piel que tenía sobre el cerebro era fina como el papel.