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Algo aullaba. Algún animal —oh Dios, ojalá que aquel sonido no saliera de un ser humano— chillaba atormentado. Era un gemido lleno de angustia, un tono que solo podía producirlo un animal in extremis, el sonido que esperas que ningún ser vivo se vea jamás obligado a emitir.

Me senté empapado en sudor, requemado y dolorido por aquel sol de justicia; pero me estremecí. Un escalofrío me convulsionó el cuerpo en una oleada como la de un perro que se sacude para secarse, de un extremo al otro. El vello de la nuca, suelto a pesar del sudor, se me erizó. Me levanté rápidamente, apoyándome con las manos en la madera tibia de la pared de la casa, con los prismáticos rebotándome en el pecho. El chillido provenía de los montes. Me levanté las Polaroid, dejándomelas sobre la cabeza, y volví a mirar por los prismáticos, golpeándomelos contra el hueso por encima de los ojos mientras luchaba por regular la rueda para enfocar. Me temblaban las manos.

Un bulto negro surgió de los matorrales dejando una estela de humo. Salió corriendo colina abajo, por la maleza amarillenta, y se metió bajo un cercado. El temblor de las manos me distorsionaba la vista mientras trataba de seguir la escena con los prismáticos. El intenso quejido se expandía por el aire, agudo y terrorífico. Perdí de vista aquella forma tras unos arbustos y poco después volví a verla, ardiendo mientras corría y saltaba sobre el pasto y los cañaverales, dejando una estela tras de sí. La boca se me secó completamente; no podía tragar, me ahogaba, pero localicé de nuevo al animal, que ahora iba zigzagueando y dando vueltas, aullando desesperadamente, saltando en el aire, cayendo y volviendo a saltar como si rebotara. Después desapareció, a unos cientos de metros de donde yo estaba y a la misma distancia de la cima del monte.

Volví a llevarme rápidamente los prismáticos a los ojos para escudriñar los montes, recorriéndolos de lado a lado, de arriba abajo, y de nuevo de un extremo al otro, deteniéndome a propósito en una retama, descartándola con un movimiento de la cabeza, y volviendo a recorrer los montes desde el principio. A cierta parte irrelevante de mi cerebro le dio por preguntarse por qué en las películas, cuando la gente mira por los prismáticos y se divisa lo que se supone que están mirando, siempre se ve una especie de ocho apaisado, pero en cambio, cuando yo miro por unos prismáticos, lo que veo es un círculo perfecto. Volví a bajar los prismáticos, eché un vistazo rápido alrededor, no vi a nadie, salí corriendo de la sombra de la casa, salté la valla de alambre que rodeaba el jardín, y corrí hacia los montes.

Al llegar a la cima del monte me paré un momento y bajé la cabeza hasta las rodillas para recobrar el aliento, dejando que el sudor se escurriera de mi pelo y goteara sobre la hierba reluciente. Tenía la camiseta pegada al cuerpo. Me apoyé con las manos en las rodillas y levanté la cabeza, forzando los ojos para observar la línea de matorrales y árboles en lo alto del monte. Miré hacia abajo, por donde se extendían los campos más allá de la siguiente línea de matorrales que marcaban el corte por donde pasaba la línea férrea. Avancé a paso ligero, siguiendo la cima de los montes, barriendo con la mirada los alrededores, de un lado a otro, hasta que encontré una pequeña franja de hierba ardiendo. Apagué el fuego a pisotones, busqué huellas y las encontré. Corrí más deprisa, a pesar de las protestas de mis pulmones y mi garganta, volví a encontrar más hierba ardiendo y unas retamas que estaban prendiéndose. Las apagué a patadas y continué.

En el fondo de una hondonada, en la falda de los montes, habían crecido unos árboles casi normalmente, y sólo sus copas sobresalían del abrigo de la cresta de montes y se doblaban torcidas por el viento. Corrí hacia la hondonada cubierta de hierba, hacia una mancha inestable de sombra provocada por las hojas y ramas que se mecían lentamente. Había un círculo de piedras alrededor de un centro renegrido. Miré alrededor y vi un área de hierba aplastada. Me detuve, me calmé un poco, volví a mirar alrededor, a los árboles, la hierba y los helechos, pero no pude distinguir nada. Me acerqué a las piedras y las palpé, igual que las cenizas del interior. Estaban calientes, demasiado calientes para mantener las manos encima, a pesar de que estaban a la sombra. Se podía oler a gasolina.

Salí de la hondonada y me subí a un árbol, me encaramé en las ramas y escruté los alrededores, usando los prismáticos de vez en cuando. Nada.

Bajé del árbol, reposé unos instantes, y tras inspirar hondo salí corriendo hacia la ladera de los montes que da al mar dirigiéndome en diagonal hacia donde sabía que había estado el animal. Cambié una vez de dirección, para apagar otro pequeño fuego. Sorprendí a una oveja paciendo; salté por encima de ella al tiempo que se asustaba y salía brincando, balando.

El perro yacía en el riachuelo que desembocaba en la marisma. Aún estaba vivo, pero había perdido la mayoría de su pelaje negro y la piel de debajo se veía amoratada y rezumante. Temblaba dentro del agua, haciéndome temblar a mí también. Me quedé en la orilla mirándolo. Tan solo podía ver con el ojo que no estaba quemado cuando sacudía su cabeza fuera del agua. En el pequeño charco a su alrededor flotaban bolas de pelos medio quemados. Entonces advertí el olor a carne quemada y sentí como un peso que se me alojaba en el cuello, justo debajo de la nuez.

Saqué mi bolsa de bolitas de acero, coloqué una en la goma del tirachinas mientras me lo sacaba del cinturón, estiré los brazos, con una mano pegada a la cara, en donde se empapó de sudor, y solté la goma.

La cabeza del perro emergió del agua con una sacudida, salpicando al volver a caer, alejando al animal de mí y cayendo de lado. Flotó un rato corriente abajo, después tropezó con algo y se quedó varado en la orilla. Del agujero en donde antes estaba el ojo manaba un hilillo de sangre. «Te las verás con Frank», mascullé con rabia.

Saqué al perro a rastras y con mi cuchillo cavé un agujero en la pedregosa tierra río arriba, sintiendo arcadas de vez en cuando por el hedor del cadáver. Enterré al animal, volví a escudriñar los alrededores y después, tras comprobar que la brisa no arreciaba, me aparté un poco y le prendí fuego a la hierba. Las llamas alcanzaron los últimos rincones de la última guarida del perro, que era su tumba. Se detuvieron a la orilla del río, como había previsto, y tuve que apagar algunos brotes de llamas que empezaron a extenderse por la ribera, por donde habían caído algunas ascuas.

Cuando todo terminó y enterré al perro, me di la vuelta en dirección a casa y empecé a correr.

Volví a casa sin mayores contratiempos, me bebí de un golpe dos pintas de agua y traté de relajarme en un baño de agua fría con un cartón de zumo de naranja apoyado en el borde de la bañera. Todavía estaba temblando y me pasé una hora lavándome el pelo para quitarme el olor a perro quemado. Desde la cocina llegó el olor de los platos vegetarianos que preparaba mi padre para la cena.

Estaba seguro de que había estado a punto de ver a mi hermano. Estaba seguro de que no era allí donde había acampado, pero había estado allí, y no lo vi por muy poco. Hasta cierto punto me alegré, algo difícil de aceptar, aunque era cierto.

Volví a sumergirme en el agua y me sentí desbordado.

Bajé a la cocina en bata. Mi padre, con un chaleco y pantalones cortos, estaba acodado a la mesa, absorto en la lectura del Inverness Courier. Volví a poner el cartón de zumo de naranja en el refrigerador y levanté la tapa de la olla en donde el curry que había preparado mi padre se iba enfriando. En la mesa habían cuencos de ensalada para acompañar la comida. Mi padre pasaba las páginas del periódico sin prestarme atención.