Выбрать главу

La culpa es de mi padre, sin mencionar a la estúpida zorra que lo dejó tirado por otro hombre. Mi padre tiene que asumir su parte de culpa por todas aquellas estupideces que hizo cuando Eric era muy pequeño: dejarlo que se vistiera como quisiera dándole a elegir entre vestiditos y pantalones. Harmsworth y Morag Stove tenían razón en preocuparse por el modo en que estaban educando a su sobrino y hicieron lo correcto al ofrecerse a cuidarlo ellos mismos. Todo podría haber sido diferente si mi padre no hubiera tenido esas ideas extravagantes, si mi madre no le hubiera tenido resentimiento a Eric, si los Stove se lo hubieran llevado antes; pero así ocurrió y por eso espero que mi padre acepte su culpa del mismo modo que yo le culpo. Quiero que sienta continuamente sobre él el peso de la culpa, que pase las noches en vela por ello, y que tenga pesadillas que lo despierten empapado en sudor en las noches frías cuando haya conseguido dormirse. Se lo merece.

Eric no llamó aquella noche tras mi paseo por las colinas. Me fui a la cama bastante pronto, pero sé que habría oído el teléfono si hubiera sonado y dormí de un tirón, cansado tras mi larga caminata. Al día siguiente me levanté a la hora acostumbrada, salí a dar un paseo por las dunas con el frescor de la mañana y volví a tiempo para un abundante desayuno que había cocinado mi padre.

Me sentía intranquilo, mi padre estaba más callado de lo habitual, y el calor iba aumentando por momentos dejando el ambiente de la casa enrarecido, aún con las ventanas abiertas. Fui pasando por las habitaciones de la casa, asomándome a aquellos espacios abiertos, apoyado en los alféizares, batiendo el terreno con los ojos apretados para expulsar al enemigo. Al cabo de un rato dejé a mi padre adormilado en una silla del porche y subí a mi habitación, me cambié y me puse una camiseta y mi chaleco ligero lleno de bolsillos, los llené de cosas útiles, me colgué la bolsa de provisiones al hombro y salí dispuesto a echar un vistazo a fondo por los lugares de acceso a la isla y quizá me pasaría también por el vertedero, si no había demasiadas moscas.

Me puse las gafas de sol y aquellas Polaroid marrones hicieron los colores mucho más vivos. Comencé a sudar tan pronto salí por la puerta. Una brisa cálida, poco refrescante, revoloteaba por aquí y por allá, sin dirección definida, y traía olores de hierbas y flores. Caminé con paso vivo por el sendero que lleva al puente, lo crucé para llegar a la línea de tierra firme de la ensenada y el río, siguiendo su curso y saltando sus pequeños afluentes y tributarios hasta el área de construcción de presas. Entonces me dirigí al norte siguiendo la hilera de dunas que dan al mar, avanzando por sus arenosas cimas a pesar del calor y del agotamiento que significaba subir por sus laderas que dan al sur, para poder disfrutar finalmente de las vistas que ofrecían.

Todo refulgía bajo aquel calor, se convertía en mudable e incierto. La arena quemaba al tacto y los insectos de todos los tipos y tamaños zumbaban y revoloteaban a mi alrededor. Yo los apartaba con aspavientos.

De vez en cuando utilizaba los prismáticos tras enjugarme el sudor de las cejas y llevarme los visores a los ojos, para inspeccionar la lejanía a través del espeso aire fluctuante. La cabeza me hormigueaba con el sudor y me picaba la ingle. Verificaba las cosas que me había traído con más frecuencia de lo normal, palpando distraídamente la bolsa de perdigones, tocando el cuchillo de caza y el tirachinas que llevaba en el cinturón, asegurándome de que aún tenía el mechero, la cartera, el peine, el espejo y papel y bolígrafo. Bebí de la pequeña cantimplora de agua que había traído, aunque estaba templada y sabía ya un poco rancia.

Al volver la mirada a la playa y al mar ondulado pude apreciar algunas interesantes muestras de restos de naufragios y desechos arrojados por el mar, pero me quedé en las dunas, subiendo a las más altas cuando lo creía necesario, siguiendo en dirección al norte, cruzando riachuelos y marismas, pasando el Círculo de la Bomba y el lugar que nunca bauticé desde donde Esmerelda despegó.

Solo pensé en ellos una vez los hube pasado.

Después de una hora aproximadamente me dirigí al interior y después al sur, siguiendo las últimas dunas de tierra adentro, observando el desaliñado pasto en donde se movían lentamente las ovejas, como gusanos sobre la tierra, paciendo. En cierto momento me detuve un instante a contemplar un gran pájaro en las alturas, contra el límpido azul, volando en círculos y ascendiendo en espiral con las corrientes térmicas, girando a un lado y a otro. Más abajo se desplazaban unas gaviotas con las alas extendidas y moviendo sus cuellos blancos en busca de algo. Encontré una rana muerta en lo alto de una duna, reseca, con sangre en la espalda y llena de arena, y me pregunté cómo habría llegado allí. Probablemente la dejó caer un ave de presa.

Al cabo de un rato me puse mi gorra verde para protegerme los ojos de la intensa luz resplandeciente. Di la vuelta en el sendero, a la altura de la isla y la casa. Seguí mi camino, parándome de vez en cuando para observar con los prismáticos. Se veían pasar coches y camiones entre las hojas de los árboles, aproximadamente a una milla de la carretera. Un helicóptero pasó por encima, probablemente en dirección a uno de los pozos de petróleo o a un oleoducto.

Llegué al vertedero poco después del mediodía tras pasar una pequeña arboleda. Me senté a la sombra de un árbol e inspeccioné el vertedero con los prismáticos. Había algunas gaviotas, pero no había gente. Una pequeña humareda se elevaba desde el centro, y a su alrededor se esparcían los desechos del pueblo y de los alrededores: cartones y bolsas de plástico negro junto al resplandeciente blanco desbaratado de viejas lavadoras, cocinas y neveras. Los papeles alzaban el vuelo por sí mismos y se elevaban en círculos durante uno o dos minutos, iniciando un pequeño torbellino que al poco volvía a apagarse.

Fui abriéndome paso por el vertedero, inspirando su aroma a podrido, ligeramente dulce. Iba apartando con mis pies calzados en botas algunos desechos o le daba la vuelta a cosas que parecían interesantes, pero no encontré nada que mereciera la pena. Una de las cosas que me llegó a gustar con los años de aquel vertedero era que nunca era el mismo; se desplazaba como algo inmenso y vivo, desparramándose como una enorme ameba mientras iba absorbiendo la tierra saludable y los desechos colectivos. Pero aquel día parecía cansado y aburrido. Me sentí impaciente y hastiado frente a él, casi enfadado. Lancé un par de latas de aerosol al débil fuego que ardía en el medio, pero ni siquiera aquellas latas, que explotaron débilmente entre las apagadas llamas, me proporcionaron mucha diversión. Abandoné el vertedero y me dirigí hacia el sur.

Cerca de un arroyo, a un kilómetro del vertedero, había un gran chalet, una casa de vacaciones que daba al mar. Estaba cerrada y abandonada, y no había ni una reciente vereda de pisadas desde el accidentado camino que pasaba por allí y seguía hasta la playa. Fue en aquel camino donde Willie, uno de los otros amigos de Jamie, había llevado su viejo Mini para llegar junto a la playa y hacer carreras y derrapar.

Miré por las ventanas y vi las habitaciones vacías, los viejos muebles tan dispares ocultos entre sombras, polvorientos y abandonados. Había una vieja revista sobre una mesa con la esquina amarilleada por el sol. Me senté bajo la sombra del aguilón de la casa y acabé mi ración de agua de la cantimplora, me quité la gorra y me sequé el sudor de la frente con un pañuelo. Se podían oír en la distancia las apagadas explosiones del campo de tiro que hay más abajo en la costa, y en cierto momento pasó un reactor rugiendo sobre el mar en calma, en dirección al suroeste.

A partir de la casa comenzaba una cadena de montes coronados de retamas y de árboles torcidos por el viento. Desplacé los prismáticos hacia allí apartando las moscas que me rodeaban, con un leve dolor de cabeza y la boca seca a pesar del agua tibia que acababa de beber. Cuando bajé los prismáticos y volví a ponerme las Polaroid fue cuando oí aquello.