Tenía que ser alimentado cada pocas horas con una papilla especia] y Eric estaba haciéndolo cuando sucedió. Había notado que el niño estaba un poco más callado y quieto de lo normal, sentado en su silla con la piernas colgando y con la mirada fija delante de él, respirando levemente, con los ojos vidriosos y una expresión casi de placidez en un rostro por lo general ausente. Y sin embargo parecía incapaz de tomarse su comida, una de las pocas actividades que normalmente era capaz de apreciar y en la que hasta participaba. Eric se lo tomaba con paciencia y mantenía la cuchara frente a sus ojos desenfocados; se la llevaba hasta los labios cuando normalmente el niño habría sacado la lengua o tratado de adelantarse para meterse él mismo la cuchara en la boca. Pero aquella noche permanecía sentado allí sin hacer nada, sin gorgotear, sin menear su cabecita ni hacer aspavientos con sus brazos ni mover los ojos de arriba abajo: tan solo miraba y miraba fijamente con ese curioso gesto en su rostro que podía ser tomado como una expresión de felicidad.
Eric perseveró y se acercó a su silla intentando olvidar el agobiante dolor que se expandía en su cabeza con el empeoramiento de su migraña. Le dijo al niño palabras cariñosas, algo que normalmente hacía que moviera sus ojos de un lado a otro y desplazara la cabeza hacia donde sonaban las palabras pero que aquella noche no tuvo ningún efecto. Eric revisó la hoja de papel que había junto a la silla para ver si le habían administrado al niño medicación adicional, pero todo parecía normal. Se acercó aún más, canturreándole, moviendo la cuchara, luchando contra las oleadas de dolor que surgían de su cerebro.
Entonces vio algo, algo que parecía un movimiento, un pequeño movimiento casi imperceptible, apenas visible en la cabeza rapada del niño de la leve sonrisa. Fuera lo que fuera era pequeño y lento. Eric parpadeó, sacudió la cabeza para tratar de disipar las luces trepidantes de la migraña que seguía creciendo en su interior. Se levantó sin dejar la cuchara con la pastosa comida. Se inclinó para acercarse aún más al cráneo de aquel niño y observó más de cerca. No podía ver nada, pero observó alrededor de la tapa metálica del cráneo que llevaba el niño, le pareció ver algo debajo y la levantó con facilidad desde la cabeza de aquel niño pequeño para comprobar que no hubiera nada mal.
Un operario de la sala de calderas oyó el grito de Eric y se apresuró hasta la sala blandiendo una enorme llave inglesa en la mano; encontró a Eric agazapado en un rincón aullando con todas sus fuerzas hacia el suelo, con la cabeza metida entre las rodillas medio arrodillado, medio tendido en posición fetal sobre las baldosas. La silla en la que se sentaba el niño había sido derribada y tanto la silla como el niño atado a ella —que seguía sonriendo— se encontraban unos metros más allá.
El operario de la sala de calderas sacudió a Eric pero no obtuvo respuesta. Entonces vio al niño atado a la silla y se fue hacia él, tal vez a poner la silla en pie; llegó a medio metro del niño y entonces salió corriendo hacia la puerta, vomitando antes de llegar. Una enfermera de la sala superior encontró a aquel hombre que seguía luchando con sus arcadas en el pasillo cuando bajó para ver a qué se debía aquel escándalo. Eric había dejado de gritar por entonces y se había quedado quieto. El niño seguía sonriendo.
La enfermera enderezó la silla del niño. Si ella pudo contener sus ganas de vomitar, o si se sintió mareada, o si había visto antes algo tan horrible o peor, es algo que no sé, pero la cuestión es que no perdió los nervios, llamó por teléfono para pedir ayuda y sacó a Eric de su rincón, rígido. Lo sentó en una silla, cubrió la cabeza del niño con una toalla y consoló al operario. Había retirado la cuchara del cráneo abierto del niño sonriente. Eric la había metido allí, pensando quizá en ese primer instante de su psicosis que sería mejor recoger lo que había visto.
Unas moscas se habían metido en la sala, probablemente a través del aire acondicionado que se había estropeado días atrás. Se habían introducido por debajo de la placa de acero inoxidable que cubría el cráneo del niño y depositaron allí sus huevos. Lo que Eric vio al levantar aquella placa, lo que pudo contemplar con todo aquel peso de sufrimiento humano que cargaba encima, con todo aquel poderoso despliegue agobiante de la ciudad caldeada y oscura que le rodeaba, lo que vio con su propio cerebro partido en dos, fue un nido de gruesas larvas que se retorcían flotando en sus propios jugos digestivos al tiempo que consumían el cerebro del niño.
De hecho, Eric pareció recuperarse de lo que le ocurrió. Estuvo sedado, pasó un par de semanas en el hospital como paciente y después unos días descansando en su habitación en la residencia de estudiantes. A la semana volvió a sus estudios y asistió a las clases como siempre. Pocas personas sabían lo que le había ocurrido, y se dieron cuenta de que Eric estaba más callado, pero eso fue todo. Mi padre y yo no supimos nada excepto que había faltado unos días a clase debido a una migraña.
Más adelante nos enteramos de que Eric comenzó a beber mucho, a faltar a clases, o a aparecer en clases que no le tocaban, a gritar en pesadillas y a despertar a otra gente de su planta en la residencia, a tomar drogas, a no asistir a exámenes y a clases prácticas… Al final la universidad tuvo que sugerirle que se tomara el resto del año libre porque había faltado a demasiadas clases. Eric se lo tomó mal; cogió todos sus libros, los amontonó en el pasillo al lado de la puerta de su tutor, y les prendió fuego. Tuvo suerte de que no le denunciaran, pero los responsables de la universidad hicieron la vista gorda con respecto al humo y los leves daños en los paneles de madera antigua, y Eric volvió a la isla.
Pero no volvió a mí. No quiso tener nada que ver conmigo y permaneció encerrado en su habitación escuchando sus discos a todo volumen y apenas sin salir, excepto para ir al pueblo, en donde pronto le prohibieron la entrada en los cuatro pubs por empezar peleas y gritar e insultar a la gente. Cuando por fin me prestó atención se quedaba mirándome fijamente con sus enormes ojos, o se tocaba la nariz y me guiñaba un ojo. Ahora sus ojos eran oscuros y tenía enormes ojeras y su nariz parecía haberle crecido mucho. Una vez me agarró y me dio un beso en los labios que verdaderamente me asustó.
Mi padre se fue volviendo tan cerrado como Eric. Se recluyó en una existencia indolente hecha de largos paseos y silencios malhumorados e introspectivos. Comenzó a fumar cigarrillos, llegando por un tiempo a fumarlos en cadena. Durante un mes o algo así la casa se convirtió en un infierno y yo me largaba en cuanto podía, o me quedaba en mi habitación y miraba la tele.
Entonces Eric empezó a asustar a los niños del pueblo, primero arrojándoles gusanos y más tarde metiéndoselos por la camisa cuando volvían del colegio. Cuando Eric empezó a forzar a los niños a comerse puñados de gusanos y de larvas, algunos de los padres vinieron a la isla acompañados de Diggs. Yo me quedé sentado en mi habitación, sudando, mientas se reunían todos en el salón de abajo y los padres le gritaban a mi padre. El médico del pueblo, Diggs y hasta un asistente social llegado de Inverness consiguieron hablar con Eric, pero él no soltó prenda; se quedó sonriendo y mencionando de vez en cuando la cantidad de proteínas que contenían las larvas. Una vez llegó a casa apaleado y sangrando, y mi padre y yo supusimos que algunos de los hermanos mayores de los chicos, o quizá sus propios padres, lo habían agarrado y le habían dado una paliza.
Parece ser que desde hacía dos semanas venían desapareciendo perros del pueblo antes de que algunos niños vieran a Eric rociando una lata de gasolina sobre un pequeño Yorkshire terrier y prendiéndole fuego. Sus padres les creyeron, salieron en busca de Eric y le encontraron haciendo lo mismo con un viejo perro callejero al que había atraído con caramelitos de anís y lo había agarrado. Lo persiguieron por los bosques que hay detrás del pueblo pero lo perdieron de vista.